Bankia, una negligencia concertada
Está ya en marcha una investigación interna del Banco de España sobre el desempeño de la Entidad en la fase inicial de la convulsión bancaria que, con toda probabilidad, servirá de base para la anunciada investigación en sede parlamentaria. Nos encontramos en una etapa interesante de la crisis, la de dotarla de una estructura narrativa. No descarto que incluso seamos capaces de producir un gran relato, con malos, malillos, buenos y buenillos. Al filo de cumplirse una década desde los primeros ‘arreones’ de la Gran Recesión, voy a fijar mi atención en el papel de los reguladores.
Se me ocurría echar mano de J.K. Galbraith, uno de mis economistas favoritos, y a su bien conocido libro “La economía del fraude inocente” (2004), en el que sostiene que un puñado de grandes corporaciones privadas –manejadas por sus directivos, no por sus propietarios- son capaces de mantener ciertas condiciones de imperfección institucional que, bien conocidas y tratadas por ellas mismas, les confieren una ventaja competitiva y una capacidad de influencia incontestables. Quedé sorprendido al ver cómo con su afilado lenguaje, Galbraith mostraba que el éxito de la concertación no está en una actuación colusoria positiva, que produce beneficios para quienes la promueven, sino en contribuir mediante concertación al mantenimiento de holguras o desajustes.
A mi juicio, el éxito de esta estructura de actuación en las economías modernas tiene una derivada no percibida por Galbraith: que en la estrategia participan tanto las corporaciones como las instancias reguladoras. En el caso de España, esto es cierto a la vista del Ibex 35, donde la presencia de empresas que no operan en sectores regulados es minoritaria, y abrumadoramente evidente en el caso de los bancos. Contar con un esquema como éste evita que haya que emplear la coacción explícita, tanto para resolver situaciones de emergencia económica como para determinar, en el día a día, qué tipo de bienes debemos comprar, en qué cantidad, calidad y precio. Hemos producido artilugios prodigiosos para defender el perímetro inmune de estas dos relaciones de agencia, para los directivos empresariales, la judgement business rule, para los reguladores, la bendición legal de independencia y objetividad.
El patrón con el que tratamos a los directivos y a los reguladores es el de la ignorancia racional, que evita a los propietarios algo tan engorroso como implicarse en la gestión de sus cosas para confiarlas a los que saben. O deberían saber. El mecanismo hace que sólo en los casos en que se acredite un dolo, o sea, intención de engañar y de causar daño, puede levantarse la inmunidad, lo cual arroja toda la carga de la prueba sobre quien alega la existencia de tal intención, carga que se suma a la de soportar un perjuicio que no habrá de ser indemnizado hasta que se acredite la voluntad deliberada del causante. Curiosamente, mediante los protocolos de compliance corporativa se emplea, en sentido contrario, esta misma idea: hemos seguido las rutinas de higiene procedimental y, por tanto, la entidad no responde de la actuación dolosa de sus gestores.
Casi por exclusión, a quienes se benefician de una cobertura de este tipo solo les queda la opción que denominaría de la negligencia concertada. Hacer previsiones –adivinar el futuro, profetizar, como queramos llamarle- es tan difícil que ni siquiera los entendidos somos capaces de acertar, así que, cuando nos equivocamos, quienes nos acusan de descuidados están afectados por un síndrome terrible, el sesgo retrospectivo, que consiste en saber las cosas cuando suceden. En definitiva, aquello que todavía no ha pasado no puede ser tratado en términos de acierto/error. Quienes, desde las empresas o los reguladores, siguen la pauta de no ser tremendistas, de no asustar al personal, de evaluar prudentemente la situación, estarán siempre a salvo de reproches tanto antes como después de que las cosas sucedan: antes porque no alarmaron innecesariamente y, posteriormente, porque era imposible saber que iba a pasar lo que pasó.
Mi perturbada mente de iuspublicista me sugiere un resorte institucional alternativo con el que tratar la posición de los reguladores en situaciones de emergencia e intervención inmediata. Se trata del poder de policía, en nuestro caso de policía bancaria. Esto consiste en convertir el control jurídico ex ante del regulador en uno ex post, es decir, a la vista de los resultados finalmente obtenidos por su intervención policial y, bajo ese prisma, evaluar la proporcionalidad de los daños causados con los beneficios obtenidos, la equidad de los sacrificios impuestos y la diligencia mostrada en la apreciatividad de las circunstancias que justificaron su actuación extraordinaria. Decir que el regulador no puede someterse ni a un control jurídico previo porque la eficacia de su actuación quedaría anulada, ni a otro posterior porque nadie es capaz de predecir el futuro, constituye la más burda justificación del desafuero. El empecinamiento en escamotear los controles jurídicos ha situado al Banco de España, a la CNMV y a sus entonces máximos responsables donde ahora están, frente a la ultima ratio de lo penal, convertida por el empeño de los reguladores en la unica ratio.
Sala i Martí dividía a los economistas en dos categorías: los que no saben hacer previsiones y los que no saben que no saben hacer previsiones. Luis M. Linde parece haber inaugurado una tercera y muy honrosa categoría: la de los economistas-reguladores que reconocen públicamente que no saben hacer previsiones. Vuelvo a Galbraith: al final, cuando las estrategias se agotan, solo nos queda la realidad, ésa a la que le importa un bledo quien la proclame, Agamenón o su porquero.
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