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Hay personas que parecen vivir con la palabra “perdón” en la punta de la lengua. Se disculpan por llegar a tiempo, por hablar, por existir casi. “Perdón, ¿puedo decir algo?”; “Perdón, no quería molestar”; “Perdón, ¿te paso esto?”. Lo hacen incluso cuando no hay motivo alguno, cuando nadie espera una disculpa ni ha ocurrido un error. Y aunque pueda parecer un gesto de educación o amabilidad, detrás de ese hábito puede esconderse una carga emocional más profunda, ligada a la inseguridad, la baja autoestima o el miedo al rechazo.
Pedir perdón constantemente no siempre es sinónimo de ser una buena persona. A veces, se convierte en una forma de buscar aprobación o de evitar conflictos. Como explica la American Psychological Association (APA), la necesidad excesiva de disculparse suele estar relacionada con experiencias pasadas en las que la persona aprendió que mantener la armonía era más importante que expresar lo que sentía. En otras palabras, pedir perdón se transforma en un escudo emocional, un intento inconsciente de protegerse ante la posibilidad de desagradar o ser juzgado. Una de las raíces más comunes de este comportamiento es el miedo a molestar. Es como si, de forma invisible, la persona se colocara siempre en un segundo plano. Ese temor puede provenir de contextos familiares o sociales donde se ha reprimido la expresión personal.
Por qué a quien siempre pide perdón
El miedo a incomodar
Según estudios de la Universidad de Santiago de Compostela, las personas con un alto nivel de autocrítica tienden a disculparse más, incluso por hechos triviales, porque asumen la responsabilidad de todo lo que ocurre a su alrededor, aunque no les corresponda.
El resultado es que la disculpa se convierte en una muletilla que refuerza la inseguridad. Esto, que a veces es innecesario, envía un mensaje al propio cerebro: “he hecho algo mal”. Y ese pensamiento repetido termina por alimentar un ciclo de culpa que erosiona la confianza personal. Poco a poco, el acto de disculparse deja de ser una muestra de empatía y pasa a ser una forma de autoanulación.
Entre la empatía y la sumisión
No hay que confundir empatía con complacencia. Ser empático implica reconocer las emociones de los demás, pero también respetar las propias. En cambio, pedir perdón de manera automática muchas veces responde a la necesidad de agradar, de mantener la paz a cualquier precio. Esto puede llevar a relaciones desequilibradas, donde la persona que se disculpa constantemente asume un rol de inferioridad.
En el entorno laboral, por ejemplo, se observa con frecuencia. Alguien se disculpa por enviar un correo, por hacer una pregunta o por señalar un error, cuando en realidad está cumpliendo con su tarea. Ese exceso de cortesía puede ser interpretado como falta de seguridad o de criterio, algo que afecta la percepción profesional. Aprender a comunicar desde la calma, sin disculpas innecesarias, es una forma de empoderamiento.
Aprender a usar el “perdón” en su justa medida
Pedir perdón cuando uno se equivoca es una muestra de madurez y respeto. Pero hacerlo de manera automática puede ser contraproducente. Un buen ejercicio es detenerse antes de pronunciar la palabra y preguntarse: ¿he hecho realmente algo que requiere una disculpa? Si la respuesta es no, quizá lo que toca es un simple “gracias por tu paciencia” o “disculpa la espera”, sólo cuando sea necesario.
Según un estudio de la Universidad de Almería, las personas que trabajan su asertividad —la capacidad de expresar lo que piensan sin agresividad ni sumisión— logran mejorar su autoestima y su bienestar emocional en pocos meses. Aprender a decir “no” o a expresar una opinión sin disculparse ayuda a establecer límites sanos y a fortalecer la autoconfianza.
El papel de la educación y la cultura
También hay un componente social y cultural en todo esto. En muchos países, especialmente en entornos donde la cortesía se valora por encima de la franqueza, las disculpas se convierten en un código de convivencia. En España, por ejemplo, aún se educa a muchas personas —especialmente a las mujeres— en la idea de no molestar, de ser agradables y evitar los conflictos. Esa herencia cultural puede derivar, con los años, en una tendencia a disculparse por todo.
Por eso, revisar el lenguaje que usamos a diario es fundamental. No se trata de eliminar el “perdón” del vocabulario, sino de devolverle su verdadero sentido. Disculparse debería ser un acto consciente, que reconozca un error real y contribuya a reparar un vínculo, no una herramienta para suavizar cada frase.
El valor de ocupar espacio
En el fondo, disculparse por todo no significa volverse insensible o egoísta. Significa reconocer que uno también tiene derecho a existir, a equivocarse y a ser escuchado. El respeto no pasa por borrarse, sino por convivir desde la autenticidad. A veces, el mayor gesto de amor propio es sustituir el “perdón por molestar” por un “gracias por escucharme”.
Vivir sin pedir disculpas innecesarias no implica perder la educación, sino recuperar el equilibrio.
