En 2014, Ocho apellidos vascos revolucionó el cine español. La comedia protagonizada por Dani Rovira y Clara Lago no sólo conquistó al público, también pulverizó todos los récords: recaudó más de 77 millones de euros y se convirtió en la película más taquillera de la historia del cine español. La industria celebraba su fenómeno del año, las marquesinas brillaban con su rostro, las marcas lo querían como imagen y los teatros duplicaban sus contratos. Sin embargo, en el epicentro de todo ese éxito, Dani Rovira no sonreía.
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Así lo confiesa el propio actor y humorista en Vale la pena, su nuevo monólogo en Netflix, donde con crudeza (y humor) repasa algunos de los momentos más oscuros de su vida. Y sorprende al ponerle fecha exacta a su primer gran golpe emocional: el estreno de Ocho apellidos vascos.
«Supongo que todos hemos estado tristes alguna vez… Pero hubo un momento en el que la tristeza se me coló de forma más contundente», explica sobre aquel periodo. El contraste entre lo externo (el aplauso masivo, el éxito comercial, el romance con su compañera de reparto) y lo interno fue demoledor. «No sabía cómo gestionar lo que estaba pasando. Fue todo tan rápido, tan desbordante, que me perdí por dentro», reconoce.

Cuando el anonimato se convierte en un lujo perdido
Rovira pasó de no haber hecho cine en su vida a convertirse, de la noche a la mañana, en el protagonista del mayor fenómeno cinematográfico español. La presión, las expectativas, las entrevistas sin pausa, los contratos publicitarios y la sobreexposición pública terminaron por quebrarlo emocionalmente. Lo cuenta sin rodeos: «Un día me desperté llorando y no sabía por qué».
Fue entonces cuando su pareja de aquel momento, Clara Lago, le hizo una sugerencia que, según dice, le cambió la vida: ir a terapia. En su primera sesión, su terapeuta fue directo: «Denoto en ti una enorme tristeza». Aquellas palabras, lejos de incomodarlo, le abrieron una puerta a una comprensión más profunda: lo que estaba experimentando era una especie de duelo simbólico. El duelo por haber perdido algo tan simple (y tan valioso) como su anonimato.

«No podía ir a recoger a mis sobrinos al cole, ni pasar un día tranquilo bajo la sombrilla en Málaga», lamenta. Se sentía observado, señalado, convertido en un personaje público sin haber elegido serlo de ese modo. «Me sentía como un Pokémon de oro. Ponía un pie en la calle y ya estaba todo el mundo pendiente», recuerda.
Once años después: herramientas, calma y otra forma de éxito
Han pasado once años desde aquel punto de inflexión. Rovira ha aprendido a proteger su espacio personal y a convivir con las luces del foco sin que lo deslumbren. «Ahora la espuma ha bajado, y no sabéis cuánto lo agradezco», dice con sinceridad. Se ha refugiado en su casa, en su gente, y en una comedia más íntima y sanadora, como la que ofrece en Vale la pena, donde el humor y la vulnerabilidad conviven sin contradicciones.
Rovira, que también ha superado un cáncer en estos años, no busca ya el éxito medido en cifras, sino en bienestar. La historia que parecía una comedia perfecta escondía una cara amarga que hoy el propio actor expone sin filtros. Porque, como él mismo resume en su monólogo, «a veces hay que tocar fondo para saber qué vale la pena de verdad».