Entre las dunas doradas de Wainscott, en los Hamptons, se esconde una casa que fue mucho más que un retiro de verano: fue el santuario íntimo de Estée Lauder, la mujer que cambió la industria de la belleza desde su tocador. Con el reciente fallecimiento de su hijo Leonard Lauder, a los 92 años, el legado de esa residencia —y el modo en que pasó a manos de su nieta Aerin— vuelve a resonar con fuerza en el imaginario de la familia. Porque, aunque fue concebida como un refugio de armonía, la herencia de esta casa no estuvo exenta de cierta tensión familiar: un traspaso simbólico que, dicen, no todos en la familia recibieron con la misma sonrisa.
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La casa de verano de Estée Lauder
Con la reciente muerte de su hijo Leonard Lauder a los 92 años, la historia de esa casa vuelve a estar en el centro de la conversación. Fue Leonard quien custodió durante años ese santuario junto al mar. Sin embargo, hace más de una década, la propiedad pasó a manos de su sobrina y protegida: Aerin Lauder, nieta de Estée, directora de estilo de Estée Lauder y fundadora de su propia marca.

La casa, como reveló la propia Aerin, conserva la estética limpia, luminosa y sin artificios que tanto caracterizaba a su abuela. Estée no era ostentosa: prefería los muebles blancos, las telas de algodón, los cojines suaves, los floreros con peonías recién cortadas. Era un lujo sutil, de ese que no grita pero permanece.
Ubicada a pocos minutos de la playa, la residencia tiene grandes ventanales que dejan entrar la brisa marina, una cocina con olor a limón y menta, y un porche cubierto que ha sido testigo de largas sobremesas familiares y confidencias de generaciones. No hay en ella un alarde de modernidad, sino una delicada permanencia de lo que fue y lo que sigue siendo.

El símbolo de una dinastía de Leonard Lauder
Aunque no es la mansión más grande de los Hamptons, es posiblemente la más simbólica. Porque esa casa, en realidad, resume el espíritu Lauder: discreta, familiar, femenina, elegantísima.
Cuando Leonard Lauder decidió cederle la casa a su sobrina, no sólo le entregó unas llaves, le confió una historia. Aerin, apasionada del diseño, de la decoración, del arte de vivir, supo enseguida que ese lugar no debía ser reformado radicalmente, sino preservado. Le dio su toque, sí, pero sin borrar el alma de Estée.

Hoy, la casa es un híbrido entre museo emocional y casa vivida. En las paredes cuelgan fotografías de la familia, bocetos de antiguos frascos de perfume, muebles originales de los años 60, libros de estilo y pequeños objetos que parecen hablar.
Aerin pasa allí sus veranos con su marido, sus hijos, y una rotación constante de amigos y colaboradores. En muchos sentidos, ha convertido la casa en el corazón no oficial del universo Lauder, un punto de encuentro entre la tradición y la reinvención.

Mientras los Hamptons se llenan cada temporada de villas espectaculares con piscinas infinitas y chefs privados, la casa de los Lauder mantiene su magnetismo precisamente por lo que no tiene. No hay alardes tecnológicos ni arquitectura disruptiva.
Aunque en su momento la cesión de la casa pudo haber generado susurros y alguna que otra incomodidad en la familia —después de todo, no deja de ser una joya sentimental dentro del imperio—, lo cierto es que la elección de Aerin como heredera de este lugar es coherente con su papel como custodia del legado estético y emocional de Estée. Hubo quien pensó que ese privilegio debía haber recaído en otro miembro del clan, quizá más senior, quizá más cercano a la estructura del negocio. Pero Estée siempre valoró el gusto, la sensibilidad, el ojo entrenado. Y Aerin lo tiene.