Dentro de El refugio atómico de Netflix no sólo se juega la supervivencia de un grupo de millonarios ficticios, también se pone en escena la consolidación de España como el gran plató de la Unión Europea. La serie de Vancouver Media se convierte en la producción más cara de Netflix en nuestro país y sirve de ejemplo de un sector audiovisual que mueve más de 2.000 millones. Ese mismo impulso late en otra industria hermana que ha dejado de ser alternativa para convertirse en coloso: el videojuego. Según Newzoo, en 2024 los videojuegos puros generaron 185.000 millones de dólares (157.000 millones de euros) y si se añade el ecosistema completo la cifra se dispara por encima de los 500.000 millones.
Como explica José Luis de Arteche de Manuel, coordinador del Grado de Videojuegos de la Universidad Europea, «no hemos llegado aún al pico». Una afirmación que resuena también en esta nueva historia de Netflix: España se ha instalado en el mapa del entretenimiento global y todavía queda margen para seguir creciendo.
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En el fondo de la tierra, a 300 metros de profundidad, encontramos la ficción más ambiciosa que Netflix ha producido en España. El refugio atómico es un manifiesto de lujo extremo, de cómo incluso el apocalipsis puede vivirse con estilo si el bolsillo lo permite.
Se ha invertido más de 30 millones de euros en El refugio atómico de Netflix (según informan medios como Periodista digital), superando con creces lo que en su día costó levantar La casa de papel, y lo ha hecho de la mano de los mismos creadores, Álex Pina y Esther Martínez Lobato, especialistas en encerrar a personajes en espacios imposibles y convertir la tensión en espectáculo global.

Así es ‘Kimera Underground Park’, en El refugio atómico de Netflix
Miren Ibarguren lidera el reparto como Minerva, la CEO del búnker, rodeada de nombres como Joaquín Furriel, Natalia Verbeke, Carlos Santos, Montse Guallar o Álex Villazán.
Todos ellos se mueven en un decorado colosal: el Kimera Underground Park, un búnker de lujo concebido como un parque subterráneo de veinte mil metros cuadrados. Dentro, todo recuerda a un resort de alto nivel más que a un refugio antinuclear: tres plataformas, cuarenta y cinco módulos, spa, gimnasio, un centro médico y zonas comunes. No hay claustrofobia, sólo exclusividad llevada al extremo.

¿Pagarías 48 millones por refugiarte en el búnker?
Lo que la ficción plantea: multimillonarios que, huyendo de la amenaza nuclear, quedan atrapados en un mismo espacio bajo tierra, obligados a convivir con sus rivales, sus secretos y sus miedos. El encierro se convierte en tortura emocional, en una guerra fría de egos y silencios, en un reality de élite donde sobrevivir no depende del dinero sino de la resistencia psicológica. Porque, aunque pagues la entrada (que en la narrativa de la serie asciende a la escalofriante cifra de 48 millones por plaza), nadie te garantiza que la vida bajo tierra sea tan perfecta como prometen los catálogos.
¿Pagarías por asegurarte un refugio subterráneo? ¿O preferirías quedarte en la superficie, aunque signifique enfrentarte al caos sin más protección que tu propio valor? Netflix ha levantado su búnker de lujo en la ficción, y lo ha hecho para que todos nos preguntemos si de verdad querríamos vivir para contarlo.