Un Rey a la altura de los tiempos

Un Rey a la altura de los tiempos

Cuando el 11 de junio de 2014 abordamos en el Congreso de los Diputados el debate sobre la aprobación de la  Ley Orgánica que habría de regular la Abdicación del rey Juan Carlos I, ya señalamos el error cometido al no haber abordado esa regulación en tiempo y forma y no en el último momento, cuando no quedaba otro remedio. Por no abordar con normalidad el desarrollo del Título II de las Constitución en todo lo referente a la Jefatura del Estado –como veníamos reclamando-, nos encontramos con un hecho consumado que nos obligó a aprobar una Ley que formalizara la voluntad de abdicar expresada por el rey Juan Carlos I.

En los más de dos siglos de historia constitucional de España no había sido muy frecuente asistir con normalidad al relevo de la Jefatura del Estado, porque en nuestra maltrecha historia democrática los sobresaltos habían sido, lamentablemente, la moneda de curso. Por eso quiero destacar que aquel debate de hace tan solo cinco años, aquella cita con lo mejor de nuestra Historia -la conquista de la normalidad y estabilidad institucional-, precisamente lo que no habíamos tenido en dos siglos de convulsa vida política, fue resuelto de modo ejemplar. Decía Ortega y Gasset que hay que estar “a la altura de los tiempos”; eso era lo que los españoles esperaban de nosotros y eso fue, precisamente, lo que hicimos.

Aquel Congreso de los Diputados de la X Legislatura fue capaz de superar las trampas dialécticas y políticas de quienes querían aprovechar la oportunidad para discutir sobre la forma del Estado, para preguntarnos si Monarquía o República, cuando la pregunta correcta –entonces y ahora- es Constitución, sí o no. Y la respuesta, hoy, como ayer, es Sí. Porque la democracia real, sustantiva, material, no se puede entender al margen del funcionamiento reglado y normalizado de sus instituciones. No hay democracia fuera del Estado de Derecho y no hay Estado de Derecho sin el respeto a las normas jurídicas. Me dirán ustedes que esto es una obviedad; y tienen razón: es tan obvio que lo triste es tener que recordarlo.

Mejor monarquía de ciudadanos que república etnicista 

Resultó asombroso asistir ya entonces a argumentaciones propias de los parámetros históricos del siglo XIX. Algunos, como Sísifo, parecen querer cargar con la pesada roca de la historia equivocada… Tuvimos que explicar que hoy no tiene ningún sentido plantear el debate república versus monarquía en términos de mayor o menor democracia. La forma del Estado no es tan importante: lo que importa es la calidad del sistema. Esto también es una obviedad, pero resulta evidente que  hay que explicarlo. En el terreno de los ideales políticos podríamos aceptar que es mejor la república que la monarquía, pero lo importante en el terreno práctico es la ciudadanía democrática, no la forma institucional del régimen que la garantiza.  Un republicanismo basado en principios identitarios, etnicistas, teocráticos o totalitarios –todos tenemos ejemplos bien cercanos en nuestra cabeza- es peor para ser ciudadano que una monarquía parlamentaria y democrática.

Hay que negar la mayor a todos esos que hablan de la república como si fuera una garantía de mayor democracia en si misma. ¿Acaso  disfrutan de más derechos democráticos, de mayor y mejor Estado de Bienestar, de mayor y mejor cobertura social, de más y mejores libertades,  los ciudadanos que viven bajo el sistema de la República de Venezuela que los ciudadanos que dependen de la Monarquía de Suecia? Y también hay que decirles a todos ellos que si en España se cambiara la Constitución y se instaurara el republicanismo habría de hacerse con todas sus consecuencias y  para avanzar desde el punto de vista de la igualdad de todos los ciudadanos, es decir, acabando con derechos y privilegios históricos, acabando con los reinos de taifas con poderes prepolíticos y preconstitucionales, estableciendo un laicismo inapelable, la unidad educativa igualitaria del país, etc. Me temo que muchos de los que hoy se proclaman republicanos no compartirían buena parte de esas premisas,  entre otras cosas porque son los mismos que propugnan la fragmentación del Estado de Derecho, posición de lo más antirrepublicana, por cierto.  Por otra parte, no deja de resultar curioso  que los que defienden la existencia de   “pueblos” preconstitucionales y originarios -con su “derecho a decidir” puesto y todo- no se den cuenta que eso es tan arcaico y reaccionario como creer en el derecho de divino de los monarcas.

Normalidad institucional 

Como digo, ya entonces hubo quien pretendió aprovechar la abdicación del Rey Juan Carlos para abrir una crisis constitucional que obligue a replantearse la institución, lo que equivaldría a anular la propia Constitución que la legitima. Son los mismos, por cierto, que han promovido el golpe de Estado en Cataluña, que quieren imponer en toda España ese modelo identitario que ellos practican en las instituciones catalanas que controlan, y que ha provocado la exclusión del espacio público de más de la mitad de los catalanes. La respuesta a tal despropósito, antes y ahora, no puede ser otra que hacer que las instituciones funcionaran con normalidad y con arreglo a la ley, a sus normas y a sus procedimientos.

Mirando hacia atrás no puedo evitar pensar que menos mal que al Rey Juan Carlos se le ocurrió abdicar en aquel momento. Porque abordar ese trámite con el panorama político e institucional en el que se encuentra ahora España hubiera sido una tarea prácticamente imposible. ¿Se imaginan los derroteros por los que transcurriría ese debate, tan democrático como positivo,  en el actual Congreso de los Diputados? Mejor ni pensarlo…

Pero mira, hicimos el trabajo que nos correspondió en tiempo y forma. Y gracias a ello, hoy tenemos un Rey que entiende su cargo como una dignidad llena de obligaciones y no de privilegios ni corruptelas ni para él ni para su familia, ni para sus amigos de la corte; un Rey que se comporta con transparencia, con honradez, con neutralidad ideológica y  con espíritu de servicio. Un Rey que el día 3 de octubre de 2017 supo hablar a los constitucionalistas, a todos los demócratas catalanes, para decirles que no estaban solos, que nunca iban a estarlo, que él, como Jefe del Estado, se comprometía a cumplir el deber de defenderles  para hacer efectivo su derecho a ser ciudadanos plenos también en Cataluña. Hoy tenemos un Rey a la altura de nuestro tiempo. Se llama Felipe VI, es nuestro Jefe del Estado.

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