«París no es para tanto», le decía Frida Kahlo (México, 1907 – 1954) a Diego Rivera, su esposo, en una carta en 1939. La pintora viaja desde Nueva York a Europa, hasta el Puerto de El Havre, en Normandía, para asistir a una importante exposición que André Breton, líder surrealista, iba a organizar en la Galería Charles Ratton de París. De acuerdo con el teórico, el surrealismo innato de Frida Kahlo iba a ser mostrado al mundo desde el epicentro del arte de vanguardia.
«México es el lugar surrealista por excelencia», comentó Breton al ver la obra mural que se hacía en el país de América Latina cuando visita México con el objeto de entrevistarse con Leon Trotski, anarquista ruso exiliado y opositor de Stalin, e impartir algunas conferencias en la universidad.
Breton y Jaqueline Lamba, su mujer, fueron recibidos por diferentes personajes de la escena cultural y artística del país, entre ellos el matrimonio Rivera-Kahlo. Encontró allí el galo, un arte mexicano donde lo real y lo espiritual, cualidades propias del surrealismo, se mezclaban de manera innata y salvaje, sin líderes ni teóricos que lo avalaran. No había manifiestos ni revolución ni debates vacuos. México era surrealista porque sí.
«México es el surrealismo por excelencia»
Breton identifica sus ideas surrealistas en la obra de Frida Kahlo, Lo que el agua me dio (1934). Un lienzo donde observan episodios traumáticos de la vida de la artista, como las múltiples separaciones de Diego Rivera y los líos amorosos de éste con diferentes mujeres, entre ellas la propia hermana de Kahlo, o su cojera, secuela de una enfermedad de la infancia. «Nunca supe que era surrealista hasta que Breton vino a México y me lo dijo», declaraba Frida Kahlo.
Era París un sueño, pero lo cierto es que no lo fue para Frida Kahlo. En la primera salida por la ciudad con Jacqueline Lamba, la mujer de Breton, la mexicana «marchaba mirando al suelo, decepcionada, pues si al llegar había percibido grisura, ahora, bajo la luz plomiza, se le presentaba una urbe de edificios negros, con basura en las calles, excrementos de perros y persistente olor a orines de la gente que se aliviaba en las aceras por la noche», relata Jaime Moreno Villareal en Frida en París, 1939 (Ed. Turner).
El París de la década de los años 30 era lo que todo adicto al arte y a la libertad anhelaba. Un ambiente canalla y bohemio, lleno de cabarets y cafés donde se departía sobre lo presente y lo venidero, con el poder de cambiar lo establecido. Se sucedían uno tras otro los movimientos artísticos que marcarían una nueva era, como el cubismo, el surrealismo o la abstracción, en la historia de la pintura de entreguerras.
Pululaban por allí todos los artistas de vanguardia que harían historia, como Man Ray, Picasso, Kandinsky, Dora Maar, Tanguy, Max Ernst, Paul Éluard o Michel Petitjean, entre otros; así como los mecenas de arte norteamericanos más importantes del S. XX, los cuales saldrán muy beneficiados desde el punto de vista de la compra de arte con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, como Peggy Guggenheim. Muchos de los artistas, la mayoría de ideas comunistas y de izquierdas, tuvieron que vender sus piezas a precios muy económicos para conseguir dinero con el que poder embarcarse hacia EEUU, sobre todo tras el avance de las tropas nazis a Francia después de la invasión de Polonia.
La visita a Europa de Frida Kahlo se desarrolló muy lejos de sus expectativas, y así lo hace saber en las decenas de misivas que envía, tanto a Diego Rivera como a su amante del momento, Nickolas Muray, fotógrafo de la revista Vanity Fair y Harper’s Bazaar, a quien relata «lo putas que son esta gente, estos intelectuales son tan malditos y tan podridos –refiriéndose a los surrealistas–, que me dan ganas de vomitar. Es demasiado para mi carácter, no lo puedo aguantar más tiempo. Prefiero sentarme en el suelo en el mercado de Toluca para vender tortillas que tener trato con estos putos artistas de París».
También le llama la atención las horas muertas que se pasan en los cafés «calentando sus preciosos culos hablando sin parar de cultura, arte, revolución y más y más, figurándose que son los dioses del mundo, soñando las más fantásticas estupideces y envenenando el aire con teorías y más teorías que no van a materializarse nunca». Porque, apunta, a pesar de la notoriedad social e intelectual de la que gozaban, «los surrealistas no tienen nada que comer en sus casas porque ninguno de ellos trabaja y viven como parásitos del puñado de putas ricas que admiran su genio de artistas. Hay en ellos algo tan falso e irreal que me vuelve loca».
18 obras atrapadas en la aduana
Semanas antes de embarcar en EEUU rumbo a Europa, Frida Kahlo manda desde la Galería de Julien Levy –su marchante de arte en Nueva York– a París un total de 18 obras, que son las que se expondrían en Mexique, la muestra surrealista de Breton. La sorpresa es mayúscula cuando, al arribar a Francia, la pintora descubre que todos los cuadros enviados estaban en la aduana porque Breton no tenía dinero para abonar los 2.000 francos que pedían por retirarlos. «Están ahí porque la galería no se ha hecho cargo de los gastos», se justifica el escritor cuando la mexicana le pide cuentas. Y así era: la galería no se había hecho cargo de nada porque la Galería Charles Ratton no iba a acoger ninguna exposición.
En definitiva, descubre con decepción que no había ni cuadros ni espacio para exponerlos. Ni siquiera el surrealista había organizado una habitación individual donde hospedar a su invitada. Al bajar del barco, tras una travesía terrible, son Lamba y Dora Maar, fotógrafa surrealista y pareja del momento de Pablo Picasso, quienes están esperando a Frida Kahlo para llevarla hasta el apartamento de la rue Fontaine de París, donde vivía el matrimonio Breton junto a su hija, Aube. Una criatura de cabellos claros que se mostró amable y entusiasmada con la exótica mexicana con la que iba a compartir habitación, mientras la pareja dormía en unos divanes en el salón.
Para alivio de todos, no tarda en irse para hospedarse en el Hotel Regina, bien ubicado frente al Museo del Louvre, donde, además de descansar de manera burguesa y tomar baños calientes, también tiene encuentros amorosos con Lamba, la mujer de Breton. «Lo mejor es que contaba con bañera y lavabo propios. En los días que pasó en el apartamento de los Breton, tampoco pudo bañarse porque no había carbón para calentar el agua, y el retrete estaba fuera de la casa», detalla Moreno Villareal en el citado libro.
Un ángel llamado Marcel Duchamp
«Tuve que esperar como una idiota hasta que conocí a Marcel Duchamp (Francia, 1887–1968). Un pintor maravilloso y el único que tiene los pies en la tierra, entre todo este montón de cuco loco de los surrealistas», señala la misma carta a Muray.


«A Frida le encantó el respingo con el que Duchamp fritaba el fósforo para encender su pipa, pero aún más su actitud muy trucha y un tanto cínica. Le agradó, además, que no compitiera, se veía que ya los había vencido a todos. La gran nariz recta y su pelo engominado hacia atrás con gomina, lo hacían fácilmente caricaturizable. Se acercó a Frida con una frase: ‘We are waiting for you, dear!’ y ella se sintió bienvenida. Tras ello, le anuncia que ¡ya había galería!, la Renou et Colle», relata Moreno Villarreal.
Duchamp junto con Peggy Guggenheim, la gran mecenas y galerista norteamericana e íntima amiga del artista, logran desbloquear las obras de la aduana, y convencer a la galería Renou et Colle que debe acoger la exposición de la mexicana. Probablemente, Guggenheim accede a ayudar a la creación de esta exposición por su amistad con Duchamp, pues la sobrina de Solomon R. Guggenheim, de acuerdo con el relato del libro, no estaba nada convencida de cómo iba a montarse la exposición.
Breton, en una recepción organizada en casa de Marcel Duchamp y Mary Reynolds, su esposa, relató ante la bohemia parisina cómo había sido la conquista de México, el país donde había tomado la iniciativa de hacer Mexique en Francia, con la intención –dijo– de saltar también a Londres, mientras miraba de reojo a Peggy Guggenheim, insinuando una invitación en su galería inglesa casi recién inaugurada.
«No acabo de entender tus obras expuestas con artesanías mexicanas»
«Querida –refiriéndose a Frida Kahlo–, me encanta tu trabajo. De hecho, estoy en contacto con Levy –su marchante en NYC–. Habrá que afinar detalles, porque eso de exhibir artesanías junto a lo tuyo, no acabo de entenderlo», dijo Guggenheim a modo de respuesta y en inglés, de modo que Breton no se dio por enterado.
«La exposición de Londres está cerrada con una vieja Guggenheim. Una gringa judía de esas que andan puteando disfrazadas de hindú de carpa. No me importa nada si realmente me hace la muestra, creo que es la que expone a toda la manada de surrealistas gabachos», le contó Frida a Diego Rivera en una carta tras aquel aperitivo en casa de los Duchamp.
Y es qué Mexique resultó ser una exposición donde los 18 cuadros de Frida Kahlo se mezclaban con esculturas precolombinas y artesanía azteca, y con fotografías del también mexicano Manuel Álvarez Bravo. Ni siquiera las invitaciones enviadas a los asistentes habían sido serigrafiadas correctamente con el nombre de Frida Kahlo, anunciando su presencia, sino que se tuvo que poner a posteriori en bolígrafo rojo.
La repercusión Mexique no fue la esperada y apenas se vendieron obras, con excepción de un autorretrato que hoy se conserva en el Centro Pompidou de París. Eso sí, la imponente presencia de la mexicana fue permeable entre sus contemporáneos, que no dudaban en escribir a sus amigos mostrando su fascinación por su especial indumentaria. De alguna forma, estar delante de esa figura tan diferente a lo europeo era una manera tangible de poder tocar el surrealismo. Frida Kahlo no se vistió al estilo francés –europeo– en ningún momento. A París llegó como si entrara en la Casa Azul.
En marzo de 1939, Wassily Kandinsky la describe así en una carta enviada a sus amigos Anni y Josef Albers. «Ella estaba allí, en su exposición. Estaba en persona y con un vestido mexicano; estaba despampanante. Al parecer», describe sorprendido, «siempre viste así. Había muchas damas de aspecto bastante excéntrico (el espíritu de Montparnasse), pero ninguna podía rivalizar con aquel vestido mexicano».
La huella parisina en un retrato de Dora Maar
De aquel paso por París, quedó un retrato muy interesante hecho en el estudio de la fotógrafa surrealista Dora Maar, que ahora puede verse en la exposición individual que le han dedicado a la ex amante de Picasso en el Museo Lázaro Galiano de Madrid, activa hasta el mes de septiembre. En esta imagen, se ve a Frida Kahlo erguida frente a la cámara, vestida con su huipil y su falda tradicional mexicana, sus cabellos oscuros recogidos con sus características trenzas con flores y cintas, junto a grandes accesorios. Seria, desafiante y mirando al espectador.
El 25 de marzo Frida Kahlo deja Europa y se embarca hacia Nueva York, donde permanece unos días, y después regresa a México. Rechazó exponer en Londres en la galería de Guggenheim, los tiempos no estaban para estar por ahí con sus obras al retortero. De hecho, la Segunda Guerra Mundial estallaría en septiembre de 1939.
En este caso, a Frida Kahlo no le quedó la bellísima y cosmopolita París, como a Rick Blaine en Casablanca.

