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A estas alturas de diciembre ya no queda debate posible. Las luces llevan encendidas semanas, algunas ciudades incluso más de un mes, y los árboles en casa están montados desde hace días. Hay quien lo hizo el primer fin de semana del puente y quien no pudo esperar tanto. Basta con salir a la calle para notarlo. Todo brilla. Y, curiosamente, mucha gente comenta lo mismo: que las luces les hace sentir más felices. Sólo verlas les levanta el ánimo, pero ¿qué trasfondo psicológico existe al respecto?.
Esto, que siempre hemos explicado con el típico «me gusta porque sí», empieza a tener respaldo científico. Psicólogos y expertos en comportamiento llevan meses revisando por qué la iluminación navideña provoca una reacción casi automática. No es sólo que la Navidad guste o que nos devuelva recuerdos bonitos. Hay algo más físico, un mecanismo que se activa sin pedir permiso.
Y tiene sentido. Cada noche, cuando la ciudad enciende sus luces, cambia el ambiente. Es casi como si el día se recolocara. Y lo sientes aunque no seas especialmente fan de estas fechas. Sólo un vistazo a las luces de Navidad, sin darte cuenta, el ánimo sube un poco. La ciencia, por fin, está empezando a explicar por qué ocurre.
Aunque hoy las luces nos parezcan un elemento básico de la Navidad, su origen moderno tiene nombre propio. En 1882, Edward Hibberd Johnson, un inventor estadounidense que trabajaba junto a Thomas Edison, decidió iluminar su árbol con bombillas pequeñas de colores. No era lo habitual, pero la idea encantó a todos los que entraron en su salón. Tanto, que al año siguiente buena parte de Manhattan quiso copiarlo. Y así, algo tan simple se convirtió en una tradición que ha ido creciendo sin parar.
Ahora la escala es completamente distinta. El árbol del Rockefeller Center en Nueva York es casi un icono mundial. Más de cincuenta mil luces LED, miles de visitantes cada día, y un despliegue que ya forma parte de la cultura popular. Lo mismo pasa en barrios como Dyker Heights, donde las casas se transforman en auténticos escenarios llenos de color. No es solo decoración. Es un espectáculo que mueve a turistas y que, por sorprendente que parezca, también influye en nuestro estado de ánimo.
La parte científica es bastante clara. Los colores cálidos, los destellos y la propia luminosidad hacen que el cerebro libere dopamina. Esta sustancia es la que produce bienestar y motivación. Deborah Serani, profesora de Psicología en la Universidad Adelphi de Nueva York, lo resume de forma sencilla en un estudio europeo: ver luces navideñas puede generar un cambio neurológico muy rápido, casi inmediato.
Además, la neuroarquitectura, una disciplina que analiza cómo los espacios afectan al comportamiento, da otra clave interesante. Las luces cálidas, las que solemos usar en los árboles o en las ventanas, crean sensación de refugio. Es ese ambiente acogedor que todos reconocemos. Si la iluminación es suave, el cuerpo lo interpreta como calma y seguridad. Nada extraño. Es exactamente lo que sientes cuando entras en un lugar familiar después de un día largo.
En 2015, un estudio de la Universidad de Dinamarca midió la actividad cerebral de varias personas mientras observaban imágenes navideñas. Lo llamativo es que las zonas encargadas de liberar dopamina se activaban de forma visible. Se iluminaban, casi igual que un árbol decorado. Una prueba directa de que la reacción no es subjetiva. El cerebro responde así.
Nostalgia, memoria y ese efecto que vuelve año tras año
Pero la ciencia no se queda en lo biológico. Hay una parte emocional que pesa mucho. Para muchos, la Navidad está ligada a recuerdos de infancia, a rutinas que se repetían cada año, a cenas, vacaciones o simplemente a una sensación de tiempo detenido. Cuando volvemos a ver luces, aunque no pensemos en nada concreto, el cerebro conecta con esos recuerdos. Y, de nuevo, aparecen serotonina y dopamina, que son las responsables de las emociones positivas.
Serani explica algo curioso: cuando la dopamina llega al núcleo accumbens y este se comunica con el hipocampo, la experiencia se fija. Es decir, el cerebro guarda ese bienestar. Esto hace que queramos repetir el ritual año tras año. No porque sea obligatorio, sino porque nos funciona.
Lo sorprendente es que el efecto no se limita a tu propia casa. Las luces del vecino, las del ayuntamiento o las del centro comercial provocan una reacción parecida. No importa quién las haya puesto. El cerebro no distingue entre unas y otras. Y esto también afecta a cómo nos ven los demás. Un estudio publicado en Journal of Environmental Psychology observó que quienes decoran sus hogares con luces suelen resultar más accesibles y agradables para sus vecinos. Quizá por eso los alcaldes pelean cada año por tener la ciudad más luminosa.
Las ciudades españolas lo saben de sobra. Madrid ha destinado esta Navidad cuatro millones de euros a su iluminación. Málaga ha subido la cifra hasta un millón y medio. Vigo lleva años compitiendo para convertir su despliegue en un atractivo turístico. Más allá de los debates sobre consumo o contaminación lumínica, la realidad es que la iluminación navideña se ha convertido en un fenómeno social.
