«La mujer moderna que aparece en las primeras décadas del S. XX tuvo una apariencia de revolución. Se comenzaba a vestir la indumentaria antifemenina; es decir, la falda más corta y el pelo a lo garçonne. Y se puso de moda la delgadez, frente a lo voluptuoso que gustaba a los hombres españoles, porque, decía la periodista Matilde Muñoz, ‘la mujer española engordaba por el aburrimiento cotidiano’», escribe Shirley Mangini en Maruja Mallo (Ed. Circe), biografía de la pintora de la Generación del 27.

Y añade: «Se elevó el maquillaje, se fumaban largos cigarrillos como estrellas de Hollywood, y se lanzaban a los deportes, como el tenis y el golf. En ese momento, tras la Primera Guerra Mundial, todo lo moderno –incluido el arte moderno– levantó todo tipo de recelos y protestas, incluso entre algunas plumas que, irónicamente, hoy en día siguen siendo considerados liberales».

Maruja Mallo (Viveiro, 1902 – Madrid, 1995) encajaba en la descripción: era una mujer moderna. «Sobresaltó a sus contemporáneos con su arte de vanguardia, y escandalizó por negarse a aceptar las normas que se trataban de imponer a las mujeres», detalla la biógrafa. Nada de carabinas para ir por la calle, a ella le gustaba deambular traviesamente por las calles de Madrid, y lo hacía tanto por Salamanca o Chamberí, como por los barrios más obreros y zonas bajas. Esa forma de observar a todos los estratos de la sociedad, sobre todo en eventos populares, marcará la obra de la gallega.

La pintora, que procede de una familia numerosa –14 hermanos– de clase acomodada, es aceptada en la Real Academia de San Fernando de Madrid en 1922. A pesar de «la misoginia de la institución», afirma Mangini, se adapta perfectamente y termina sus estudios con éxito. El motivo de esta adaptación, al parecer, y de acuerdo con la autora, es la forma masculina en la que Maruja Mallo se relaciona y socializa con su grupo de amigos, casi todos hombres y procedentes de la Residencia de Estudiantes, la cuna de la modernidad y el lugar de Madrid donde estudiaban Luis Buñuel o Federico García Lorca, jóvenes intelectuales sedientos de saltarse lo establecido, tanto desde el punto de vista social como del arte.

«Mitad ángel, mitad langosta»

Maruja Mallo en su estudio de Madrid, mayo de 1936. @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024

Es, precisamente, en la Academia de San Fernando donde Maruja Mallo conoce a Salvador Dalí, convirtiéndose en inseparables. El catalán la describía como «mitad ángel, mitad marisco», debido a su personalidad única y su enfoque innovador del arte. «Ángel» por su talento excepcional y su naturaleza etérea; y «marisco» por su vibrante y exuberante personalidad, además de su arte distintivo.

Debido a aquella amistad, Maruja Mallo se sumerge de lleno en el grupo de la Generación del 27, de la cual forma parte y a la que contribuye determinantemente con sus ideas y su pintura, y colaborando visualmente de manera estrecha con poetas como Rafael Alberti o Miguel Hernández, aunque no siempre esta labor haya sido reconocida, ni por ellos mismos, ni por los teóricos/estudiosos del movimiento. «Podemos afirmar que fue una de las fundadoras de la vanguardia en España, aunque se la trató de manera diferente que a sus contemporáneos hombres», aclara Mangini.

Fundadora de la vanguardia en España

La verbena, 1927 (septiembre). @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024

Ella se consideraba en el centro de la modernidad de los años 20 y 30, y así era; pero sus amigos de la vanguardia no parece que «la tomaran muy en serio». Como detalla la catedrática Estrella de Diego, «mientras Maruja habla de ellos constantemente, ellos no suelen hablar de Maruja. A menudo se tiene la sensación de que no llegaron a verla más que como a esa chica moderna que aparece en las fotos, excluida de cosas trascendentales, como hacía André Breton con las surrealistas francesas».

Más allá de la problemática relación con los intelectuales de la Residencia o la aceptación de la artista como una figura clave de la modernidad de la pintura española, la producción de Maruja Mallo es magnífica y muy personal, aunque, por desgracia y por diversas razones, no demasiado extensa. Mucha obra se perdió durante su exilio; pintaba muy despacio y con «la misma disciplina y perfeccionismo que un monje», explica el galerista Guillermo de Osma, a pesar de su aspecto y carácter alocado; y siempre trabajaba en series.

Esa trayectoria y su modus operandi en el proceso creativo son algunos de los aspectos que se pueden observar ahora en la gran retrospectiva que acaba de inaugurar el Centro Botín de Santander, junto al Museo Reina Sofía de Madrid: Maruja Mallo. Máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982.

Un total de 90 pinturas, además de dibujos, se podrán ver en la ciudad cántabra hasta el 14 de septiembre, permitiendo al público conocer y descubrir la obra de una artista determinante en la transformación de la pintura de los años 30 en España, y, además, con una visión muy interesante de un Madrid que estaba cambiando de piel. Una ciudad que estaba transitando hacia la industrialización y la modernidad, en línea con el resto de capitales de Europa –aunque en menor medida que París–, que estaba acogiendo a decenas de personas de provincias que venían buscando oportunidades laborales.

El Madrid de Maruja Mallo antes de la guerra

En la obra de Maruja Mallo esa transformación de Madrid y los cambios sociales y políticos que se están dando durante su formación artística son muy importantes. Entre 1900 y 1930 emigran del campo a la capital alrededor de 450.000 personas, y la ciudad experimenta un cambio espectacular porque los límites de la urbe no paran de expandirse. Debido a la neutralidad de España en la I Guerra Mundial, según el escritor Mariano Tudela, «la ciudad era una Arcadia feliz que se llenó de duques rusos, presuntas altezas reales, un aluvión de aventureros y cortesanas célebres».

Madrid crecía industrialmente, aunque seguía teniendo ese brillo de lo popular y lo rural. Describe Mangini que «aún podían verse algunos pastores circulando con sus rebaños por las avenidas y se podía comprar leche en las lecherías de Madrid, con vacas en la trastienda; pero también se abría el Metro en 1919, comenzaron a hacerse más visibles las mujeres, y a mezclarse el proletariado con la aristocracia en las fiestas callejeras de conmemoración de vírgenes y santos».

Este era el Madrid de Maruja Mallo, quien paseaba por la ciudad sola, sin compañía, algo sólo propio de mujeres dedicadas a la prostitución, y siempre sorteando lo presuntamente correcto. «Se paseaba tanto por los barrios ricos como por los pobres, por las zonas de tiendas o los barrios bajos, y todo lo que veía lo registraría más tarde en ciertas escenas callejeras de sus obras».

Patricia Molins, comisaria de la exposición y miembro del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Arte Reina Sofía, explica que Maruja Mallo es «un poco la abanderada de una generación de mujeres que por primera vez aparecen como colectivo y tienen presencia artística, ya que se les permite estudiar en las escuelas y luego conseguir trabajo en las revistas o en la enseñanza».

Y es que, añade, tanto ella como sus compañeras, Remedios Varo o Delhy Tejero, «tienen que representar por primera vez una visión femenina del mundo y representarse a sí mismas como mujeres modernas que salen a estudiar y a trabajar. Ellas mismas son y se presentan como un símbolo de modernidad».

La politización de los artistas

La Sorpresa del trigo, 1936. @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024.

Destaca Molins, quien muestra entusiasmo con la nueva muestra, que la aparición de la pintora «fue fulminante, dejó deslumbrado a todo el mundo, por su uso del color y por esa forma que tenía de trabajar lo popular, en un momento en el que la dictadura de Primo de Rivera está a punto de caer». Comenta, además, que en ese momento «hay movimientos sociales y los artistas comienzan a estar politizados, viendo en lo popular un apoyo para el arte. Por ello, tienen la creencia de que la esencia de la nación está en lo popular y no en los héroes que habían contado desde ámbitos academicistas o en la negrura de la Generación del 98, donde primaba el pesimismo».

La Generación del 27, de acuerdo con Molins, a la que pertenece Maruja Mallo, «es muy optimista, y vive la calle y todo lo que conlleva diversión, como las verbenas o el cine. Tienen la idea de regenerar España, por eso la gallega pinta a la España popular, acariciando la posibilidad de que hubiera un cambio estético; un arte antiburgués mucho más colorista, alegre y espontáneo. Ella creía, en definitiva, que el arte más popular se ajustaba mucho más a una España democrática».

El trabajo en series

Con respecto a su producción, Maruja Mallo trabaja despacio. Es muy perfeccionista y tiene un dominio absoluto de la técnica y de la geometría, de la que emanan las figuras. Si algo, además, caracteriza a la pintora es su trabajo en series, una organización que hace a lo largo de toda su vida y que permite hacer un recorrido con coherencia cronológica, y diferenciar muy bien todas sus etapas creativas.

La muestra comienza con la obra Indígena, donde sale una mujer corriendo con una cabra, y una mujer rubia que saluda desde una ventana –al parecer es una representación de su amiga Concha Méndez, pareja de Buñuel–, anunciando su interés en la mujer moderna y el interés por otras culturas.

Tras ello, el paisaje urbano que tanto le cautivaba, trabaja en la serie de Las Verbenas (1927 – 1928), que son las más personales obras de Maruja Mallo y que participan activamente en esa relación entre lo popular, la vanguardia y la regeneración social la que se refería Molins anteriormente. En estas obras, de colores vibrantes, se observan personas de clases y razas muy distintas retratadas burlonamente: mujeres disfrazadas de ángeles negros, reyes y magistrados de cartón piedra, teatrillos de toros y manolas, e intelectuales montados sobre cerdos que tiran de un tiovivo que les traslada a mundos alternos, como las pirámides del desierto o China.

Un aspecto que merece la pena destacar de esta exposición en Santander es que, por primera vez, se han reunido en un mismo espacio todas las escenas de Las Verbenas. Algo que no ocurría desde 1928, año en el que se expusieron de la mano de Jose Ortega y Gasset en la Revista de Occidente, entre las que destacan el Mago/Pim Pam Pum (1926), del Art Institute of Chicago, y Kermesse (1928), del MNAM Centre Georges Pompidou en París.

Y tras el Carnaval… la Cuaresma

«Comenzaba la serie de Las Verbenas con mucho color y, a continuación, apagaba la paleta en la serie de Cloacas y campanarios, donde predominan los blancos, negros y ocres. En muchas ocasiones, la obra de Maruja Mallo era como pasar del Carnaval a la Cuaresma», comenta Molins.

Y es que en Cloacas y campanarios (1930-1932) no hay vitalidad. Aquí la figura humana solo aparece como huella o residuo. Con pinturas como Tierra y excrementos (1932), del Reina Sofía, o El espantapájaros (1930), de una colección particular, se acerca al surrealismo para presentar una visión necrológica e inquietante de la naturaleza.

Esta serie salida de su imaginación, gozó de una gran acogida en París, donde estuvo en 1932. Fue, incluso, del gusto de Breton, padre del surrealismo, y de los críticos del momento, como Jean Cassou que calificó las obras de «extraordinarias pesadillas que proceden de esa España brutal que nos han dado a conocer las cintas de Buñuel» o Paul Fierens, que las describe así: «He tocado la muerte con Maruja Mallo, una española sin abanico ni castañuelas que arma sobre las paredes de la Galería Pierre extrañas panoplias de blancas osamentas sobre fondo negro».

El Mago / Pim Pam Pum, 1926. @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024.

Por su parte, en la serie de Arquitecturas rurales (1933-1935) dibuja esqueletos o carcasas de silos, y otras construcciones efímeras usadas para la cosecha de cereales. Habiendo también espacio para la serie La religión del trabajo (1937-1939) –que constaría en total de siete obras– apreciándose imágenes arcaicas de diosas o damas, con el rostro rodeado por espigas o redes. Se pueden ver colgadas en la sala obras como Canto de las espigas (1939), del Reina Sofía, o La red (1928), de una colección particular. Molins destaca que con ellas «inicia lo que considera un renacimiento, un nuevo clasicismo, entendiendo el arte como salvación frente al tiempo y la destrucción bélica».

De la Religión del trabajo llaman la atención las manos monumentales de las que nacen espigas, no son sólo un instrumento con el que trabajar y cultivar la tierra, también son un elemento de reivindicación. La propia Maruja Mallo detalla que «sólo quise pintar la manifestación del 1º de mayo de 1936, cuando vi alzarse entre la multitud un brazo sosteniendo una barra de pan que me recordó a una consagración eucarística proletaria. Era una campesina que venía caminando desde Tarancón y participaba en las reivindicaciones de mejores condiciones laborales».

Sus últimos años en España

Arquitectura humana, 1937. @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024.

Maruja Mallo, explica Mangini, está afiliada al Sindicato de Artistas desde 1931. En ese momento pocos artistas e intelectuales eran neutrales en los años y meses que precedieron al Guerra Civil, ya que la mayoría de ellos presentían que la tragedia estaba por llegar, por lo que su obra estaba ya muy politizada. En la pintura de la artista nacida en Viveiro, este compromiso sociopolítico se observa en la Religión del trabajo, así como en algunas de sus cerámicas.

Poco antes de julio de 1936, Maruja Mallo se va a Galicia para trabajar con las Misiones Pedagógicas, proyecto de la Institución Libre de Enseñanza que tiene el fin de acortar la brecha entre la enseñanza entre la ciudad y las zonas rurales. Dio clases de arte en la Escuela de Artes y Oficios de Vigo, mientras andaba enamorada, siempre según la biografía de Mangini, del sindicalista Alberto Fernández Martínez, alias El Mezquita, tras el tumultuoso romance con Rafael Alberti.

Describe así los días de Maruja Mallo en Galicia y sus visitas al pueblo costero de Beluso: «Visitó las lonjas, hizo bocetos de barcas, aparejos de pesca y de pescadores y pescadoras, dibujos que se llevó a Argentina y que aprovecharía para crear la ya citada Religión del trabajo. En julio de 1936, se esconde en casa de familiares y seis meses más tarde sale a Portugal a través de Tuy. En noviembre de 1929, desde la Asociación de Amigos de las Artes de Buenos Aires mandan un telegrama con ‘una invitación urgente’ para una exposición en la ciudad argentina, así que todo hace pensar que alguien le ayuda a salir de España».

Y es que la artista de la Generación del 27 no sólo había mostrado compromiso con la República, también su relación con El Mezquita le podría poner en serios aprietos. «Cargada con su equipaje y su obra La sorpresa del trigo, cruza la frontera a Portugal y con la ayuda de Gabriela Mistral –futura Nobel de Literatura– y Pablo Neruda, llegó con a documentación necesaria a Buenos Aires el 9 de febrero de 1937», termina Mangini.

La recuperación de los años 70

Máscara tres-veinte, 1975-1978. @Maruja Mallo, VEGAP, Santander, 2024

Maruja Mallo regresa a España desde Argentina en 1962. Nadie sabía quién era, a pesar de haberse erigido en los años 30 como la mejor pintora de Madrid, junto a Benjamín Palencia, perteneciente a la Escuela de Vallecas, y haber tenido una amplia notoriedad en la prensa.

Molins señala que cuando regresa, «lo hace con miedo, cree que su arte se ha convertido en un símbolo del arte degenerado, política y moralmente. Ella, Lorca o Giménez Caballero son citados como modelos de arte y creación que no se podían hacer en una España de posguerra, y así lo había señalado la prensa. Por esta razón, Maruja Mallo está muy callada los primeros años; hasta que a finales de los años 70 se empieza a recuperar la vanguardia española».

No es extraño, en ese momento, el acceso y conocimiento a la vanguardia española de los años 30 desarrollado por artistas exiliados es limitado, pero en los años 70 todo está cambiando y se está viviendo un nuevo ambiente predemocrático, y eso se deja sentir en el espacio artístico. «La gente joven, los artistas, los galeristas e intelectuales comienzan a recuperar del olvido a figuras como Maruja Mallo, viéndola como un símbolo de la más pura vanguardia», asegura.

Una vez más, como en su juventud, asombra a Madrid y las nuevas generaciones ven en ella el eslabón de una brillante generación perdida que, además, puede relatar en primera persona un Madrid que ya no existe, así como su relación y aventuras con Lorca, Dalí, Buñuel, Ramón Gómez de la Serna, o con su amiguísima Concha Méndez, con quien compartió decenas de travesuras callejeras y a quien le pintó un retrato que terminó hecho trizas porque los padres de Méndez no aceptaban su amistad con «la rara» Maruja Mallo.

Proyección de una entrevista de Maruja Mallo. @Belén de Benito

«Era una persona que deslumbraba por ella misma y se convierte en un fetiche de aquellos años. Y ella, que era muy pragmática, aceptó también aquel papel sin ningún problema, convirtiéndose en la portavoz de la Generación del 27», apunta Molins.

Reaparición de su obra

Además de todo lo anterior, la comisaria de la muestra en el Centro Botín señala que en los años 70 «comienza a aparecer mucha obra de Maruja Mallo que no se sabía dónde estaba. Ella se exilia a América por la Guerra Civil, pasando a Portugal y más tarde a Argentina, y deja todas sus cosas en Madrid, en galerías o en casas de amigos».

Siguiendo a la aparición de obras, durante la década de los años 80 «tuvo influencia y muchos artistas la admiraron. Y es que, a pesar del paso de los años 30, Maruja Mallo sigue teniendo su estilo y sello personal, y su obra es ajena completamente al arte conceptual que se está haciendo en España».

Maruja Mallo sigue hoy sin ser muy conocida aún, pero cree Molins que es un buen momento para recuperarla porque «en su obra hay muchas cosas que interesan a los jóvenes artistas y espectadores en la actualidad, algo que hará que conecten con ella de forma fácil».

La artista tenía interés en lo esotérico, pero también en lo ecológico, en esa manera que tiene de representar la circularidad de la relación entre el hombre, la tierra y el universo.  «En la serie de la Religión del Trabajo –obra que también se puede ver en Santander– hay muchas representaciones del campo: un hombre arando o la fertilidad de la tierra. La mano del hombre apoyándose en una relación de mutua ganancia y una representación del hombre que respeta la tierra y no la destruye».

@MaríaVillardón