Reina de corazones y del misterio: los cuatro enigmas que Isabel Preysler guarda
Isabel Preysler ha gobernado su vida y relaciones con discreción y estrategia, construyendo su propia narrativa
Sus memorias, 'Mi verdadera historia', buscan cerrar mitos y presentar la versión oficial de su vida
La coincidencia con la Bienal Vargas Llosa subraya su maestría


Isabel Preysler siempre ha sido una mujer que ha sabido administrar su silencio. Durante más de medio siglo ha convertido la discreción en una forma de poder, el amor en una estrategia social y la elegancia en un patrimonio nacional. Su vida, más que una biografía, ha sido un relato colectivo construido entre titulares, exclusivas y cenas de porcelana. Por eso, cuando este 22 de octubre salga a la venta Mi verdadera historia (Espasa), sus memorias prometen no solo un repaso sentimental, sino también un ejercicio de control narrativo: el intento definitivo de escribir, por fin, la versión oficial de sí misma. Pero toda versión oficial se sostiene, precisamente, sobre lo que no se dice. Y en el caso de Isabel Preysler, esas zonas de sombra son las que más fascinan.
La primera: su poder real dentro de cada una de sus relaciones, mucho más decisivo de lo que ella nunca ha admitido. La segunda: los rumores de infidelidad que invierten el mito y que, desde los tiempos de Julio Iglesias, la presentan como la verdadera estratega sentimental. La tercera: las tragedias familiares que siempre ha mantenido fuera del foco, como si la muerte, el dolor o la pérdida desentonaran con su porcelana social. Y la cuarta: la verdadera Isabel, esa figura que parece existir solo entre el flash y la distancia.
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Hija de una familia acomodada de Manila, aterrizó en Madrid en 1969, con 19 años, enviada por sus padres para estudiar Secretariado Internacional. En realidad, llegó para aprender otro tipo de destreza: la gestión de su propio destino. En cuestión de meses, la joven filipina se movía con soltura en los salones más exclusivos, convirtiéndose en una presencia magnética por su exotismo, su educación y su habilidad para no decir más de lo necesario. En una de esas fiestas conoció a Julio Iglesias. Se casaron en 1971, convirtiéndose en la pareja más célebre del país y dando lugar a una descendencia que multiplicó el mito: Chábeli, Julio José y Enrique, los tres convertidos en personajes públicos por derecho propio. Oficialmente, la historia terminó por las infidelidades del cantante. Extraoficialmente, nunca se descartó que Isabel también jugara su propio juego. Ella jamás lo aclaró. Su silencio fue, como siempre, una forma de autoridad.
Tras Julio llegó Carlos Falcó, Marqués de Griñón. Con él, Isabel dio un paso más: del estrellato mediático al linaje aristocrático. Se casaron en la finca Casa de Vacas y tuvieron a Tamara, hoy marquesa y figura televisiva. Pero el matrimonio se quebró en 1985, y de nuevo la historia oficial apuntó a él, no a ella. Con el tiempo, muchos coincidieron en que Isabel nunca fue abandonada: siempre fue ella quien decidió marcharse. En sus relaciones, la dulzura es solo fachada; detrás hay cálculo, estrategia y una inteligencia social inigualable.
Isabel Preysler con Carlos Falcó en un acto público. (Foto: Gtres)
El capítulo con Miguel Boyer marcó un cambio de tono. Él aportaba estabilidad, discreción y una posición respetable; ella, magnetismo y notoriedad. De esa unión nació su hija Ana Boyer, la más reservada del clan y, quizá por eso, la más fiel al molde de su madre. Durante 26 años, Isabel y Miguel fueron el retrato del equilibrio perfecto entre poder político y glamour mediático. Ella controlaba los tiempos, las apariciones y hasta el relato de la enfermedad del ex ministro, que murió en 2015 tras un largo deterioro de salud. Su duelo, sobrio y calculadamente elegante, fue también una declaración: incluso frente a la muerte, Isabel decide qué se muestra y qué no.
Un año después, volvió a sorprender: su relación con Mario Vargas Llosa -el escritor que encarnaba la intelectualidad frente a su imperio del gesto-, devolvió a Isabel al centro del relato. Durante ocho años, el Nobel y la reina del papel cuché escenificaron un amor improbable y, al mismo tiempo, perfectamente calculado: él se adaptó al brillo de los photocalls y a las portadas de sociedad, ella se dejó envolver por el aura académica del genio literario. Pero en diciembre de 2022 todo se rompió. Los celos de él sonaron como la causa más repetida, aunque en el trasfondo hubo más cartas, reproches y versiones cruzadas de madrugada. Él habló, negó, se explicó; ella, fiel a su método, calló. Y ese silencio, una vez más, dijo mucho más que cualquier comunicado. Nadie sabe quién dejó a quién, pero casi todos sospechan lo mismo: que fue Isabel quien, con su inquebrantable serenidad, movió la última ficha.


Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa en un evento en Madrid. (Foto: Gtres)
Bajo ese barniz impecable se esconden también heridas que ella nunca ha querido airear. Tres de sus hermanos -Enrique, Carlos y Beatriz-, murieron jóvenes, en circunstancias dolorosas y, en algunos casos, nunca del todo esclarecidas. Las adicciones, los rumores y las tragedias familiares quedaron envueltos en el mismo silencio que Isabel ha usado para protegerse de cualquier exposición. Su vida ha sido rica en amores, lujo y titulares, pero también en pérdidas que nunca ha permitido que definan su narrativa. Ahora, a sus 74 años, presenta Mi verdadera historia con la promesa de una sinceridad medida. Un libro que, más que desnudarse, busca fijar su legado: el retrato de una mujer que ha hecho de su vida un manual de autopreservación. Y aunque en él quizá no encontremos respuestas a esas lagunas, sí hallaremos la confirmación de algo que siempre ha sabido: que quien controla la versión, controla la historia.
Una fecha nada inocente
Este 22 de octubre, Isabel Preysler presentará en el Hotel Ritz de Madrid su autobiografía, Mi verdadera historia, mientras en Cáceres se inaugura la VI Bienal Mario Vargas Llosa, homenaje póstumo al Nobel peruano. La coincidencia no es casual: mientras él será recordado por la literatura, ella tomará el control de la narrativa de su propia vida. A sus 74 años, tras medio siglo en el ojo público, Preysler convierte un libro en un acto de autoridad; más que memoria, es estrategia, demostrando que incluso al margen de los titulares, ella decide cómo y cuándo se cuenta su historia.
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El contraste entre ambos actos es deliciosamente irónico: la solemnidad intelectual de la Bienal frente al espectáculo calculado de la presentación en Madrid. La familia Vargas Llosa vigila, temerosa de que las memorias incluyan detalles íntimos del escritor y sus relaciones, pero Isabel, como siempre, ha mantenido su hermetismo. Entre coincidencias de fechas y silencios estratégicos, queda claro que si algo ha aprendido a lo largo de su vida es que la narrativa también puede ser poder, y que ella, más que nadie, sabe mover las piezas a su favor.