1908 es un año clave para la recuperación de la obra y la figura de El Greco. Manuel B. Cossío, discípulo de Giner de los Ríos, publica el libro monográfico El Greco, una monografía esencial que puso al autor de El Expolio en un lugar fundamental de la pintura española. Lo colocó como uno de los grandes maestros de la misma, analizó su obra y la clasificó, y repasó su vida de manera cronológica, cubriendo a un autor muy adelantado a su época, y consciente, además, de que su arte y talento valían el dinero que pedía por sus encargos. Los cronistas de la época relatan que su relación con el dinero era feroz: no perdonaba un céntimo y no tenía piedad con los deudores.
La admiración por Doménikos Theotokópoulos (1541-1614), El Greco, artista rechazado por el rey Felipe II para llenar de obras el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, es un hecho relativamente reciente. Ahora que el Museo del Prado ha reunido ocho de sus obras más espléndidas en un solo espacio, incluida La Asunción, del Instituto de Arte de Chicago, cabe preguntarnos cuándo comenzó la fascinación por el cretense, olvidado durante al menos dos siglos, y por qué razón causó auténtico furor entre los artistas del S. XIX y XX español, hasta el punto de cambiar el rumbo de la historia.
«Se le olvidó debido, según algunos, a no haber dejado discípulos que siguieran sus huellas. Unas huellas personalísimas y revolucionarias, que fecundaron el arte de sus sucesores. El Greco es olvidado tras su muerte, a pesar de su reputación en vida», relata J. M. Jordá en el artículo La reivindicación de El Greco de Cuartillas de Vulgarización.
Durante siglos, El Greco fue tildado de artista grotesco y extravagante, pero gracias a la dedicación de Cossío y a la desamortización de Mendizábal de 1835 –momento en el que se pusieron a subasta pública las tierras y bienes de la Iglesia para sufragar la I Guerra Carlista–, muchas de las obras del cretense salieron al mercado, siendo compradas sobre todo por coleccionistas de Francia.
Luis Felipe de Orleans, amantísimo del Siglo de Oro español, envía a varios emisarios durante la desamortización para que compren obra de este periodo y la trasladen a Francia. En total, compran más de 400 pinturas, entre ellas varias pertenecientes –nueve– a El Greco, con las que se hace una importante exposición en una de las salas del Museo del Louvre.
Otro elemento más que impulsa la veneración de la figura del artista griego, es la llegada de viajeros del romanticismo a Toledo. A la Ciudad Imperial llegó en 1840, el escritor Theophile Gautier junto al coleccionista de arte Eugène Piot. Allí descubren que hay un artista que copa toda la producción eclesiástica del S. XVI: El Greco. «Un gran pintor y un loco genial, pocos cuadros me han interesado tanto como estos. Los peores de él, siempre tienen un atractivo desconcertante y fuera de toda lógica», relata en su cuaderno Viaje a España.
La fascinación por El Greco, por tanto, cala hondo en Francia. Un país que, además, a menudo, presume del redescubrimiento del pintor cretense. Delacroix tenía una réplica de El Expolio; Millet tenía dos grecos –Santo Domingo y San Ildefonso– que pasaron más tarde a manos de Degas; Manet descubre y estudia el Prado en sus visitas a España y también tiene obras de El Greco en su colección, aunque ya lo había descubierto en la colección personal de los hermanos Pereire, conocidos coleccionistas.
Zuloaga, el gran apóstol de la obra de El Greco
Pero, más allá de la aparición de aquel trabajo razonado de Cossío o de la admiración de los galos, hubo dos compañeros de piso en París a finales de S. XIX que trabajaron con fervor y pasión para recuperar a El Greco de las garras del olvido, una vez que ellos mismos lo descubren: Ignacio Zuloaga y Santiago Rusiñol, vasco y catalán, respectivamente.
«Dejando aparte a los franceses, la defensa de El Greco en España se debe a Ignacio Zuloaga, el apóstol de la cruzada de reivindicación del pintor, entre unos cuantos artistas, escritores y espíritus elevados», relata también Jordá en las Cuartillas de Vulgarización ya citadas. «Se convirtió para Zuloaga en una verdadera obsesión. De hecho, no podía ser amigo suyo quien no jurase supremacía de El Greco sobre todos los maestros del mundo», añade.
«La admiración de Zuloaga hace que en casa no se hable de otra cosa. Estudiaba su vida, como estudia el ermitaño la vida de su santo predilecto. Llegamos a ser eruditos de su época, y pusimos en claro que la supuesta locura que al artista le fue atribuida por los mansos, gente de testa cerrada y cortos de entendimiento, incapaces de comprender. ¡Loco El Greco! ¡Loco porque no seguía, ni podía ni quería seguir las frías reglas del dibujo académico! ¡Pobres genios, si tuvieran que fiarse del sufragio universal, y pobre Greco teniendo que pasar por loco a los ojos del gran rebaño del mundo!», relataba Rusiñol en su artículo El Greco en casa, enviado a La Vanguardia desde París.


Un príncipe en casa de unos campesinos
En 1894, Zuloaga se entera de que dos Grecos salen a la venta. Él no tiene dinero, así que le pide a Rusiñol que los compre, porque él tiene más posibles en esos momentos y la cotización en el mercado no es alta. «Un día (un día de júbilo), llegó Zuloaga jadeante, sudando y con los ojos saliendo de las órbitas. Se arrancó el sobretodo, echó el sombrero y se dejó caer en la otomana, rendido de cansancio. ‘El Greco’, exclamó sofocado, ‘dos Grecos en España, dos grandes. Barato. En venta y recién llegados: un San Pedro y una Santa Magdalena. Firmados, espléndidos, con fondo de nubes, armonización amarilla, violetas, sepulcro’», añade Rusiñol.
Así es como por 1.000 francos, los colegas de piso compran Las lágrimas de San Pedro y Magdalena Penitente, y de este modo llegan a su hogar. «‘¡Los traerán dentro de poco, abrid las puertas! ¡Apartad ese enredo de muebles y haced sitio o lo rompo todo a puñetazos!’, decía Zuloaga con su gran musculatura y su fuerte voz, que hacían temblar y danzar la vajilla que teníamos en alquiler», comentaba el catalán.
«Cuando la paz más profunda parecía reinar entre nosotros, un trastorno de esos que dejan señales en el curso de la vida vino a turbar nuestro reposo. Al cabo de un rato escuchamos un gran estruendo en la escalera y vimos cómo subían los dos Grecos. ¡Qué entrada, Santo Dios! ¡Qué rayo de color en nuestra casa! ¡Qué bendición! Los compramos y nos parecían de balde. Miramos cómo se alejaba el vendedor y siempre con el miedo de que volviera para llevárselos. El grito que lanzamos, al quedar solos con ellos, no puede describirse, sólo dimos locura de cara al prudente vecindario. Bailamos, rompimos dos jarrones de la china, braceamos y lanzamos un entusiasta ¡viva! Aquello fue una entrada triunfal, como pocas se cuentan ya en los libros de historia; fue aquello una visita de un príncipe en casa de unos campesinos», termina Rusiñol.
Y es que Zuloaga, con apenas 20 años, es «el gran valedor de El Greco», comenta Javier Barón, jefe de Colección de Pintura del S. XIX del Museo del Prado. Recuerda, además, la pintura de Mis amigos, una magnífica obra no terminada en carboncillo y óleo, donde Zuloaga se autorretrata como Velázquez en Las Meninas y retrata a un grupo de intelectuales de la Generación del 98 y algunos del 14, como Ortega y Marañón, y teniendo como fondo La visión de San Juan de El Greco, pintada para la iglesia del hospital de San Juan Bautista de Toledo».
Zuloaga invierte parte de la venta de su obra en hacer una pequeña colección de grecos, con los que hacía pequeñas exposiciones monográficas: una en el Museo del Prado en 1902 con motivo del inicio del reinado de Alfonso XIII, y la otra junto a Maxime Dethomas, el hermano de su esposa Valentina, en el Salón de Otoño de París en 1908. Eso sin contar, que su estudio de Montmartre siempre estaba abierto a los artistas que querían descubrir sus nuevas compras.
De este modo es, precisamente, cómo un jovencísimo Picasso descubre a un artista que pintaba al margen de las normas. Zuloaga, sin saberlo, y gracias a su pasión por El Greco, desbrozó el camino al pintor malagueño para cambiar la historia de la pintura moderna en el mundo.
Fecunda el nacimiento del cubismo
Barón recuerda en la presentación del libro El verdadero Zuloaga, impulsado por la Fundación Zuloaga, «si hubiera seguido el consejo de Rodin y no hubiera adquirido La visión de San Juan de El Greco en un viaje a España, y que vio Picasso en París, el cubismo hubiera sido, indudablemente, otra cosa diferente». Afirma, además, que «William Rubin, teórico de EEUU especialista en Picasso, reconoce la influencia de El Greco por encima de otros artistas en el nacimiento del cubismo, incluida la gran figura de Cézanne».
La fundación de la vanguardia por excelencia se fija en Las señoritas de Avignon, de Picasso, hoy en el MoMA de NYC. «Bebe directamente de El Greco cuando pinta esta obra, porque ve La visión de San Juan que tiene Zuloaga, que había comprado en 1905. A Picasso hay tres elementos que le llevan al cubismo: Cézanne, las máscaras africanas y El Greco», determina Barón. «Picasso será el nuevo Greco, y lo interioriza. La obra maestra de El entierro de Casagemas mira de frente a El entierro del Conde de Orgaz», apunta Varón.

