Isabel de Borbón, a caballo (hacia 1635), retrato ecuestre de Diego Velázquez (Sevilla, 1599 – Madrid, 1660), ha pasado por las manos del taller de Restauración el Museo del Prado y luce ya en la Sala 12, una de las más concurridas de la pinacoteca debido a la presencia de Las Meninas. 

La intervención, que ha sido realizada por María Álvarez Garcillán, miembro del Área de Restauración de la pinacoteca desde 1985, especializada en las técnicas y restauración de la pintura española del Siglo de Oro, ha permitido recuperar el esplendor original de uno de los más importantes retratos reales hechos por el sevillano, no sólo por sus dimensiones, sino también por los detalles que revela su radiografía completa, así como su fuerte carga simbólica.

Este cuadro de Isabel de Borbón fue pintado por Velázquez para lucir en los testeros del Salón de Reinos, en el Palacio del Buen Retiro. Formaba parte de una serie de retratos reales a caballo: Felipe III y Margarita de Austria, Felipe IV y el príncipe Baltasar Carlos. Todos ellos pasaron de ubicación en el S. XVIII, momento en el que sufrieron algunas modificaciones en su composición, y se trasladan al Palacio Nuevo –actual Palacio Real– para, más tarde, pasar a manos de las Colecciones Reales e ir al Museo del Prado, donde vive en la actualidad.

Recreaciones del testero del Salón de Reinos después de la ampliación de los retratos de los Reyes. @Museo del Prado

Desde el punto de vista puramente técnico, la restauración y limpieza de la obra –patrocinada por la Fundación Iberdrola– ha permitido recuperar sus valores originales afectados por la acumulación de suciedad y la alteración del barniz que habían variado sus relaciones cromáticas, «amortiguando los contrastes y creando una especie de velo que daba al retrato de la reina Isabel un efecto compositivo pernicioso reduciendo los planos espaciales, como se aprecia en el antes y el después de la intervención», explica Javier Portús, jefe de Colección de Pintura Española del Barroco del Museo del Prado. Detalla, además, que más allá de todo lo anteriormente expuesto, el retrato ecuestre «encerraba algunos problemas relacionados con las circunstancias concretas del momento de su creación».

Y es que este cuadro de la consorte de Felipe IV a lomos de un caballo blanco, como muestran las radiografías, tiene dos anchas bandas laterales –30 cm cada una– que fueron añadidas más tarde por Velázquez, una vez dado por concluido el retrato, ya que se necesitó una ampliación del mismo con el fin de que se adaptara al espacio donde iba a ubicarse en el Salón de Reinos. En estas dos bandas adheridas con el tiempo, se pueden aprecian perfectamente unas tonalidades diferentes a la tela central, sobre todo debido a que los químicos usados en esos añadidos son diferentes.

«La Reina ha recuperado el porte regio y la belleza serena y natural con que fue retratada», apunta Álvarez Garcillán. Explica, además, que el retrato de Isabel de Borbón pasó por alguna que otra vicisitud más, que afectó a la conservación de la obra. Además de las bandas añadidas, y debido al espacio concreto de ubicación en ese Salón de Reinos, la tela sufre una alteración importante que deja una cicatriz de por vida en ella, en la cual la restauradora también ha trabajado.

Cicatrices de por vida

Radiografía de la obra completa donde se observan los añadidos y el cuadro recortado en la parte infierior derecha. @Museo del Prado

Al ser colocado, el retrato de la Reina tapaba una de las portezuelas laterales del salón, y éstas no podían abrirse, quedando condenadas por la presencia del cuadro. La solución que se dio en aquel S. XVII, y que aún sorprende, fue recortar un cuadrado en la parte inferior del lienzo y sobreponerlo en la puerta. De esta forma, la puerta se abría estupendamente, y cuando se cerraba, ese trozo de tela se colocaba de nuevo sobre la composición y «el retrato quedaba completo», aclara Portús.

Cuando la serie de retratos reales se mudan al Palacio Real, hacia 1775, el cuadro de la Reina consorte de Felipe IV es recomuesto y reentelado. Sin embargo, queda una muesca en la tela remendada, ya que se habían usado clavos e hilo de cuerda para devolver el trozo posterior que se había desprendido para permitir la apertura de puertas (ver imagen).

Detalle II de la radiografía de la obra. Se visualizan los clavos y el hilo. @Museo del Prado

En los Rayos X, todo este trasiego en la obra de Velázquez es fácilmente visible. Revelan éstos también, aunque no son visibles a los simples ojos del espectador, algunos repintes y arrepentimientos en el retrato de la Reina consorte, como por ejemplo se observa en las patas del caballo o en las tonalidades del mismo. Esto deja ver, además, algunos detalles interesantes de la forma de trabajar de Velázquez y la existencia de un taller al que delegaba algunas partes de las pinturas que le encargaban, como fue el caso de Isabel de Borbón, a caballo. 

La ingente carga de trabajo de Velázquez

Portús señala que, efectivamente, así fue. Delegó la creación en algunos de sus colaboradores, entre ellos, Juan Bautista Martínez del Mazo, porque el encargo de pintar a la Reina llega en un momento de mucho trabajo para el pintor. «En menos de un año, en 1675, Velázquez tuvo que enfrentarse y solucionar cinco retratos ecuestres y encargos relacionados con la Casa Real, –como la Rendición de Breda o Las lanzas, también en el Museo del Prado–. Probablemente, no hay ninguna época en su carrera como artista en la que haya tenido que trabajar tanto. Por tanto, y para llevarlo a cabo y cumplir con los plazos, tuvo que recurrir a colaboradores», comenta.

Así es como Velázquez concibió una estrategia de trabajo propia, a través de la cual él mismo se encargaba de los retratos del Rey y el Príncipe de Asturias, mientras que su taller desarrollaba el ecuestre de la reina Isabel, aunque diseñara la composición desde cero. Eso sí, advierte Portús, que se trataba de una «delegación muy vigilada, como vemos en las radiografías, porque Velázquez intervino en la obra de la Reina corrigiendo y rectificando. Lo que muestra que estaba en permanente vigilancia del trabajo de sus colaboradores, lo que ha tenido consecuencias de conservación, porque las capas superpuestas de rectificaciones con el tiempo terminan aflorando».

«Es un gusto tener de nuevo a Isabel de Borbón a caballo en esta sala. Va al paso, similar a la forma en que debió de entrar en Madrid en 1615 para casarse con el entonces Príncipe y futuro Felipe IV», relata Portús, quien explica, además, descubre que «la Reina era muy renuente a dejarse retratar; igual que su marido, que se hacía el remolón cada vez que tenía que posar para el artista».

Reivindicación como Reina consorte

Detalle de Isabel de Borbón, a caballo. @Museo del Prado

Más allá de la restauración de la obra, que luce maravillosa con el tratamiento y la limpieza del Museo del Prado, uno de los talleres más importantes de España y de Europa, este retrato de Isabel de Borbón, a caballo tiene también una carga simbólica muy importante que nos indica quién fue esta Reina y qué papel jugó en una Corte dominada por el valido del Rey, el Conde Duque de Olivares.

Los expertos en la figura de la Reina consorte de Felipe IV, aficionado a las artes y a las amantes a partes iguales, aunque quizá más el segundo aspecto teniendo en cuenta que tuvo alrededor de 40 hijos ilegítimos, hablan de dos etapas diferenciadas en la vida de Isabel de Borbón, siendo 1629 el punto de inflexión. Año del nacimiento del Príncipe Baltasar Carlos –también retratado a caballo por Velázquez y acogido en la misma Sala 12–.

Henar Pizarro, catedrática de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, en la iniciativa El Prado en Femenino, explica que «en la primera etapa es una reina joven y alegre, con ánimo de agradar y adaptarse a las costumbres españolas. Sin embargo, y a pesar de sus cualidades y virtudes, le falta a la principal función de una Reina consorte: dar un heredero. Esto hace que se frustre, una sensación que se eleva aún más cuando conoce la existencia de otros hijos de Felipe IV, sobre todo de Juan José de Austria. Todo ello, marca su carácter, junto a los abortos e intentos fallidos de tener un heredero».

En la segunda etapa, periodo en que el que está pintado este retrato ecuestre de Velázquez, sin embargo, la Reina va a enseñar su poder y poderío. «Se va a mostrar con carácter y criterio, como lo demuestra la relación epistolar con su madre, María de Medici, quien la forma en el gusto por el arte, razón que va a definir la composición de los retratos de Isabel y Margarita en este Salón de Reinos. Lucen a caballo, reivindicando el papel de las reinas consorte, como una figura de poder muy importante y central en la Corte, y que, además, equipara, por primera vez, el papel de las reinas consorte de España con las reinas europeas», apunta Pizarro.

El nacimiento del Príncipe impulsa la figura de Isabel de Borbón e incrementa la relación epistolar, generando una intimidad plena y de confianza, con su madre, así como con su hermano, el rey Luis XIII de Francia, e Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos. «Un vínculo que va a generar cierta preocupación en el Conde Duque de Olivares, que hará que sea vigilada por el Consejo de Estado».

El papel de la Reina consorte al margen de la política y las cuestiones de Estado se refleja en este retrato de Velázquez, a pesar de que ambos tienen puntos comunes. Isabel de Borbón está sobre el caballo blanco, frente al de color pardo de su marido, y no tiene que dominar ni reprimir los instintos del animal en ningún momento, ya que va a paso tranquilo. Frento a esto, y a pesar de cabalgar sobre un equino apacible, la Reina mira al espectador, toma las riendas del animal y luce espléndida sobre una regia gualdrapa, mientras viste un vestido donde se repite infinitamente el anagrama de su nombre.

«Isabel se ha convertido en mi nuevo valido»

Felipe IV, a caballo, de Velázquez. @Museo del Prado

A partir de 1640, en el contexto de la guerra con Francia y de los movimientos secesionistas catalán y portugués, Isabel de Borbón asumió las tareas de gobierno en calidad de Gobernadora en tanto Felipe IV se encontraba en el frente de Aragón.

«Es realmente al final de su vida», aclara Pizarro, «cuando la guerra fuerza al Rey y a su valido a acudir al frente, e Isabel de Borbón comienza a presidir las reuniones del Consejo de Estado, un espacio donde sus opiniones son tenidas muy en cuenta. Está envuelta en la propaganda barroca, empeña las joyas como Isabel La Católica, haciendo paralelismo con la Reina de referencia, hace labor de asistencia social para los soldados, y trata de encontrar medios para financiar la guerra. Podemos decir, por tanto, que es aquí cuando vemos a una Reina consorte en todo su esplendor. Cuando cae el Conde Duque de Olivares, de hecho, ella se reafirma, tal como atestigua aquella frase de Felipe IV en la que asegura que ‘Isabel se ha convertido en mi nuevo valido’».