María Blanchard (Santander, 1881 – París, 1932) fue una artista con «una habitación propia», tal como apunta José Lebrelo, comisario de la extensa retrospectiva María Blanchard. Pintora a pesar del cubismo, en el Museo Picasso Málaga, que estará abierta al público hasta el mes de septiembre.
El comisario, que también ha sido durante años el director artístico del citado museo malagueño, señala que hay varios motivos para hacer una exposición de esta envergadura sobre María Blanchard –se reúnen 90 obras de la autora cántabra– y uno de ellos tiene que ver, sin duda, con «la memoria» y la «actualización de la realidad del legado pictórico que dejó». La última muestra de gran formato que se dedicó a la artista fue hace 12 años en el Museo Nacional de Arte Reina Sofía.
«La figura de María Blanchard tiene valores y cualidades muy interesantes en nuestros días. Era una mujer que nace en Santander, en una familia liberal y culta; pero se va de España muy pronto y se instala en París a partir de 1909», detalla. La artista se da cuenta, de acuerdo con el comisario, de que «si quería ser lo que ella sentía y lo que intelectualmente creía que debía ser su carrera artística, a la que estaba entregada, España no era el país para poder hacerlo».
A propósito de esa libertad en París, que atrae a artistas, intelectuales e inquietos culturales de toda Europa y también EEUU, Gertrude Stein, adinerada mecenas de Picasso o Matisse llegada a París en 1903, solía relatar que prefería vivir en el país galo porque «los franceses son dueños de su propia vida». Efectivamente, fueron aquellas bocanadas de aire fresco parisino una salvaje atracción para muchos artistas que querían encontrar su lugar en el mundo del arte. En París se vivía un ambiente moderno y vanguardista muy propicio para la evolución de una carrera artística, que era lo que buscaba María Blanchard. Allí, en esos espacios aún plagados de artistas vestidos de miseria parisina, es donde la santanderina se alinea con la élite artística del momento.
París: expatriada y sin seguir a ningún hombre
Sobre cómo era su vida en París, Lebrelo hace alusión a los conceptos expatriada y sola. Dos ideas usadas en el catálogo de la exposición por Xon de Ros, profesora de la Universidad de Oxford. «María Blanchard se va de su país, renuncia de algún modo a su familia y a la seguridad del idioma, no cuenta con muchos medios económicos y, además, no se marcha a París a acompañar a ningún otro artista masculino, algo que hoy consideraríamos machista y que, sin embargo, era usual en otras mujeres artistas de su misma época. Ella no fue pareja de ningún artista, que eran los que mandaban en esa ambiente de masculinidad. Ella siempre defiende su espacio y está dedicada a una vida parisina comprometida y centrada en el arte», apunta.
El galerista Guillermo de Osma, en una conferencia del Círculo Orellana, explicaba que María Blanchard «sufrió mucho con su físico. Tenía una joroba, una malformación genética, que le supuso una gran desventaja física y un hecho que, de alguna forma, le obligó a una vida célibe, y que fue también motivo de sorna y cuchicheos a la espalda. Sufrió, y eso es algo que se refleja en su arte. La pintura siempre fue su refugio y estaba comprometida por completo con ella». Sobre este pesar y el reflejo del mismo en sus obras, Ramón Gómez de la Serna decía que «tenía una mirada de niña, una mirada susurrante de pájaro con triste alegría»; mientras que el poeta José Bergamín recuerda su imagen «mágica y doliente».
Al llegar a París, María Blanchard se sumerge en el ambiente de Montparnasse, acudiendo a las tertulias de La Rotonde o La Dome. Inmediatamente, comienza a tener relación con Juan Gris o Pablo Picasso, y se matricula en la Academia Vitti, fundada por Cesare Vitti en París, coincidiendo allí con el español modernista Hermenegildo Anglada Camarasa como profesor. «Las mujeres tenían allí su propio espacio, entraban sin problemas a trabajar en ese ambiente de taller y acudían a clase», explica Encina Villanueva, en el ciclo de Mujeres artistas en el Prado.
Allí conoce a Angelina Beloff, artista rusa y pareja de Diego Rivera que se convierte en una de sus grandes amigas, la cual se refiere a la cántabra como «una pintora de gran talento». Relata Beloff en sus memorias que simpatizaron desde el primer momento: «recuerdo que en una ocasión, incluso, en una de las torres de Notre Dame, hicimos un pacto de amistad. María sufrió un accidente cuando era niña, era contrahecha, tenía la columna vertebral desviada y tenia una joroba en la espalda. Su cabeza era admirable y sus hermosos ojos reflejaban una gran inteligencia. Su vida en París fue heróica, apenas sin dinero, sólo recibía una pequeña pensión de una beca de su ciudad natal».
Una opinión que era compartida por gran parte de sus contemporáneos. Rivera la retrata como jorobada, «alzaba apenas poco más de cuatro pies del suelo. Eso sí, por encima de su cuerpo deforme había una hermosa cabeza. Sus manos eran, también, las más bellas manos que yo jamás haya visto».
Una arriesgada pintora cubista (1913-1919)
Lebrelo, gran admirador de su obra, destaca de María Blanchard que «era una mujer valiente que se instala sin conocer a nadie en un país desconocido, con pocos recursos económicos, pero con las cosas muy claras en aspectos artísticos. Pronto se une al grupo de los artistas más radicales y experimentales, un grupo pequeño que hacía las cosas de una forma que nadie había hecho hasta entonces. Así es como se convierte en la mujer pintora más importante del movimiento cubista».
Destacan de este periodo obras como La dama del abanico, una composición de carácter costumbrista hecha a través de planos superpuestos, a modo casi de mosaico, donde diferenciamos el movimiento del abanico, conformado con apenas tres formas trapezoidales en color amarillo.
Su forma de pintar desafía al orden establecido de las composiciones más academicistas, una corriente de la que está muy lejos, pero que es del gusto de la crítica y el público español de los primeros años del. S XX. En 1915, María Blanchard expone en Madrid junto a su gran amigo Diego Rivera, –que estaba en España con una beca del Gobierno de Veracruz en el estudio de Eduardo Chicharro–, en la muestra colectiva organizada por Gómez de la Serna: Los pintores íntegros, la cual obtuvo unas críticas bárbaras y muy desagradables. «Era la primera vez que se veía arte cubista en España, las críticas fueron feroces y muy negativas», comenta De Osma en la citada conferencia. María Blanchard no volvería a exponer en España hasta 1943 en las salas de la Galería Biosca.
«Otro elemento más para poner a esta artista en la memoria de la Historia del Arte es su singularidad y el riesgo de sus composiciones cubistas», apunta Lebrero. «Aunque todo eso no fue suficiente para ella y en 1920 abandona este movimiento centrado en bodegones o temas con carga con poco peso existencial, para dejar paso a la tercera etapa de su obra: la figurativa (1919-1932).
Regreso a la figura humana
«Recupera la representación de seres humanos en sus cuadros. Siendo justos, además, también debemos decir que el cubismo dejó de venderse bien en el mercado y de estar de moda. Y todo esto, claro, afecta a la producción artística de los artistas cubistas que vivían también de esto. El factor económico también y no debemos temer hablar de ello», comenta el comisario. No obstante, y a pesar de que la fiebre cubista estaba apagándose, las obras firmadas por autores cubistas varones seguían valorándose en el mercado, razón por la que marchantes de arte carentes de escrúpulos borraron su nombre de obras de María Blanchard para poner la de Juan Gris: «Eran más fáciles de vender y alcanzaban más precio».
En esta exposición del Museo Picasso Málaga, destaca La Boloñesa (1922-1923), comprada por el Museo del Prado, una obra donde se retrata a una pescadora con un traje festivo de la región gala de la Boulogne. Llama la atención la gran cofia blanca y almidonada que corona la figura, otorgándole solemnidad y fuerza.
Desde su punto de vista, Lebrelo defiende que con esta nueva senda, «María Blanchard se convierte en una gran defensora de los valores que están relacionados con una cierta sensibilidad femenina. A ella, que era muy avanzada, le gustaba estar cerca de mujeres valientes como ella, aunque no hablamos de los círculos de la música de Josephine Baker, que triunfaba en las noches de los cafés de París, o del círculo de intelectuales y lesbianas de Gertrude Stein y la intelectualidad americana, sino de pensadoras internacionales y nacionales, como fue el caso de Concha Espina».
De hecho, una de las obras más tempranas de María Blanchard fue propiedad de la escritora: Ninfas encadenando a Sileno (1910), pintura por la que recibió la Medalla de Segunda Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes. A propósito de esta obra, Villanueva relata una anécdota alrededor de la misma: «Llegó María a casa de la escritora, con una voz delgada y algo angustiosa, diciendo: ‘Conchita, te he mandado este mamotreto para que lo guardes en el sótano si por casualidad tienes la llave. Si no, que se lo lleve el trapero’. A lo que la Concha Espina contestó: ‘María, tengo la llave sin casualidad, pero el cuadro es hermoso y no irá al sótano. No digas locuras’».
La presencia de La Comulgante
Una de las obras que está en el Museo Picasso Málaga es La Comulgante (1914), una pintura muy especial que comenzó a pintar en 1914 y terminó en 1920, expuesta en el Salón de los Independientes con éxito de crítica y público, y comprada por el famoso coleccionista de arte, Paul Rosenberg.
En el lienzo se retrata a una niña de Primera Comunión que parece estar suspendida en el aire, junto al un reclinatorio, un altar y una parte celestial, representada por cuatro ángeles. «Hoy en día la Primera Comunión parece un tema como folclorista, pero en ese momento era algo muy importante», explica Lebrelo.
«Se trata de una niña que cada día estaba más cerca de la adolescencia y la adultez. Pinta a esta mujer comulgante descarnada y muy distinta a la candidez de otras representaciones. Sabemos que Picasso también pintó primeras comuniones, pero no tienen ni la fuerza ni la carga existencial de la pintura de María Blanchard», concluye el comisario.
Una mujer con espacio propio
Desde el punto de vista personal, al parecer, relata Lebrelo, María Blanchard era «una mujer que no hablaba mucho en las reuniones, era una persona que solía más escuchar. Diría que sus cuadros son el lenguaje que ella tiene para reivindicar un lugar propio. Representa aquella idea de Una habitación propia, de Virginia Woolf, ese libro donde decía que la mujer debía poseer espacio y dinero para poder escribir bien. Eso también se da en Blanchard, aunque bueno, ella dinero no tenía mucho; pero sí tiene esa habitación propia que es su arte, y yo diría que eso en ella es una característica propia. Y es ahí, en ese espacio, donde desarrolla una obra que no se doblega a la modas. Ella va por su cauce y va por libre».
Defiende que es «una mujer a la que poder admirar y mirar, tiene independencia y libertad, en un espacio de tiempo donde las mujeres sólo son musas o acompañantes, y solían pintar temas secundarios o decorativos. Ella pinta migrantes, mujeres viejas o espacios domésticos, donde la cocina, el bordado o el cuidado de los niños son los protagonistas».
En su última etapa, relata el comisario, María Blanchard «se vuelve muy religiosa, incluso quiere ser monja, aunque finalmente no lo lleva a cabo. No creo, de todos modos, que ese retorno fuera a un catolicismo casposo o reaccionario, sino una regreso a lo espiritual y a la intimidad del hogar como un espacio de quietud y reflexión. Una espiritualidad propia de una mujer moderna, no de alguien que busca a Dios en el pasado».
María Blanchard muere de tuberculosis en 1932 en París, la ciudad francesa que la acogió y, sobre todo, que la entendió. Un artículo de L’Intransigeant hace mención de la cántabra, definiendo su arte como «poderoso, hecho de amor apasionado por la profesión, uno de los más auténticos y significativos de su época».