Un siglo de la Orden de caballeros gamberros y ebrios: Lorca, Dalí y Buñuel de juerga por Toledo
Federico García Lorca andaba envuelto en una sábana robada de la Posada de la Sangre –desaparecida en la Guerra Civil y escenario de La ilustre fregona de Miguel de Cervantes–, borracho como una cuba y con el afán de vagar en soledad por las estrechas callejuelas del casco antiguo de Toledo. A su alrededor, unos jóvenes gamberros reían con el poeta con ruido y algarabía. Así es como se encontró un toledano llamado Eduardo al dramaturgo de Granada durante una noche toledana de los años 20. En ese momento, este amable señor, viendo el panorama, intentó llevar a Lorca hasta la casa de socorro de la calle del Barco, pero se negó en rotundo a acompañarlo. El pobre hombre, como es lógico, no entendió nada.
Lo que no sabía este toledano, abuelo del autor del espacio Toledo Olvidado, que es quien ha contado esta anécdota, es que Lorca estaba cumpliendo con una de las estrictas normas de la conocida Orden de Toledo, una hermandad de artistas y escritores relacionados con la Generación del 27 y la Residencia de Estudiantes de Madrid creada por Luis Buñuel –autodenominado Condestable– en el restaurante Venta de Aires de Toledo en marzo de 1923.
Así es cómo hace un siglo que las calles de Toledo no daban crédito a lo que en sus adoquines acontecía. Cien años desde que Buñuel, con su ocurrencia, logró revolucionar a los estudiantes de la Residencia y a las silenciosas callejuelas del casco antiguo de Toledo.
A pesar de tan famosos componentes, lo cierto es que poco o muy poco se conoce de esta Orden de Toledo. No hay disponible demasiada documentación, más allá de los relatos de los propios protagonistas. Buñuel, el artífice de esta acción traviesa e intelectual, dedica a la Orden un capítulo completo en Mi último suspiro, su autobiografía escrita en su exilio en México.
Una revelación religiosa y olor a vino
«Me paseo por el claustro de la catedral, completamente borracho, cuando, de pronto, oigo cantar miles de pájaros y algo me dice que debo entrar inmediatamente en Los Carmelitas, no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento. El portero me abre la puerta y viene un fraile. Le hablo de mi súbito y ferviente deseo de hacerme carmelita. Él, que sin duda ha notado el olor a vino, me acompaña a la puerta. Al día siguiente tomé la decisión de fundar la Orden de Toledo», explica Buñuel en la citada autobiografía.
Las normas de la Orden de Toledo son férreas y tomadas muy en serio por sus integrantes. Tanto que, incluso, alguno de ellos tuvo algún problemilla que otro en 1936, como contaba el poeta José Moreno Villa desde México, tras el estallido de la Guerra Civil española. «Un poco comunista lo de esta orden», pensaron algunos «hombres ajenos a las letras y mucho más a la ironía»; aunque lo cierto es que sólo había en esta loca asociación una pizca de provocación. Cosa normal entre los extravagantes artistas, algo dadaístas, algo surrealistas.
«El punto de partida era divertirse, pasarlo bien y emborracharse. Pero es verdad que, personalmente, siempre he relacionado lo que hacían estos jóvenes en Toledo con las vanguardias históricas del momento. Lo veo como las performance que hacían los dadaístas en París y en Zúrich, que eran cosas que no tenían mucho sentido, como más tarde adoptó el surrealismo. De hecho, cabe destacar que algunos miembros de esta Orden de Toledo formaron parte del grupo surrealista de París, como el propio Buñuel o Dalí», explica Juan Carlos Pantoja, autor de La Orden de Toledo: paseos imaginarios de vanguardia.
Pantoja detalla, además, que, posiblemente, hubo algunos precedentes a la Orden de Toledo de Buñuel porque «ya hubo un grupo de grandes intelectuales, entre los que estaban Américo Castro, Alfonso Reyes, Antonio García Solalinde o Moreno Villa, que se reunían en Toledo a pasear por la noche y a beber vino a partir de 1917». Detalla que «se alojaban en una casa alquilada en la calle Cárcel del Vicario, frente a la Catedral, y se les conoció como la tertulia de El Ventanillo, debido a la existencia de un ventanuco pequeño con vistas al Valle. Buñuel dice que conoció Toledo acompañando a Solalinde, por lo que podemos pensar que quizá el aragonés estuvo en alguna ocasión en estas tertulias y que, de ahí, surgiera la idea de hacer algo parecido».
Pepín Bello –que no dejó obra, pero era amigo de todos, como comenta en alguna ocasión el galerista Guillermo de Osma–, Rafael Alberti, Dalí, María Teresa León o García Lorca y su hermano, entre otros, formaron parte de Hermandad creada de manera improvisada por Buñuel que tenía algo de «acto poético», según el poeta gaditano.
Y es que, los estudiantes de la Residencia eran amantes de Toledo, según contaba Bello en una entrevista del año 2000: «Cogíamos el tren en Madrid a Toledo, viajábamos en tercera clase y tardábamos dos horas en llegar. Subíamos desde la estación y nos íbamos a beber por las tabernas de Zocodover, que estaba muy cerca de la Posada de la Sangre, para irnos entonando un poco».
Orden de Toledo: beber vino y no ducharse
Entre las normas de la Orden de Toledo, y que dijo Buñuel con su tosquedad de Calanda, estaba la de no lavarse ni ducharse «mientras durase la visita en esta Ciudad Santa». Debían acudir a Toledo una vez al año, velar el sepulcro del Cardenal Tavera, amar Toledo por encima de todo y, por supuesto, «vagar, sobre todo de noche, por la maravillosa y mágica ciudad del Tajo», según contaba Alberti. «Los que preferían acostarse temprano no podían optar al rango de caballero, poco más que al título de escudero», explica Buñuel en su autobiografía.
Además, detalla Pantoja, «cada uno de los miembros debía aportar diez pesetas a la caja común para alojamiento y comida e ir a Toledo con la mayor frecuencia posible y ponerse en disposición de vivir las más inolvidables experiencias».
Señala Bello, rememorando las andanzas toledanas en una entrevista, que «nos hospedábamos en la Posada de la Sangre porque éramos estudiantes y nos costaba dormir sólo una peseta. Eso sí, era un sitio de dudosa limpieza, donde paraban sobre todo arrieros con sus animales». La poeta María Teresa León, en su libro Memoria de la melancolía, también recordaba que esta posada «tenía cuartitos con apenas una cama. Allí, Rafael [Alberti], esa noche no hablamos de El Greco, pero sí de las chinches. ¡Chinches toledanas! ¡Noche toledana! Encendía la luz. ¡Qué bien dormía Rafael con el pecho cruzado por cientos de animalitos buscando con frenesí el escondite de la poesía!».
Precisamente Alberti explica en La arboleda perdida que «los hermanos abandonaban la posada cuando el reloj de la catedral marcaba la una, hora en que todo Toledo parece estrecharse, complicarse aún más en su fantasmagórico y mudo laberinto» y relata con detalle, además, cómo vivió en primera persona su iniciación en la Orden de Toledo, con algo de miedo al no conocer nada de las laberínticas calles de Toledo.
«Salimos a la calle, llevando todos los hermanos, menos yo, ocultas bajo la chaqueta, las sábanas de dormir, sacadas con sigilo. El acto poético iba a consistir en hacer revivir toda una teoría de fantasmas por el atrio y la plaza de Santo Domingo el Real. Después de un tejer y destejer de pasos entre las grietas profundas del dormido Toledo, vinimos a parar al convento en un instante en que sus defendidas ventanas se encendían, llenándose de velados cantos y oraciones monjiles. Mientras se sucedían los monótonos rezos, los cofrades, que me habían dejado solo en uno de los extremos de la plaza, se cubrieron con las sábanas, pareciendo lentos y distanciados, blancos y reales fantasmas de otro tiempo. La sugestión y el miedo que comencé a sentir iban subiendo, cuando de pronto, las ensabanadas visiones se agitaron, gritándome: ‘¡Por aquí, por aquí!´, hundiéndose en los angostos callejones, dejándome –una de las peores pruebas a que se veían sometidos los novatos– abandonado, solo, perdido en aquella asustante devanadera de Toledo, sin saber dónde estaba y sin la posibilidad de que alguien me indicase el camino de la posada, además de no encontrar a esas alturas de la noche a un solo transeúnte, en Toledo, si no le informan a uno a cada 30 metros, puedes considerarte extraviado definitivamente. Al alba encontré la Posada de la Sangre, y me tiré a dormir, feliz con mi primera aventura de iniciado en los misterios de la orden toledana», rememoraba Alberti años más tarde.
Comidas y comedias en la Venta de Aires
En Toledo, los miembros de esta orden comían, explica Buñuel, «casi siempre en tascas, como la Venta de Aires, en las afueras, donde siempre pedíamos tortilla a caballo –con carnes de cerdo–, una perdiz y vino blanco de Yepes». Allí, en esta venta, representaron los amigos por primera vez el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, caracterizados con vestuario improvisado, donde vemos que Buñuel está caracterizado como párroco, una irreverencia con respecto a la iglesia y esa doble moral de sus miembros que siempre veremos reflejadas en sus películas.
«Con respecto a esto, esa relación de los artistas con la religión, Max Aub contaba la anécdota que paseando por Toledo se encontraron a una Virgen en una hornacina en la calle, podría ser la ubicada aún en la calle Alfileritos, aunque no está documentado, que Dalí comenzó a rezar de una manera devota y tierna, pero que, de repente, comenzó a escupirla con rabia y a insultarla. Pasó de una cosa a otra de manera incomprensible, haciendo una vez más gala de su pensamiento surrealista», detalla Pantoja.
Cuenta Alberti que también en las paredes de la Venta de Aires, los hermanos de la Orden habían dejado la impronta de su arte. «Bajo el emparrado, patinillo de nuestro banquete, se veían retratados a lápiz sobre la cal del muro, los principales cofrades. Su autor, Salvador Dalí, también estaba entre ellos. Alguien le dijo a los venteros que no los encalaran, que eran obras meritoiras de un famoso pintor y que valían mucho dinero. A pesar de la advertencia, años después ya no existían. Habían sido borrados por unos nuevos dueños de la venta», explica el poeta.
Tras comer, regresaban a Zocodover, siempre a pie, haciendo «un alto obligado en la tumba del cardenal Tavera, esculpida por Berruguete. Unos minutos de recogimiento delante de la estatua yacente del cardenal, muerto de alabastro, de mejillas pálidas y hundidas, captadas por el escultor una o dos horas antes de que empezara la putrefacción», añade el cineasta.
A puñetazos con los cadetes de la Academia Militar
Al regreso al casco antiguo la Orden vivió, incluso, alguna pelea con los cadetes de la Academia Militar de Infantería de Toledo, después de que algunos de ellos, piropearan de manera grosera a María Teresa León, anécdota que cuenta ella misma.
«A no sé qué hora, justo cuando íbamos visitando algunas tabernas para equilibrar con tanta iglesia, nos dimos de manos a boca con un grupo de muchachos uniformado, que se dirigieron a mí y me dijeron: ‘Rubia, me la comería a usted con traje y con todo’. Se remangó las mangas de la camisa Buñuel y al verlo avanzar los chicos salieron corriendo para no comprometerse con Aragón, región donde los insultos son más recios. Los alcanzaron y, tras varios puñetazos, los cadetes salieron vencidos. Una vecina nos alargó un botijo: ‘Beban, beban. ¡Estos cadetes siempre armando escándalo!’. Mientras, se lamía los labios de gusto porque los civiles habían cascado a los militares, esos chicos siempre a la caza de la muchachas toledanas», contaba León.
Un enfrentamiento con los militares que también recuerda Buñuel, aunque de una manera algo menos refinada que la poeta. Explica el director de cine en sus memorias. «Los cadetes eran realmente temibles. Un día nos cruzamos con dos de ellos y agarrando del brazo a María Teresa, esposa de Alberti, le dicen: ‘Qué cachonda estás’. Ella protesta, ofendida, yo voy en su defensa y tumbo a los cadetes a puñetazos. Pierre Unik viene en mi ayuda y da un puntapié a uno de ellos. Nosotros éramos siete y ellos dos, no nos vanagloriamos. Nos vamos y se acercan dos guardias civiles que habían visto la pelea de lejos, en lugar de reprendernos, nos aconsejan que nos vayamos de Toledo lo antes posible, para evitar la venganza de los cadetes. Nosotros no les hacemos caso, y por una vez, no pasa nada».
La Orden de Toledo en Tristana
Toda esta Orden de Toledo ello se ve reflejada en Tristana, la película que Buñuel rodaría aquí en Toledo. Pantoja defiende que «hizo un guiño a sus aventuras de juventud, con Catherine Deneuve vagando por las calles y visitando al cardenal Tavera, y acercándole su rostro, que es una de las grandes imágenes de la cinta».
«Aquella Orden de Toledo se reía de todo, nada se tomaba demasiado en serio. Se reían del arte, como hacían los futuristas, que defendían quemar los museos y las biblioteca, y hacían todo, además, de una forma rompedora. Sus vidas, sin duda, eran pura vanguardia», concluye Pantoja.
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