Traspasar el umbral de la casa-taller de Joaquín Pacheco (Madrid, 1934) es un sueño. Apenas entras, ya percibes que no estás en un espacio como los demás y que tampoco estás ante una persona como las demás. Probablemente, cuando lea estas líneas piense que exagero o que me dejo llevar por la amabilidad con la que nos envolvió; pero lo cierto es que no hay un ápice de exceso en mis palabras si digo que nos hemos sentado frente a una de las figuras artísticas más importantes e interesantes de España. Y no sólo por su pintura, que, por supuesto, también.

Joaquín Pacheco es, a pesar del desconocimiento general, una figura esencial de la pintura española contemporánea y ahora, gracias al documental Joaquín Pacheco, pintura y palabra del cineasta Félix Cábez que podemos ver en la plataforma CaixaForum+, vamos a poder conocerlo a fondo. Personalidad brillante, un gran conversador y un pintor que ejerce su oficio con minuciosidad y, sobre todo, mucha libertad. Una voluntad que ha dotado su obra de una personalidad arrolladora donde predominan las figuras en terrazas, playas urbanas, museos, trenes o mirando escaparates, que nos devuelve el reflejo de sus siluetas como metáfora del deseo o de la doble imagen.

Ha comido con José Bergamín o Baltasar Lobo, ha estado en los cafés con Ernest Hemingway, Alberto Giacometti o Janis Joplin, ha vivido la última tarde de Manolete en Las Ventas de Madrid, ha leído clásicos de la literatura española en la biblioteca del escritor Gonzalo Torrente Ballester y ha resistido en París, aún cuando la ciudad se resistía a perder su protagonismo artístico, dejando paso a una nueva era con etiqueta estadounidense. Persistente, como es él con sus obras y sus creencias artísticas, no perdió la ilusión por París ni siquiera cuando las luces de la gloria parisina cogieron un avión sin retorno.

Un apasionado de la tauromaquia

Joaquín Pacheco nace en el mismo año que comienza la Guerra Civil. Su padre es jurista y su madre ama de casa. Debido a la contienda, recorren algunos puntos del país, hasta recalar de nuevo con sus padres en su casa de Madrid, cercana a la Plaza de Las Ventas, un lugar donde el pintor disfrutaría desde una temprana edad de tardes de toros, haciendo de él un gran aficionado a la tauromaquia. Un aspecto que, a menudo, y sobre todo en sus primeros trabajos, plasmará de manera recurrente.

«Me gustan mucho los toros, los sigo viendo, aunque no suelo ir ya a la plaza. He visto a Ordóñez, a Manolete, a los Bienvenida, etc. Hoy el torero que me gusta es Morante de la Puebla, es tremendo. Además de ir a Las Ventas con Eugenia, la chica que nos cuidaba, también éramos vecinos de los hermanos Bienvenida. De hecho, Antonio Bienvenida siempre venía a mi casa de París cuando venía a Francia a torear, y siempre me pedía que fuéramos al Museo del Louvre a ver las ánforas griegas porque los griegos saltaban los toros. Se ponía a torear en medio de la sala, pensarían que estaba loco», rememora divertido.

Junto con los toros, en su obra también hay un hueco muy amplio para el mar, pero a menudo representando playas urbanas donde hay una dualidad entre lo salvaje de sus aguas y lo placentero de los espacios terrenales donde las figuras disfrutan de días de sol, también sentados en terrazas y cafés. «El mar dejó huella en mí desde pequeño, a pesar de que era muy niño cuando lo pude ver. Durante los años de la Guerra Civil tuvimos que movernos con mi familia hasta Marsella para poder llegar a Santander y de ahí bajar a Valladolid», detalla.

Un detalle de la casa-taller de Joaquín Pacheco. @OKDIARIO

Al contrario que sus compañeros de generación, Joaquín Pacheco no se forma en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. «No quise estudiar allí, nunca fui porque yo estaba contra la academia y el espíritu que tenía en aquella época. Todo era muy tradicional, así que sentía un rechazo muy grande. Allí no se enseñaba ni se hacía el arte que a mí me interesaba, que era el expresionismo alemán, sobre todo, o los abstractos americanos, que fueron muy disruptivos porque formalmente aportaron una nueva manera de pintar debido a sus contactos con Oriente y con la filosofía zen, que muchos han olvidado después, pero que en ese momento eran aspectos muy importantes», determina.

Ese fue su principio. Señala que comenzó a estudiar Derecho, como su padre, y que estuvo un par de años en esta carrera hasta que se pasó a Filosofía y Letras. «Era estudiante, pero al mismo tiempo me gustaba ir a casa de un amigo que tenía un estudio a pintar. Allí pintaba y pintaba, así es como aprendí, pintando mucho».

La llegada a París en los años 60

El pintor Joaquín Pacheco con lienzos en su estudio. @OKDIARIO

En los años 60 viaja a París con una beca de la UNESCO, la cual tenía la finalidad de que pintores menores de 30 años de diferentes países se relacionaran entre sí y pudieran conocer diferentes culturas. Terminó la beca, pero Joaquín Pacheco no regresó a España.

Se quedó en una ciudad que, en ese momento, era el centro artístico del arte, tanto desde el punto de vista de la creación como del mercado. «Yo tenía 25 años. Fui un mes y me quedé un total de 20 años. Me gustó muchísimo París. Desde el primer momento comencé a buscar galería, presentaba mis trabajos y, al mismo tiempo, conocer qué es lo que se estaba haciendo en Europa. Allí pude ver una exposición de Francis Bacon, uno de los artistas figurativos que más me interesaban en ese momento a los que me encantó ver al natural. Hoy se pagan precios millonarios por sus obras y de aquella muestra no se vendió ni un cuadro», relata.

«Incrédulo», además, «recuerdo que llamé a un coleccionista español, que era de los pocos que había, para que comprara obras de Bacon, ya que costaban 50.000 francos. ¡Tú fíjate! ¡Una ganga! Es verdad que era una cifra que en ese momento era importante, pero nada como la cotización que tiene en estos momentos».

Su amistad con Bergamín y Baltasar Lobo

Una de las obras sobre las que está trabajando. @OKDIARIO

Se instaló en París en un «piso estupendo que me dejaron a precio de amigo» frente a La Sorbona, a la que a menudo Joaquín Pacheco solía ir de oyente. «Vivía en el centro e iba caminando a todas partes. Esa cercanía me permitió tener relación con algunos españoles exiliados que eran grandes artistas, como Joaquín Peinado, que pertenecían a una generación algo mayor a la mía, ellos ahí tenían 40 años», explica.

Entrelazó también una gran amistad con el escritor español José Bergamín, al que recuerda como «la persona más inteligente que he conocido». «Era un hombre estupendo con el que tuve mucho contacto, venía cada viernes a cenar a casa junto a más personas, eran unas grandes conversaciones», añade.

Otro de sus grandes amigos, que murió en París sin regresar a España, fue el escultor Baltasar Lobo, una de las figuras españolas más relevantes en la constitución de la escultura moderna. Joaquín Pacheco afirma que «Baltasar era un escultor buenísimo, era una de mis grandes amistades y me gustaba aprender de él. Iba siempre a buscarlo a su estudio, donde estaba siempre picando sobre sus esculturas. Ese trabajo, como el de los mineros, te inunda los pulmones de sílice cristalino, y eso no tenía arreglo con nada».

El taller del artista en Madrid. @OKDIARIO

La última vez que Joaquín Pacheco habla con Lobo es por teléfono y desde España, ya que el pintor madrileño venía recurrentemente a nuestro país. «Me dijo que, de momento, no me recibía en casa porque no quería que le viera en la cama. Estaba ya en las últimas, pero no dejó de esculpir hasta el último momento, ya que aunque estaba enfermo, tenía puesto como un babero de plástico y hacía esculturas de barro desde la cama», explica.

Joaquín Pacheco, al igual que su colega Lobo, sigue trabajando día tras día. Se levanta a las 5 de la mañana, más o menos, y se pone a pintar hasta la hora de comer. «Me echo una pequeña siesta, no te engaño. Y luego voy a ver exposiciones o cosas nuevas que haya, me gusta conocer», comenta. «Para mí pintar todos los días es el sentido de mi vida. Si no pudiera trabajar en mis cuadros, ¿qué pinto ya aquí? Pintar es un ejercicio mental diario que necesito igual que caminar», añade.

Eso sí, pinta de lunes a sábado, los domingos los dedica a ir al Rastro de Madrid. «Siempre he ido porque hay cosas interesantes. Libros buenísimos que ya no se leían, podías encontrar una primera edición, o láminas y pequeñas obras de arte oriental, que decían que eran chinerías… (ríe) Para mí mejor, como a nadie le interesaba, así no tenía que regatear. Para el vendedor tenía más valor el marco que la ilustración, esas cosas pasan. Pasa en todos los rastros del mundo, da igual al que vayas».

El encuentro con la marchante Katia Granoff

París era el sueño de todos los artistas internacionales desde finales del S. XIX. Un momento en el que viajan hasta la capital gala buscando los nuevos aires de vanguardia iniciados por los impresionistas y los fauvistas, sobre todo, así como a las decenas de coleccionistas, galeristas y marchantes de arte que habían arribado desde EEUU y otros puntos de Europa que, con suerte, podrían financiar y exponer sus obras.

En París había contabilizadas alrededor de 150 galerías de arte y 23.000 artistas registrados, además de profesionales del mercado del arte e interesados en la compra de artitas emergentes. Allí estaba el núcleo de la creación artística y compra-venta de arte, sobre todo emergente, antes de que Francia cediera la hegemonía a EEUU, dominado por el expresionismo abstracto de Pollock, Mark Rothko, Willem de Kooning y Lee Krasner, entre otros.

Maniquí. 1974, de Joaquín Pacheco. @ Subastas Segre

En los años 60, cuando Joaquín Pacheco llega a París, ésta todavía brillaba con parte del fulgor de los primeros tiempos del S. XX. Aún había esplendor artístico y no había estallado la revolución estudiantil y obrera en Francia de 1968, más conocida como Mayo del 68.

«Al llegar a París busqué galería y presenté algunos de mis trabajos. También me hablaron de una marchante muy buena, Katia Granoff, a la que fui a ver un día con los cartones de mis boxeadores y toreros, que hacía en ese momento, y conectamos. Le gustó lo que hacía. Es cierto que en ese momento, me dijo que estaba muy ocupada y me pidió que fuera otro día; aunque yo medio hablaba el francés y no le entendí, la verdad», explica.

A pesar de esa confusión en la comunicación, un golpe de suerte aún estaba por llegar. En este sentido, relata Joaquín Pacheco que «al acabar la beca de la UNESCO, un amigo español me dijo que tenía un trabajo para mí en un famoso anticuario en la rue Saint-Honoré, sólo tenía que ir los viernes antes de que abriera y abrir la puerta para que dejasen las compras que hacía en las subastas. Era un buen sueldo y acepté. Iba dos horas los viernes y tenía un buen sueldo».

En un día de invierno, Joaquín Pacheco arreglaba parte del escaparate de esta casa de subastas y al otro lado del cristal vio a Granoff. «Estaba colocando una silla Luis XV y estaba nevando, ya que era noviembre, y la vi que estaba esperando a alguien en la calle. Me acerqué a ella y le invité a pasar, a la vez que le preguntaba qué hacía ahí en la calle con este frío. Me contó que abría cerca una galería y que el arquitecto le había dado plantón. Le invité a que fuéramos a tomar un café y al llegar, me dice: ‘¿Tú qué haces aquí? Deberías estar pintando’. Bueno, tenía que trabajar y vivir de algo, le comenté, ¿no? Ella me respondió: ‘¿Cuánto necesitas al mes?’ Le comenté que alrededor de 1.000 francos, que eran unas 20.000 pesetas. En ese momento, abrió el bolso y me los dio. ‘Ahora trabajas para mí, este es el primer mes’, me dijo. Y así es como empecé con ella», rememora.

«Pintaba lo que me daba la gana»

El pintor Joaquín Pacheco en su casa de Madrid. @OKDIARIO

Katia Granoff (1895–1989) era una exiliada rusa que vivía en Francia y que con sólo 12 años ya era coleccionista de arte. Trabaja con diferentes artistas, a los que tenía en nómina, y coleccionaba decenas de obras que mostraba en sus galerías o prestaba de forma usual a algunos museos. Solía apostar por artistas que hoy son referencia y con los que solía tener intereses comunes, como Joaquín Pacheco, así como con pintores como Chagall o Monet, de quien poseía alguno de sus lienzos de nenúfares. Como muchos habitantes de París, en la II Guerra Mundial abandona la ciudad para irse a las afueras, en este caso en compañía del pintor Georges Bouche, entre otros, y reabre su galería de nuevo al terminar la contienda.

Joaquín Pacheco trabajó con ella alrededor de nueve años y el proceso, cuenta, siempre era el mismo. «Pintaba todo el mes, solía pintar bastante rápido y luego ella elegía el cuadro que quería. La condición es que no fuera inédito y que ella pudiera elegir obra la primera, que nadie la hubiera visto. Me dejaba total libertad para pintar, no ponía obstáculos en ese aspecto. Pintaba lo que me daba la gana», relata.

Museo al Atardecer, de Joaquín Pacheco. @ Colección Banco de España

Esta relación laboral «termina a mediados de los años 70, yo ya no lo necesitaba y ella ya no hacía exposiciones; aunque los museos le pedían muchas de sus obras para exponer. De hecho, al morir deja una gran parte de su colección al Louvre». Determina, además, que «este tipo de personas, mecenas como Katia Granoff, ya no existen hoy en día para los artistas».

Joaquín Pacheco reconoce que es un hombre con suerte, ya que no todos los artistas que estaban en París tenían la oportunidad de trabajar de lleno con su arte y vivir de ello, como le pasó a él. Relata que en aquellos años «he visto mucho pintor muy bueno que apenas ha conseguido exponer y que tenían que dedicarse a hacer trabajos de publicidad, de pintor de brocha gorda o de publicistas. Había muchos artistas y galerías, y eso daba para poder comer algo mejor, pero muchos estaban sin contratos y era un poco sálvese quien pueda. Todo el mundo necesita una galería o un mecenas, alguien que le apoye económicamente».

Todo se complica con el traslado de los mecenas y artistas a EEUU

Ventana de tren, Joaquín Pacheco. @Colección BBVA

El escenario se complicó un poco más cuando los artistas, coleccionistas y bohemios de París abandonan Europa para emigrar a EEUU al estallar la II Guerra Mundial y la ofensiva nazi, pues muchos de ellos eran judíos o eran de izquierdas, sobre todo afiliados al Partido Comunista de Francia. La posguerra, Mayo del 68 y más tarde la Guerra Fría y el papel de Europa en este escenario fueron varios elementos muy seguidos en el tiempo que tuvieron un impacto importante en el mercado del arte y los artistas, ya que todo el núcleo duro del arte se va a EEUU, país que dominará a partir de entonces todo el mercado.

«Ese traspaso a EEUU», explica Joaquín Pacheco, «coindice más o menos con la esa revolución de 1968, aquella revuelta estudiantil fue muy importante y tuvo una gran repercusión entre los jóvenes. Pero esto, además, coincide con algunas declaraciones de John F. Kennedy, a propósito de lo que se conoció como la Kennedy Round –negociaciones comerciales multilaterales del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) celebradas en Suiza–, en las que aseguraba a los americanos que el arte bueno estaba en EEUU y que a Europa sólo había que ir a comprar antigüedades, como una cómoda de Luis XV. Lo que pasó entonces es que el mercado se desplazó hasta allí, pareciendo que sólo allí se podía comprar. Los ingleses empezaron a comprar en Nueva York, sobre todo debido a la filiación de la lengua inglesa, y los alemanes también, ya que como sabes tenían una relación económica muy grande en ese momento».

La decadencia artística de París y el regreso a España

Café en la playa. Joaquín Pacheco. @Colección Banco de España

El resultado es que la década de los 70 fue algo estéril en cuanto a las ventas de obra en París, coincidiendo, además, con la muerte de Franco en España, abriendo una nueva etapa en el país, y Joaquín Pacheco decide regresar a Madrid. «París sufrió un bajón tremendo y, además, fue un instante en España de apertura en el que se hacen cosas interesantes de arquitectura y arte, las galerías empiezan a florecer y a vender obras de arte de nuevo. Se abre en España un nuevo momento, muy diferente al que dejé cuando me instalé en Francia. En esos años también vendía a coleccionistas de aquí e hice una exposición importante en los bajos de la Biblioteca Nacional, que en ese momento era el Museo de Arte Contemporáneo, y decidí venirme», explica.

Aún con todo, y aunque ya suele ir menos a París, reconoce que hubiera considerado tener casa allí también para poder ir y venir a esa ciudad donde creció como artista y como persona, donde descubrió que la bohemia existía y que él formaba parte de ella, de un mundo que ya no existe, pero del que ha tenido la dicha de participar.

Todo ello, la vivencia de escenarios que ya no están, se percibe en la obra de Joaquín Pacheco. Su pintura es (siempre) figurativa, expresionista, colorista, simbolista (a veces) y con esos toques nostálgicos que nos recuerdan a las conformaciones de Edward Hopper. Obras bellísimas donde se ahonda en el deseo y en los espacios urbanos, donde los escaparates son esenciales, funcionando como una línea imaginaria entre lo onírico y lo real, lo que deseamos y lo que podemos (o no) tener. Y todo ello, además, con la maestría de registrar un lenguaje propio.

Joaquín Pacheco es una alegre sorpresa.

Redacción: María Villardón

Imagen y vídeo: María Dávila