La Navidad es una de las épocas más coloridas del año, un periodo en el que todo gira en torno a lo mismo: regalos, el árbol en el salón y comidas infinitas que ocupan la agenda. Para muchas personas es un momento de reencuentro, de volver a casa y recuperar cierta calma familiar. Sin embargo, no todo el mundo lo vive así. Hay quien, solo de pensar en sentarse a la mesa con la familia, siente una punzada incómoda que casi nunca se comenta.
En esos casos en los que quedar con abuelos, tíos y primos se convierte en un esfuerzo más que en una ilusión, la psicología identifica un trasfondo que pesa, un patrón que se repite y que explica por qué estas comidas se vuelven tan tensas para algunos.
Por qué a algunas personas no les gusta comer con la familia en Navidad, según la psicología
Según explica Jessica Troilo Ph.D., profesora en el área de Ciencias del Aprendizaje y Desarrollo Humano en la Universidad de West Virginia, en su artículo para Psychology Today, en Navidad algunas personas no quieren sentarse a la mesa con la familia porque el malestar empieza mucho antes del propio encuentro. La tensión no surge ese día, sino semanas antes. Muchos imaginan cómo será ver a ciertos familiares y notan cómo la inquietud va creciendo. Incluso anticipan discusiones, casi como si el cuerpo se preparara para ponerse a la defensiva antes de que la reunión empiece.
Por otro lado, el alcohol también ocupa su papel. Las inhibiciones bajan y salen a la luz comentarios que durante el resto del año se quedan guardados. Si a eso se le suma cansancio acumulado, expectativas poco realistas y viejas dinámicas familiares que nunca terminan de cerrarse, el resultado es una comida convertida en un campo de batalla.
Troilo señala que estos choques suelen surgir por varios motivos. Las diferencias de valores pesan más que cualquier tema puntual. Cuando alguien siente que su forma de vivir, criar o trabajar se pone en duda, la mesa entera se resiente.
También influye la facilidad con la que la familia nos coloca en papeles antiguos. Basta volver a casa para que uno se sienta otra vez «el responsable», «la revoltosa» o «el pequeño», aunque la vida haya cambiado mucho. Y claro, los conflictos sin cerrar siempre encuentran hueco para reaparecer.
A esto se suman el agotamiento de los viajes, las rutinas alteradas y las preguntas incómodas sobre pareja, trabajo o hijos que, aunque vengan con buena intención, abren heridas que estaban medio curadas.
Qué hacer si no quieres comer en Navidad con la familia
La propia Troilo propone algunas pautas que ayudan a rebajar la presión. Primero, ajustar expectativas. Las postales navideñas engañan. Hay cenas imperfectas, bandejas que se queman y niños que se aburren.
También conviene identificar qué nos dispara. El cuerpo avisa antes que la mente. Un gesto tenso, el corazón que se acelera… si lo detectas a tiempo puedes levantar la mano, respirar, salir un momento o reconducir la conversación sin darle más espacio al conflicto.
Marcar límites educadamente también funciona. Un «prefiero no entrar en eso ahora» mantiene la conversación en un terreno seguro. Si sólo la idea de la cena te provoca angustia o rabia, quizá toque preguntarte si realmente debes asistir o si necesitas otro plan que te proteja un poco más.
Y si te toca organizar la comida, puedes moldear el ambiente. Una dinámica sencilla, un juego rápido o un reparto pensado de los asientos ayuda a que la energía no se descontrole. Al final, las reuniones familiares muestran lo mejor y lo peor de cada casa.
