España puede encerrarse en un vaso de Duralex. Blanco, ámbar o verde eran los colores que llenaban las mesas de los españoles. Un menaje resistente y duradero, una vajilla apta para las huidas más veloces o las mudanzas incesantes. Una revolución socioeconómica de los años 60 y 70 en forma de vajilla, mucho más propia de los hogares obreros que de los burgueses, donde se estilaba más la porcelana.
«Nosotros pintábamos la realidad de lo que era España en ese momento. Y a lo mejor no la querían airear, podíamos no resultar cómodos ni exportables, tal vez el Duralex no resultaba lo suficientemente digno para mostrarlo en el exterior o porque rompiera con el refinamiento tradicional de las naturalezas muertas», comentaba en alguna ocasión Isabel Quintanilla (Madrid, 1938 – 2017), la artista del grupo de los realistas de Madrid, donde compartía espacio y tiempo con Antonio López, María Moreno o Amalia Avia, entre otros, a la que ahora se le dedica una gran exposición en el Museo Thyssen de Madrid: El realismo íntimo de Isabel Quintanilla.
Y es que a los pintores realistas les escogían en escasas ocasiones para representar a España en bienales o exposiciones universales, ya que las autoridades preferían mostrar en el exterior un país más moderno de la mano de obras más informalistas y abstractas como las de Manolo Millares, Antoni Tàpies o Lucio Muñoz. «Nunca me he fijado en si lo que pintaba era modesto o no. Era mi realidad», explicaba.
Isabel Quintanilla en el Thyssen
Leticia de Cos, comisaria de la exposición de Isabel Quintanilla en el Museo Thyssen, explica en el catálogo de la misma que las obras podrían haberse fechado sin problemas, aunque no tuvieran fecha, por la presencia de objetos cotidianos de las familias medias de España, mostrando su conocimiento del Pop Art o la presencia de la publicidad de masas en la pintura británica y americana, gracias a los catálogos que conocía por sus galeristas.
«No sólo la vajilla Duralex nos ayudaría a ubicarlas, también otros productos como el limpiador Ajax, el frasco de Vicks VapoRub, la botella de aceite de La Española, la mermelada Helios o los electrodomésticos de la época como el robot de cocina en Rincón de casa. La pintora no es ajena a lo que buscan los medios de comunicación y la publicidad: convertir las marcas en demarcadores de un tiempo y lugar determinados. Viendo algunas de sus obras (…) Quintanilla pareciera ser cronista del Spanish way of life y que ese bote del limpiador Ajax, tan popular en nuestro país, fuera el equivalente del osado Brillo Box de Andy Warhol», expone.
Esta retrospectiva de Isabel Quintanilla es la primera que el Thyssen le dedica a una artista española, dándole un amplio y destacado espacio en la Historia del Arte, teniendo en cuenta que la mayor parte de la obra de Quintanilla está en manos de coleccionistas de Alemania, que es el país donde más ha expuesto a lo largo de los años. «Si hubiese estado aquí, seguramente Isabel habría vivido el momento con alegría y también un poco temerosa de reencontrarse con obras que regresan a España después de mucho tiempo», señala de Cos.
De puertas para adentro
«Una de las mayores obsesiones de la artista es captar el rastro de luz que deja en todo aquello que la acompaña en su realidad. Una realidad que, aunque es la suya, va a despertar, de inmediato, recuerdos en el espectador. Y es que en lo sencillo, lo cercano, lo cotidiano, ahí habita la emoción», comenta de Cos.
Nada más cercano que un vaso. Un sencillo objeto elevado a obra de arte, gracias a la especial mirada de la artista, quien desde temprano mostró interés por la pintura. En la producción de la madrileña encontramos más de 50 vasos, una docena de los mismos están expuestos en esta muestra de Isabel Quintanilla en el Thyssen. «La luz lo acaricia, lo atraviesa, de tal forma que deja de parecer algo inerte. Domina su composición tanto si lo dibuja como si lo pinta», explica de Cos.
Junto al vaso, es esencial la presencia de flores, frutas o panes, como los bodegones más clásicos, probablemente conocidos por sus paseos por las salas del Museo del Prado. «Yo veo las flores abrirse a cámara lenta. Veo cómo abre, es emocionante. Pintamos con mucha lentitud, se establece una relación muy íntima, tanto de lo bueno como de lo malo de mí misma», detalla Quintanilla cuando habla de su obra.
Bodegones con objetos inesperados
Sin embargo, los bodegones de Quintanilla están mucho más apegados y relacionados con una realidad más contemporánea, sobre todo a los objetos junto a los que desarrolla su vida. De ahí que en sus composiciones veamos teléfonos, agendas, transistores de radio o máquinas de coser de la marca Singer o una Alfa, un tierno guiño a su madre, María, modista de profesión, como muestra la obra Homenaje a mi madre, 1971, donde la máquina ya ha parado de coser, dejando paso a los momentos de descanso, ya que los juegos de luces y sombras nos dan a entender que ya es de noche.
La artista nace en Madrid en 1938, en plena Guerra Civil. Su padre, ingeniero de Minas del barrio de Pacífico, lucha con la República y es encarcelado durante la dictadura. Finalmente, muere cuando Quintanilla tiene tres años, y su madre saca a la familia adelante con su trabajo de costurera. «Al fallecer mi padre, mi madre y una de mis tías se ponen a coser. Todo lo que se proponía hacer, lo hacía. Era muy habilidosa. Cosía muy bien y tuvo clientela muy buena. Así sacó adelante a la familia», explicaba Quintanilla.
Por su parte, el hijo de la pintora madrileña, Francesco López, su madre era una artista que pintaba con maestría y también cosía. «Si no estaba pintando, estaba cosiendo. Fue un portento de las labores. Siempre que tenía un rato de ocio se dedicaba a arreglar sus prendas. Tenía un orden meticuloso de sus labores. Todo esto lo heredó de su madre, María, que era modista y arreglaba vestidos de señoras de clase alta, y de niña, Maribel, la acompañaba», relata de forma reveladora.
Por tanto, sus obras no sólo tienen una ejecución realista y con detalles solventados con maestría, también tiene la capacidad de evocar un tiempo y un país que nosotros mismos –o nuestros antepasados más inmediatos– hemos vivido.
Cabe destacar, además, que en la obra de la artista, lo doméstico y lo pictórico se entremezclan, siendo complicado en algunas ocasiones el poner una barrera entre ambas actividades. Las obras de esta exposición de Isabel Quintanilla en el Thyssen muestran a una pintora muy profesional, de gran técnica, que desarrolla su pintura y sus responsabilidades al mismo tiempo y de puertas para adentro.
Pronto se inclina por el realismo
Quintanilla se forma primero en talleres particulares de artistas y hasta que con sólo 16 años aprueba la complicada prueba de acceso de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años de formación donde se codea con el grupo de los realistas de Madrid, no estando interesada por lo abstracto en ningún momento.
«Sabíamos quién era Courbet, pero para mí, por lo menos, eran más importantes los pintores españoles. Era mucho más importante un Solana porque estaba retratando algo que yo sentía, que era algo más mío, que lo entendía, que lo sabía ver», relata Quintanilla, quien siempre afirmó no haberse sentido aislada culturalmente en aquella época.
«Pronto se inclina por el realismo, como vemos en su obra La lamparilla, de 1956, una de las más tempranas. Un pequeño lienzo donde vemos una mesa donde reposan unos ajos, un vaso, una rama de laurel, un limón y un reloj de bolsillo abierto. Éste último elemento se piensa, aunque no se ha podido confirmar, que podría ser del padre de la artista, ese padre que había fallecido demasiado pronto, pero del que en casa se seguía hablando», detalla la comisaria.
Viviendo en Roma
En 1960, termina sus estudios y se casa con el escultor Francisco López, del mismo grupo, junto ambos se mudan a Italia al conseguir éste último una beca en Academia de España en Roma. «Son momentos de gran felicidad en el plano personal y un gran despertar en lo artístico», comenta de Cos, la comisaria de la exposición del Thyssen.
La joven Isabel recorre la ciudad, sus museos y monumentos, viaja al sur del país y conoce los frescos pompeyanos, algo que se deja sentir en sus composiciones, sobre todo en las de jardines o en bodegones como Frutero, de 1966, pintado ya en España.
La pintura de Quintanilla nace de una observación meticulosa de la realidad; pero de su realidad. Nos relata cómo es su vida personal e íntima, la suya y la de su familia, a través de sus composiciones. «No se limita a hacer una fría reproducción fotográfica, sino que se llena de las emociones que surgen de aquella observación. Son, de alguna forma, velados autorretratos», comenta de Cos.
Espacios que se llenan de ausencias
Todos son objetos cotidianos, de los que hay en una casa para ser usados en el día a día, algunos nuevos y otros heredados. Están cargados de emoción porque tiene la capacidad de apelar al espectador, de arrancar un recuerdo o una sonrisa al regresar a nuestra mente las vivencias de nuestro pasado. Hay obras que, incluso, son capaces de evocar olores.
Eso sí, sus espacios están llenos de ausencia, no hay espacio para la figuración. Son las estancias vacías y los objetos que quedan en ellas los que nos invitan a imaginar qué ha pasado. De Cos detalla en su obra, «los espacios se llenan de ausencias, de personas que acaban de salir, a punto de aparecer o que, sencillamente, están, pero al margen y fuera del cuadro».
Una inexistencia de presencia humana que se puede apreciar en la exposición del Thyssen, y sobre la que Isabel Quintanilla decía: «es mejor que no haya personas en los cuadros, en general. Es mejor que seas tú el que encuentre cosas cuando mira la obra y que le recuerden cosas, no sé, a cuando era pequeño, por ejemplo. Eso es muy emocionante. Pero si hay personas, éstas ya te lo están contando y ya es más complicado captar la emoción».