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Lucía Rivera ha dado un paso más en su trayectoria profesional y, abriendo su corazón como nunca, ha sacado sus intimidades a la luz a través de un libro, Nada es lo que parece. La hija de Blanca Romero habla de su vida no tan idílica como parece, desde los problemas de su nacimiento, pasando por el maltrato de dos de sus novios hasta la importancia de la salud mental.
Era ella misma quien anunciaba esta nueva aventura a través de su Instagram, aventura que hoy ya está disponible en todas las librerías de nuestro país. «Lola me contacto poco después de escribir el primer artículo para La Vanguardia a través de un mensaje de Instagram (…) Nos lo tomamos a broma. Días después me vi sentada en una de las oficinas de Editorial Planeta y Lola se convirtió en mi editora», cuenta a sus seguidores. Los momentos más frágiles de la vida de la hija de Cayetano Rivera ya están sobre el papel y, aunque no ha sido un proceso fácil, la modelo ya puede continuar su camino sin el peso de una mochila que ha querido soltar.
Su padre biológico
La influencer ha dedicado uno de sus capítulos a su padre biológico. Se enteró con 9 años que el torero no era su padre, aquel que se había convertido en su mayor referente, y decidió reencontrarse con el que describe como un modelo internacional al que cita como ‘W’. Un día decidió conocerlo y sus expectativas se difuminaron de golpe pues, además de no poder comunicarse por el cambio de idioma -él hablaba inglés-, se dio cuenta de que era alcohólico. A día de hoy, Lucía agradece a su madre que la mantuviese alejada de su padre biológico, al que ha conseguido perdonar después de que volviese a aparecer en su vida: «Hay personas que aparecen solo para enseñarte a perdonar».
Sus relaciones tóxicas
En Nada es lo que parece también aborda cómo fue el comenzar una nueva vida en Madrid para dedicarse a la moda, la dura etapa escolar en la que comenzó a rechazar su cuerpo y cómo fueron las dos relaciones que más daño le han hecho en la vida. Su primer amor fue un chico más mayor que ella que le hizo vivir un infierno. Lucía, un día de fiesta, besó a otro chico sin llegarse a imaginar lo que eso desencadenaría en el que, entonces, era el amor de su vida: «Para ser perdonada me puso unas condiciones inalcanzables, pero yo las asumí, aunque me ahogué al querer cumplirlas».
Estas condiciones se basaban en un alejamiento de sus amigas, el control de sus dispositivos y el decirle en cada momento dónde estaba, con quién estaba y cómo iba vestida. Pero cuando ella se rebeló en un intento de salir de allí, su novio adoptó una actitud todavía peor: se presentaba en la puerta de su casa, buscaba hombres en su armario y le quitaba el móvil para revisarlo. Una relación a la que puso punto final para dar otra oportunidad al amor de la mano de otro joven con el que vivió un segundo infierno: «Los abusos psicológicos que sufrí en mi primera relación acabaron siendo físicos en la segunda».
Ella comenzó a justificar su comportamiento alegando que era efecto de las drogas y que era su manera de relacionarse. «Yo sería capaz de hacerle cambiar, la culpable era yo. Siempre le defendí, no sé por qué, pero aseguro que sentía verdadera admiración por él», relata. Una historia de horror en la que vivió sus peores situaciones: «Rompió muebles, platos, tiró puertas, ventanas, me rompió ropa y todo lo que tuviera enfrente de sus ojos». La joven relata cómo él sabía dónde golpear y cómo recuerda «sus ojos fuera de sus órbitas, ensangrentados con rabia» mientras la agarraba del cuello: «Sentía una especia de muerte dentro de mí, tenía moratones hasta en las orejas y no, nunca se me pasó por la cabeza tomar medidas legales».