Pedro Mansilla sobre Cristóbal Balenciaga: "Dictaba de qué irían vestidas todas las mujeres del mundo"
Hoy cumpliría cientotreinta años don Cristóbal Balenciaga Eizaguirre
Nació en Guetaria en 1895, murió en Jávea en 1972 y se hizo con su mundo desde París durante treinta años
Don Cristóbal nació con el apellido más elegante de la historia de la moda
Hoy cumpliría cientotreinta años don Cristóbal Balenciaga Eizaguirre. Sigue «vivo» desde hace 53 años, una paradoja que sólo se pueden permitir las personas importantes, las que importan después de muertos. Ese señor del que usted me habla nació en Guetaria en 1895, murió en Jávea en 1972 y se hizo con su mundo desde París durante treinta años. Ha sido unánimemente considerado el mejor de su oficio. En caso de dudas sólo hay que repasar a sus virtuales contrincantes: Christian Dior, Gabrielle Chanel, Yves Saint Laurent o Giorgio Armani. Si esa consideración no fuese suficiente podríamos reconocer que su leyenda no decae. La provocación que Demna Gvasalia hace desde la marca que lleva su apellido cuando no la mirada ortodoxa de la fundación Balenciaga o de Pedro Usabiaga con su reciente exposición en Valladolid, vista por más de cien mil personas, demuestran que quien tuvo, retuvo… Don Cristóbal, para añadir un gramo de magia más a su curriculum, nació con el apellido más elegante de la historia de la moda.
Se ha escrito todo lo que había que escribir de él, desde la original aproximación Marie Andrée Jouve, hasta las últimas de Miren Arzalluz, Javier González de Turana o Ana Balda. Le han hecho todas las exposiciones posibles, desde el Met al Louvre, pasando por Ginebra, Lion, Madrid o San Sebastián, y hoy das una patada al suelo y sale un experto en Balenciaga. Recuerdo un ensayo de Adorno que advertía contra los fanáticos de Juan Sebastian Bach. Dan ganas de hacerlo con un modisto que rozó la perfección de su oficio. Oficialmente este era el de la moda, aunque convendría precisar que su acepción preferida era la elegancia, porque la moda en su época consistía en esa palabra hoy casi desaparecida del vademécum de la moda. La alta costura no sólo vestía elegantemente a la mujeres de todo el mundo que se lo podían permitir, elitismo donde los haya, es que además dictaba de qué irían vestidas todas la mujeres del mundo a través de ese ascensor que descendía desde las rutilantes casas de París hasta la última modista de las Antillas.
Cristóbal Balenciaga apuntaba maneras ya desde niño, quizás a esa gracia natural debió la atracción de su primera madrina, aquella marquesa de Casa Torres que aceptó su atrevido ofrecimiento, ayudó a su formación en sastrería y le respaldó con su afecto hasta la boda de su nieta Fabiola de Mora y Aragón, futura reina de los belgas. Tenía una sensibilidad que le permitió trascender una de las cualidades necesarias pero no suficientes de un modisto. Profesión para el que no basta dominar el oficio de la mano, exige una pizca de esa contradicción creativa que es exclusiva del talento. Como muy bien dijese Chanel, «sólo se triunfa con lo que no se aprende». Internet está lleno de esa frase escrita mal al suprimir indecentemente el no, imprescindible, para favorecer la causa de la educación. Balenciaga aprendió mucho, de tejidos, de patrones, de cortes, de costuras, de planchados, de probados, pero eso no le hizo el mejor. El mejor lo hizo la audacia de su ojo clínico para la creación. Sabía cortar y coser, como millones de personas, pero lo que cortaba y cómo lo cortaba, lo que cosía y cómo lo cosía, era lo que hacía un Balenciaga. Eso que no podían hacer los demás por más que supiesen cómo se hacía. Ese es el milagro del genio, que lo tienen muchos, pero él también. Hablo de Worth, de Poiret, de Patou, de Grès, de Lanvin, de Schiaparelli, de Courrèges.
Ya tenemos descrito al niño brillante, que aprendió de su madre, modista empujada por la adversidad de su temprana viudedad, al abnegado profesional, que aprendió de su padre, al discreto modista que aprendió de su patria pequeña, Guipúzcoa. Ahora nos falta desvelar el misterio, ese que se ha convertido en el fantasma de don Cristóbal. Desvelarlo requiere la cita obligada de su mano derecha, Wladzio d’Attainville, un aristócrata que pulió su talento natural con las reglas del buen gusto internacional. Ese sofisticado amigo de almohada que le permitió entrar en el gran mundo. Un amor entonces prohibido, que sólo se podía mantener gracias a una discreción casi obsesiva. También se ha escrito hasta la saciedad su resistencia a ser fotografiado, entrevistado, invitado, traído y llevado, de cóctel en cóctel. Hizo famosa una de su frase más sincera: este es un trabajo de perros, porque entonces para hacerse con una pequeña fortuna, como la que él llego a poseer, había que trabajar mucho. El artista ha encontrado su media naranja, y esta le enseña que la moda es un trabajo que se hace con corbata y se habla en francés. Si aún viviese la marquesa de Llanzol, su amiga y mejor clienta española, confirmaría gustosa lo que sintió Balenciaga el día que Wladzio falleció inexplicablemente en Madrid. Eran las amargas Navidades de 1948. Doña Carmen Polo de Franco tuvo que contárselo a su marido.
La persona adecuada en el lugar adecuado ¿Y qué más? Aquí está el último de los lugares comunes que persiguen a Balenciaga: el arquitecto. Él mismo se encargó de explicar su fórmula magistral: «Pintor para el color, escultor para la forma, músico para la armonía y filósofo para la medida». Nadie duda de que hay música en su medida y que hay armonía en sus colores, por más que Elio Berhanyer me dijese que era el único vacío del maestro. Opinión que no comparto. Pero todo el mundo, aquí vuelvo a acordarme de los expertos debajo de las piedras, aprecian su talento para la forma. Hay, improvisando mucho, razón para creerlo, porque en su década dorada, los sesenta, la reina de las Bellas Artes era la arquitectura. Efecto Mies van de Rohe por no decir efecto Le Corbusier, por no decir efecto Niemeyer. La década de la luz, de la libertad, del movimiento y del primer viaje a la Luna, todo era diseño, así que Balenciaga salió de esos elegantísimos cincuenta en negro y rosa y se fue a los rosas y blancos. Salió de los largos expresionistas y entró en lo cortos casi minifalda. El Balenciaga de los cuarenta no impidió el de los cincuenta y este tampoco impidió el de los sesenta. El arquitecto era la portada de todos los periódicos, de todas las revistas, la decoración era la moda, como no iba a caer la moda en la provocación de construir prendas que se separaban del cuerpo de la mujer. Ahí estaba Don Cristóbal.
Hay que cerrar todo esto. Balenciaga, que había sacado colecciones del Prado a la calle, otra vez gracias a la marquesa de Casa Torre, exactamente de su marido, ahora las mete en el Museo del Prado cogiéndola de la calle. Pero tira la toalla contra todo pronóstico. Las revueltas del mayo del 68 habían llenado París de proclamas y de barricadas. Aquel ya no era el tiempo de la moda y Cristóbal Balenciaga, que podía haber hecho lo que quisiese, prefirió no esperar a Godot. Cerró para siempre aquella fenomenal máquina de hacer elegancia, la que llevaban las mujeres más admiradas del mundo y la que soñaban todas las demás. Aquello sí que era convencer al mismo tiempo a los de arriba y a los de abajo.
Pedro Mansilla es sociólogo, periodista y crítico de moda. Autor de Los nombres esenciales de la Moda Española.