En 2009, Pablo Motos contó al periodista Juan José Millás algo que hasta entonces pocos sabían: que de pequeño había sido «un niño hiperactivo sin diagnosticar». Él mismo explicaba que aquella energía interminable, esa necesidad de moverse y saltar de una cosa a otra sin parar, acabó complicando la convivencia con sus padres y lo empujó hacia situaciones que llama “un mundo complicado”, hasta el punto de reconocer que llegó a delinquir. Lo que en aquel momento se veía como un chaval revoltoso o difícil, hoy encaja con lo que la ciencia describe cuando habla de una forma distinta de regular la atención, los impulsos y la actividad mental.
Es aquí donde hablamos del TDAH, un trastorno del neurodesarrollo que afecta a la capacidad de concentrarse, organizarse y controlar la impulsividad. No es una cuestión de actitud ni de educación, sino de cómo funciona el cerebro: algunas áreas relacionadas con la atención, la planificación y el autocontrol trabajan de forma diferente, lo que provoca esa mezcla de dispersión, inquietud interna y tendencia a actuar antes de pensar. Las personas que lo tienen suelen sentirse como si su mente estuviera siempre encendida, saltando de una idea a otra sin freno, y su cuerpo acompañara ese ritmo acelerado.
Este tipo de funcionamiento no es raro: se estima que alrededor de un 5 % de los niños y adolescentes podrían tenerlo, aunque muchos pasan años sin saberlo porque lo confunden con «mal comportamiento» o «poca disciplina». En realidad, suele tratarse de mentes que trabajan con más velocidad de la media, que se dispersan con facilidad, que reaccionan antes de pensar y que viven con una especie de motor interno que no entiende de pausas. Para quien lo experimenta, concentrarse puede ser tan difícil como intentar ver la televisión con varias ventanas abiertas alrededor; organizarse cuesta el doble y las emociones suelen venir más intensas de lo normal.
Esta manera de funcionar la han descrito también otros rostros conocidos. Dani Martín, por ejemplo, contaba que desde joven se veía como alguien impulsivo, sensible y cargado de una energía que no sabía dónde colocar. Y Will Smith confesaba que, aunque quisiera, le costaba muchísimo mantener la concentración: podía tardar semanas en terminar un libro porque su mente no dejaba de saltar de un pensamiento a otro. Todas estas experiencias ilustran que no se trata de falta de interés o de esfuerzo, sino de un tipo de atención que funciona a su propio ritmo.
La dislexia explicada
En el caso de Pablo, además, se sumaba la dislexia, que no tiene que ver con «leer al revés», sino con que el cerebro necesita más tiempo para unir letras, sonidos y palabras. No es extraño: se calcula que entre un 5 % y un 10 % de los niños pueden tener dificultades de este tipo sin que nadie se dé cuenta a tiempo. Para un chaval, eso significa que leer resulta agotador, que escribir cuesta más que al resto y que muchas veces uno siente que va siempre un paso por detrás, aunque no sea cierto.
Lo interesante es que tanto la inquietud mental como la dislexia no definen a la persona, sino que la acompañan. Con apoyo, comprensión y estrategias, muchas personas desarrollan una creatividad enorme, una intuición rápida y una forma distinta de ver las cosas. Quizá por eso hoy resulta difícil imaginar al presentador de El Hormiguero que vemos en televisión sin esa chispa, esa energía y esa manera tan personal de conectar ideas. Al final, lo que un día fue un obstáculo terminó siendo parte de su fuerza.