Felipizarse o podemizarse
Cuando en 1879 un impresor gallego llamado Pablo Iglesias creó el PSOE ni por lo más remoto podía pensar que esa semilla que acababa de poner a germinar acabaría gobernando España. Como buen marxista, apostaba por la lucha de clases y la dictadura del proletariado. Hasta la Segunda República el PSOE ostentó el siempre inquietante e incómodo sambenito de partido marginal. La primera democracia española terminó como el rosario de la aurora por culpa, entre otros, de los socialistas, que en lugar de echar agua al fuego lo azuzaron con queroseno de la mano de unos comunistas que se dedicaban a incendiar iglesias y asesinar rivales políticos.
La dictadura fue un periodo de ni fu ni fa para el PSOE, entre otras razones, porque para marxistas ya estaba el PCE del matarife de Paracuellos. Al punto que cuando en 1979 celebraron su centenario plagando España de carteles con los «Cien años de honradez» como leit motiv, los comunistas echaban sistemáticamente mano del spray para apostillar: «Cien años de honradez… y 40 de vacaciones». Felipe González, seguramente el mayor talento político contemporáneo, echó mano de la realidad europea y concluyó que para meter al PSOE en la rueda de la fortuna invariablemente tenía que mimetizarse con los partidos socialdemócratas europeos. Imitar a Willy Brandt y Olof Palme o quedarse como estaban, ésa era la cuestión. Permanecer anclados en el marxismo hacía física y metafísicamente imposible la conquista del poder. Con la misma receta, se confeccionaba el mismo menú, un menú que gustaba pero no apasionaba a Juan Español.
Dicho y hecho. Felipe convocó en mayo de 1979 su particular Bad Godesberg, el cónclave del SPD alemán en el que 20 años exactos antes se había despachado con un cortés pero contundente «¡auf wierdersehen!» al marxismo. Willy Brandt y cía sabían que o jubilaban el marxismo o sus posibilidades de llegar a la Cancillería de Bonn eran las mismas con las que cuenta un camello de pasar por el ojo de una aguja. González Márquez, el hijo del rico vaquero de Heliópolis, no fue ajeno a esa circunstancia. Y en mayo de 1978 se celebró el XXVIII Congreso en el que abanderó la apuesta por la socialdemocracia. Los delegados le contestaron con un discutido pero mayoritario «no» y el hombre que había saltado a la fama en Suresnes un lustro antes dimitió en coherencia con el varapalo recibido.
Apenas cuatro meses después, se repitió la jugada en un Congreso extraordinario. Felipe y Guerra se la jugaron y llegaron, vieron y vencieron. El camino a La Moncloa estaba expedito para un partido que disponía de 121 diputados en la Cámara Baja, casi 50 menos que la UCD. La apuesta por la centralidad, la moderación, la transversalidad, el sentido de Estado y el españolismo fructificó. Y no hizo falta una década o dos sino tres años. El 28 de octubre, 48 horas después de un mitin para la historia en la Complutense con medio millón de personas, el PSOE del cambio se metía en el bolsillo 202 diputados. El secreto de este récord Guinness no fue otro que conseguir que le votaran no sólo las gentes de centroizquierda e izquierda, sino también quienes se adscriben al centro y muchos de los españoles situados en el centroderecha. ¿Cómo obró el milagro? Muy fácil: no dando miedo y aproximándose a esa Tercera España que considera la Guerra Civil el mayor error de nuestra historia porque fue una contienda de malos contra malos.
La gobernación de España fue todo un éxito. Universalizó un Estado del Bienestar que en España funcionaba razonablemente bien. Y practicó una política económica a caballo del liberalismo y la socialdemocracia. Al punto que a partir de 1986 empezamos a crecer al 5%. El terrorismo de Estado y la corrupción (en esto último coincide con Rajoy) acabarían por largarlo de La Moncloa. Y eso que a punto estuvo de dar la campanada aquel 3 de marzo de 1996. Aún recuerdo su «nos ha faltado una semana» con el que sintetizó una campaña que tenía perdida y a punto estuvo de ganar.
Zapatero se hizo con el poder de chiripa, acompañado de una baraka enciclopédica. Es el primer candidato de la democracia que ganó a la primera (lo de Suárez es otra historia). Y en lugar de imitar a Felipe, optó por emprender su propio camino. Un camino inspirado más en el revanchismo, el resentimiento y por qué no decirlo, las ocurrencias, que en la centralidad. Y eso que hablamos del presidente más demócrata de nuestra historia en ese difícil capítulo que es el del respeto a los adversarios y a los medios. De los polvos de haber gobernado con los independentistas vienen los lodos de un PSOE que ni está ni se le espera en Cataluña, donde ha sido fagocitado por Ciudadanos, ni en el País Vasco, donde hace bien poco ocupaban la Lehendakaritza.
La Ley de Memoria Histórica fue el punto culminante del revanchismo de quienes intentaban ganar la maldita guerra que habían perdido sus abuelos 70 años antes. Una estúpida ensoñación que llevó a este país a unas cotas de enfrentamiento jamás vividas en 37 años de democracia. Una demencia intelectual que terminó como acaban todas las demencias intelectuales: peor que mal. Reescribir la historia supuso azuzar viejos instintos que todos creíamos superados gracias a ese nunca bien ponderado Pacto de la Transición que provocó la admiración del mundo entero y que aún hoy se estudia en las más prestigiosas facultades de Ciencia Política del orbe. Desde Harvard hasta Berkeley, pasando por Oxford o La Sorbona.
A Pedro Sánchez le veo más en Zapatero. Creo que es menos extremo que el quinto presidente de la democracia pero mucho más kamikaze en términos prácticos. Con tal de salvarse él es capaz de llevarse por delante su partido y la España constitucional. Por mucho que ahora intente dar marcha atrás de cara a la galería, no podemos olvidar que el miércoles pasado, y tal y como había adelantado Okdiario, propuso gobernar de la mano de Podemos, Esquerra Republicana, Izquierda Unida y entiendo que PNV también (porque, si no, las cuentas no salen).
Es lo que le faltaba a un PSOE que se anotó el domingo los peores resultados de la historia: su suelo estaba en los desastrosos 110 de Rubalcaba y antes en los 118 de González en 1977. Pedro Sánchez fue incapaz de aprovechar los errores de un Gobierno campeón en ajustes y que durante un tiempo salía a caso de corrupción diario. El espigado secretario general socialista carece de la autoridad moral para intentar gobernar sobre quien le sacó 34 diputados (123 frente a los 89 que parece va a tener el Grupo Socialista). Más aún, para mandar e intentar imponerse sobre quienes le sacaron las castañas del fuego. Léase Susana Díaz, Guillermo Fernández Vara, Javier Fernández o Emiliano García-Page.
Y lo de pactar con quienes quieren cargarse la unidad de España (empezando por Podemos y terminando por ERC) es la epítome del error. El error al cubo. Parece mentira que sigan sin aprender de lo sucedido en Cataluña, donde hace una década ganaban con claridad en autonómicas y generales y ahora se las ven y se las desean para ser los cuartos de la fila. El germen de la autodestrucción es siempre el mismo: actuar contra tus esencias. En política, en economía, en deporte, en el arte y hasta en el comportamiento individual. Si el PSOE jubila la «E» (la «O» se quedó en el XXVIII Congreso), mejor que lo cierren. Que la agonía será mucho más breve.
A Sánchez no le vendría nada mal un poquito de historia del PSOE. Si Felipe González llegó donde llegó fue porque jamás jugó con la Constitución ni con la idea de España y porque nunca tuvo la más mínima tentación de coquetear con el enemigo. Eso en el apartado territorial. En el ideológico no parece lo más conveniente acostarte con la sucursal de una dictadura, la venezolana, que Felipe González está combatiendo ejemplarmente mientras ese extremista con piel de centrista que es Zapatero se abraza con el sátrapa. Un apunte añadido que no está de más recordar: en la noche electoral los socios de Sánchez loaban por boca de Pablo Iglesias a una Pasionaria que ordenó un sinfín de muertes antes y durante una Guerra Civil que algunos se empeñan irresponsablemente en resucitar.
El pecado original de Pedro Sánchez fue haber dado las alcaldías más importantes de España a esa extrema izquierda que amenaza con devolvernos no sé si al 76 o al 36, pero desde luego a tiempos que creíamos felizmente superados. Todo lo contrario que una Susana Díaz que en estos momentos es el personaje político más próximo a esa centralidad y transversalidad que condujo a Felipe a la gloria. Cuando se vio en la tentación de hacerse trampas al solitario para acortar su camino electoral en Andalucía lo tuvo meridianamente claro: «Yo con Podemos no pacto así me maten». Y se llevó el gato con una espectacular victoria en la que metió 17 diputados al PP y 33 a Podemos. La hispalense es la prueba del algodón de que solos sí se puede, de que el PSOE puede volver a ser grande sin atajos ni vías secundarias.
El PP carece, de momento, de recambio. Entre otras razones, porque es un colectivo que funciona a la búlgara en el que el que se mueve desaparece de la foto al más puro estilo alfonsino. Al PSOE le acompaña la bendita suerte de tener perfectamente dibujado el recambio. Un retrato con aires trianeros que recuerda al Felipe de finales de los 70 en una armónica combinación de seriedad, sentido de Estado, magnetismo y populismo. Un cóctel perfecto para propiciar el gran salto adelante de una organización más necesaria que nunca pero que ha perdido demasiadas oportunidades. Ésta es la última… pero tienen a Susana.
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