Como si de un guion de La flor de mi secreto se tratara, Marisa Paredes ha dicho adiós de manera inesperada. La actriz, una de las grandes damas del cine español, falleció esta semana en Madrid a los 78 años, víctima de un fallo cardíaco. Se va en pleno trabajo, con una obra pendiente de estreno y el Lorca de Honor del Festival de Cine de Granada aún reciente en sus manos. Pero entre aplausos y focos, había un espacio donde Marisa vivía su propia película, alejada del personaje: su casa en las Torres Blancas, un edificio que conquistó su mirada desde sus inicios y donde compartió vida, amor y cultura con su pareja, Chema Prado. Un refugio arquitectónico tan singular como ella misma.
Marisa Paredes descubrió las Torres Blancas mucho antes de que estas formas orgánicas y escultóricas de hormigón se convirtieran en un icono madrileño. Las admiró desde que comenzaron a construirse en los años 60, un tiempo donde la modernidad se abría paso, igual que lo haría ella en el cine español.
En 1983, su vida se entrelazó con aquel edificio cuando conoció a Chema Prado, su gran amor y compañero de vida, que ya ocupaba uno de los apartamentos. Fue entonces cuando Marisa convirtió uno de esos espacios únicos en su refugio definitivo, un hogar que compartía su carácter: sólido, atemporal y lleno de personalidad.
El piso que habitó junto a Prado no sólo era una vivienda, era una declaración de intenciones. Una combinación de intimidad y arte, con vistas al cielo de Madrid y un ambiente que reflejaba su pasión por el cine, la literatura y la vida bien vivida. Un espacio donde las estanterías desbordaban historias y los recuerdos se amontonaban en rincones, como si cada objeto contara una pequeña anécdota. Allí, entre paredes de hormigón y luz natural filtrada, Marisa encontraba el equilibrio entre la vorágine de los rodajes y los estrenos.
Mezcla de brutalismo y calidez
Cuando el arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oiza concibió las Torres Blancas a mediados de los años 60, lo hizo con una visión que desafiaba las normas arquitectónicas de la época. Este edificio, que destaca en el horizonte de Madrid con su estructura de hormigón orgánico y curvas sinuosas, no es sólo una obra maestra del brutalismo, sino un símbolo de modernidad que sigue fascinando a arquitectos y diseñadores.
Ubicadas en la avenida de América, Torres Blancas se finalizó en 1969, transformándose de inmediato en una pieza clave de la arquitectura madrileña. A pesar de su nombre, el edificio no está compuesto por múltiples torres, sino que es una única estructura vertical de 23 plantas y 71 metros de altura que desafía la rigidez de los rascacielos tradicionales. El arquitecto Sáenz de Oiza imaginó una especie de árbol habitable, donde las formas orgánicas de las terrazas cilíndricas evocan ramas y hojas.
Los apartamentos, como el de Marisa Paredes, tienen una distribución abierta, con espacios modulables y detalles que reflejan la calidad del diseño. La mezcla entre brutalismo y calidez crea una atmósfera atemporal.