Vivir con el síndrome de fatiga crónica: ¿es bueno hacer ejercicio?

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Vivir con el síndrome de fatiga crónica es bueno hacer ejercicio

El síndrome de fatiga crónica (SFC), también conocido como encefalomielitis miálgica, es una enfermedad compleja y debilitante que afecta a millones de personas en todo el mundo. Se manifiesta con una fatiga extrema que no mejora con el descanso y empeora con el esfuerzo físico o mental. Aunque durante mucho tiempo fue minimizada o malinterpretada, cada vez más profesionales de la salud reconocen su impacto real en la calidad de vida de quienes la padecen.

Uno de los grandes dilemas para quienes conviven con esta condición es si deben o no hacer ejercicio. La recomendación habitual de «muévete más» no siempre encaja con esta enfermedad, y muchas personas han visto agravados sus síntomas al seguir rutinas físicas inadecuadas. En este contexto, es natural preguntarse si el ejercicio, en lugar de ayudar, puede convertirse en un obstáculo más.

Sin embargo, no todo es blanco o negro. Existen enfoques personalizados y pautas específicas que pueden marcar la diferencia. La clave está en conocer el cuerpo, respetar los límites y actuar con acompañamiento profesional. Veamos qué dice la evidencia actual y qué recomendaciones están dando los expertos.

¿Qué es exactamente el síndrome de fatiga crónica?

El SFC se caracteriza por un cansancio abrumador que no mejora con el descanso y que interfiere seriamente en la vida diaria. A menudo viene acompañado de problemas de sueño, dificultades cognitivas (como la conocida “niebla mental”), dolor muscular y articular, mareos, palpitaciones y un malestar generalizado que se agrava tras realizar cualquier esfuerzo, incluso mínimo. Esta reacción posterior al esfuerzo se conoce como malestar post-esfuerzo, y es uno de los rasgos distintivos del síndrome.

No existe una única causa conocida del SFC, aunque se sospecha que puede haber un componente viral, inmunológico y neurológico. Tampoco hay una cura concreta. El tratamiento se basa en aliviar los síntomas y mejorar la calidad de vida, lo que requiere un enfoque integral y adaptado a cada caso.

El ejercicio físico: ¿enemigo o aliado?

Cuando alguien menciona la palabra «ejercicio», la mayoría de nosotros piensa en correr, ir al gimnasio o hacer una rutina completa. Pero para una persona con SFC, estas actividades pueden resultar imposibles o incluso perjudiciales. De hecho, uno de los mayores temores de quienes padecen esta enfermedad es que el ejercicio, en lugar de ayudarles, provoque una recaída.

Y no es un miedo infundado. Muchos pacientes relatan que intentaron seguir recomendaciones generalistas de ejercicio moderado y acabaron en cama durante días. Esto ocurre porque el SFC no responde como otras condiciones al esfuerzo físico. El cuerpo, lejos de fortalecerse, puede colapsar si no se respeta su fragilidad.

Ejercicio sí, pero con matices

Eso no significa que toda forma de movimiento esté descartada. Según el The Royal Australian College of General Practitioners, los ejercicios deben realizarse bajo supervisión médica o de un fisioterapeuta con experiencia en SFC, y siempre dentro de una estrategia de manejo personalizado. Es lo que se conoce como actividad física dosificada, un enfoque que busca introducir pequeños movimientos adaptados, según la energía disponible en cada momento.

Se trata, por ejemplo, de estiramientos suaves, ejercicios respiratorios o caminatas de muy corta duración. El objetivo no es mejorar la forma física, sino conservar la movilidad, evitar el deterioro muscular y mantener cierto nivel de funcionalidad. Y todo ello sin desencadenar los temidos efectos del malestar post-esfuerzo.

La importancia del ritmo y la escucha corporal

Una de las estrategias más recomendadas para convivir con el SFC es el pacing, o gestión del ritmo. Este enfoque consiste en aprender a regular la energía disponible, alternando actividad y descanso de forma estratégica. En vez de forzar el cuerpo cuando parece tener un buen día, se busca mantener un nivel constante y sostenible de actividad a lo largo del tiempo.

Esto requiere mucha autoobservación y, a menudo, llevar un registro diario de los niveles de energía, las actividades realizadas y las señales de alerta del cuerpo. Con el tiempo, se puede identificar cuál es el “límite invisible” antes de caer en un episodio de agotamiento severo.

Más allá del ejercicio: movimiento consciente y autocuidado

El bienestar de una persona con SFC no depende únicamente de lo que hace, sino de cómo lo hace. Técnicas como el yoga restaurativo, el tai chi adaptado o incluso la meditación en movimiento pueden ofrecer beneficios, siempre que se ajusten a la capacidad real del cuerpo. No se trata de lograr posturas complicadas ni de alcanzar metas físicas, sino de conectar con uno mismo, activar suavemente los músculos y mantener una relación amable con el propio cuerpo.

Además, el autocuidado debe incluir también una alimentación equilibrada, un buen manejo del sueño, apoyo emocional y una red de profesionales que comprenda la enfermedad. No se puede enfrentar el SFC en soledad ni a base de fuerza de voluntad. Es necesario un entorno comprensivo y una estrategia realista.

¿Entonces, es bueno hacer ejercicio?

La respuesta corta es: depende. Para alguien con SFC, el ejercicio tradicional puede ser contraproducente. Pero el movimiento adaptado, controlado y respetuoso puede formar parte del proceso de mejora. No se trata de “hacer más”, sino de hacer lo justo y necesario, en el momento adecuado, con la guía adecuada y sin forzar al cuerpo.

Cada persona es distinta, y lo que funciona para una puede ser perjudicial para otra. Por eso es esencial individualizar las recomendaciones y evitar los consejos generalistas. El ejercicio puede ser un aliado, sí, pero solo si se entiende en sus múltiples formas y se adapta al contexto de esta compleja enfermedad.

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