Las palabras que pueden ayudar a Terelu: Así narró en su libro cómo superó el cáncer
Hace justo un año, el 5 de julio de 2017, Terelu Campos lloraba de felicidad en el plató de ‘Sálvame’. Su doctor le había comunicado hacía escasos días que había superado el cáncer de mama que sufrió hacía cinco años y por fin concluía el tratamiento que había tenido desde entonces. Un Jorge Javier Vázquez también emocionado le entregó a su compañera ese ramo de flores que le hizo romper a llorar. Fue un momento muy emotivo, sobre todo, porque además, Terelu se encontraba inmersa en un proyecto que le había obligado a recordar con detalle cómo habían sido enfermedad. Solo unos días después, el 13 de julio, presentaba su libro “Frente al espejo”, un compendio de 288 páginas que repasa las nubes y claros de su vida y que se detiene especialmente en su cáncer de mama, ese que solo un año después de haberse superado acaba de reaparecer.
En su libro Terelu se enfrenta con valentía a sus recuerdos y lanza un mensaje de optimismo que ahora conviene recordarle. Si lo superó una vez, lo hará otra. Si ella escribió ese “Frente al espejo” para ayudar a otras mujeres en su situación, es momento de ayudarse a sí misma. Sus palabras pueden ser ahora sus mayores aliadas.
“Mi vida cambia un mes de diciembre de 2011. Hacía tan solo cinco meses había iniciado una relación con una persona seis años más joven que yo: Carlos Pombo. Al mismo tiempo tengo en proyecto hacer un reportaje para la revista Interviú. Es decir, yo quería estar lo mejor posible para la revista y para él, un hombre que, por cierto, se cuida mucho. Así que ahí me ves poniéndome a punto, machacándome para no defraudar a mi nueva ilusión. Ni a los lectores. Aquello no podía salir mal (…) Todo estaba en orden: novio nuevo y debut en Interviú. Nada podía salir mal. Pero las cosas, en cambio, estaban a punto de salir fatal”, comenzaba relatando Terelu en uno de sus capítulos.
Así describe ella misma su pesadilla:
“Como soy una persona muy concienciada, estando en la cama palpo el pecho y noto algo raro, algo que no sabía lo que era. Pero estaba segura de una cosa: eso yo no lo tenía. Inmediatamente llamo a mi ginecóloga, Rocío Ruiz Jiménez. —Tengo un bulto. —Vente mañana. Era el 17 de diciembre de 2011. Las cosas, a partir de ese instante, ya nunca iban a ser igual. (…) Me gusta ir sola a los médicos. Sola, sin nadie. Sin mi madre ni mi hermana. Y allá me fui, a ver a mi ginecóloga y amiga. Lo primero que me dice es que me va a hacer una biopsia, que me van a anestesiar. Y me ponen unas grapas. Sí, unas grapas porque ese es el sonido: el de una grapa. Es un «clac», solo eso, pero nunca lo vas a olvidar. Un «clac» entrando en la piel y en el cerebro y en cada rincón de tus pensamientos. Un «clac» que es el inicio de una banda sonora de hospital, un «clac» que es como una trompeta anunciando un día en el que intuyes algo oscuro en el horizonte.
(…)
Después de unos días, voy a por el resultado. Abro la puerta y le digo a Rocío: —A ver, ¿cómo de malo es? —Malísimo, hija. Malísimo. En ese momento se me pasó de golpe la vida. Lo primero que pensé era cómo se lo iba a decir a mi hija, a mi hermana, a mi madre… Pero sobre todo a mi hija. ¡Ay!, mi querida hija… A continuación vino el cirujano que me iba a operar a principios de enero. Era el 22 de diciembre. Estábamos en plena Navidad. Tenía que pasar esas fiestas sabiendo lo que tenía. Y tomé una decisión: callar mi preocupación. Solo se lo dije a Carlos. Ni siquiera a mi hermana. Pero a quien entonces era mi pareja no se lo podía ocultar. Él sabía que estaba de médicos. Así que le conté la verdad. Y añadí una palabra: —Vete. —¿Qué bobada estás diciendo? —Que te vayas. Llevamos seis meses y a mí me queda un calvario. —No te voy a dejar. —No te mereces esto. No sé qué va a pasar. Y se quedó.
(…)
No era ningún juego: era un cáncer. Y fue Díaz Miguel (el doctor) el que acabó de quitarme cualquier duda: —El protocolo dice que con tu edad hay que darte quimio y radio. —¡¿Quimio de la que se cae el pelo?! —Sí. Ese fue otro de los peores momentos. Hasta entonces yo pensaba sí, que tenía un tumor, pero me lo quitan y si no ha afectado nada, pues ya está. No. Me esperaba un tratamiento hasta reventar. Ese era el panorama. Pero yo seguía callada. La Navidad seguía y yo no soltaba prenda. Me preguntaba, eso sí, cuándo sería el mejor momento para decirlo. Naturalmente no lo encontraba. Pero una cosa tenía clara: hasta después de las fiestas no iba a abrir la boca. Y llega la Nochevieja. Lo celebramos en casa de mi madre. Todo el mundo estaba feliz: mi familia, Rocío Carrasco, Fidel Albiac… Todos brindando por el próximo año. ¡Feliz 2012! Y nos abrazábamos y nos besábamos y chocábamos las copas… ¡Feliz 2012! Fiesta, alegría, buenos propósitos… ¡Feliz 2012! Y mi madre cogiéndome y diciéndome: —¡Hija, ya verás qué año más bueno! (…) Pasa el día de Reyes y yo seguía muda. Pero cada vez faltaba menos tiempo para el día de la operación: el 18 de enero”.
Así comunicó la noticia a su familia
“Mi hermana aguantando el tipo como podía, sacando fuerzas de cada rincón de su cuerpo, pasando aquel trago para el que no estaba preparada. Luego me dijo: —¿Por qué no yo? ¿Por qué no me pasa a mí en lugar de a ti? Eso me conmovió. Y en el fondo la entendí: es lo que haríamos cualquiera cuando le pasa algo a la persona que queremos. La siguiente en decírselo tenía que ser mi madre. Era jueves y me operaban el lunes siguiente. No me quedaba más remedio que soltarle la bomba. Ella acababa de estar en Sálvame. Llego a su casa. Nunca se me olvidará: eran las ocho y media de la tarde. Estaba ya en la cama viendo la tele. Subo las escaleras diciéndome a mí misma que se lo tengo que decir. ¡Uff!, me emociono cada vez que pienso en la pesadilla que viví. No tenía más opción y se lo dije sin llorar, no como lo hago mientras lo recuerdo: —Mamá, tengo que contarte algo. Ella debió de intuir que no eran buenas noticias. —¿Qué pasa? —me preguntó alertada. —Pues que en una revisión me han descubierto un bultito que me tienen que operar. Es malo pero me voy a curar. La cara de mi madre iba palideciendo por momentos. Pero yo quería descansar de una vez, decirle la realidad de la situación, aunque intentando suavizar las palabras. —Estoy muy tranquila, mamá. No tengo miedo. Estoy en buenas manos. Me voy a poner bien. Y le añadí el resto de detalles. Ella llorando me preguntó: —Pero… ¿quimio y radio también? —Sí, mamá. Es lo mejor. Hay que protegerme. Salgo de la habitación con Carmen, pero al regresar mi hermana se la encuentra en un estado de desesperación, dándose puñetazos y gritando: «¡A mi hija, no; a mi hija no!» Mi hermana no sabe cómo pudo calmarla, pero cogiéndola por los brazos, intentó serenarla: —Mamá, así la vas a asustar. Tenemos que estar con ella. Solo quedaba mi hija. —Alejandra, quiero hablar contigo. Se lo cuento. Hacía pocos días había empezado la campaña de Ausonia, en la que aparecía una chica con un pañuelo en la cabeza. La pregunta de mi hija fue muy directa: —¿Mamá, lo tuyo es como lo de Ausonia? No le podía mentir. —Bueno, hija, y si fuera no pasa nada. Hay tratamientos para que me ponga bien. Lo que quiero es que estés tranquila. Cuando te dan la primera sesión de quimioterapia te dicen que a los quince días se te caerá el pelo. Tú tratas de ser optimista y dices, bueno, a lo mejor a los veinte… ¡Mentira! A partir del día trece o catorce ya coges los mechones de pelo con las manos. Y, claro, tenía que decirle a Alejandra que me iba a pasar eso. —¡El pelo, no, mamá, el pelo, no! — me decía llorando. —Alejandra, luego eso crece. —¡No, mamá, por favor…! —Cariño, no hay más remedio”.
Terelu y la peluca
“Cuando se me cayó el pelo. Le pedí a Ángel Luis, el peluquero de Telecinco, que me rapara completamente la cabeza. He de decir que la cadena se portó conmigo extraordinariamente. El departamento de maquillaje y peluquería me dieron todo su cariño, su apoyo y solidaridad. Pusieron a mi disposición una sala aparte. Y allí me puse la peluca por primera vez. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Ese día que aparezco en televisión con la peluca, se me cae el mundo encima. Quiero salir corriendo, morirme. No quiero hablar, ni que me enfoquen ni dar pena con eso puesto en la cabeza. Me sentía tan insegura, tan frágil… «¡Qué vergüenza! ¡Todo el mundo me va a señalar por llevar una peluca!» Si no trabajara en la tele, no tengo claro que me hubiese puesto la peluca. Posiblemente no. Pero yo no podía salir así en pantalla. Eso hubiese generado un morbo del que no estaba dispuesta a participar. Ese bajón duró poco. Luego ya me convertí en una cachonda de la peluca. Empecé a aplicar una fórmula infalible: el sentido del humor. Iba a casa de mis amigos y lo primero que hacía era quitármela y ponerla en la tulipa de las lámparas. (…) Finalmente, un día ya me quité esa prótesis. Mi pelo había crecido un centímetro. El verano estaba a punto de llegar y no estaba dispuesta a aguantar esa tortura con cuarenta grados al sol. Y recomiendo a todas que, en cuanto les salga un poco de cabello, que manden a freír churros a la peluca. Psicológicamente es muy liberador. Lo que nunca me cuestioné fue el trabajo. Recuerdo mi primera aparición en el Deluxe. Salí sin peluca y con el pelo cortísimo y dije esto que nunca olvidaré. Se lo «robé» a una canción de mi admirado Enrique Bunbury: «Aquí estoy con los restos del naufragio.»