Impuesto sobre sociedades: debate intenso

Impuesto sobre sociedades: debate intenso

El debate está animado a propósito de la recaudación del impuesto sobre sociedades. Son esos 20.000 millones de euros de menos ingresos que tiene nuestra Hacienda y que, al parecer, desencajan las piezas del puzzle fiscal. El ministro Montoro hablaba en el Congreso de que el problema radicaba en la tributación de los grupos consolidados, apuntando directamente hacia que las grandes empresas pagan por el impuesto sobre sociedades menos de lo que tendrían que pagar, tributando a un tipo efectivo del 7,6%, mientras que las pequeñas y medianas lo hacen al 18%. Divergencias, pues, muy acusadas entre lo que apechugan de gravamen sobre los beneficios las unas, las grandes, y las otras, pequeñas y medianas.

Varias son las aristas que al hilo de esa controversia se divisan. En primer lugar, queda corroborada la pifia de la reforma del impuesto sobre sociedades que entró en vigor en 2015 y apenas al año de su existencia, como ya comentamos en su momento, se modifica a través de lo que se ha dado en calificar como hachazo fiscal a nuestras empresas, remodelando el régimen de los pagos fraccionados y succionando varios miles de millones de euros que de estar en la tesorería del tejido empresarial fluyen, sin más, hacia las arcas del manirroto Estado. Ahora es el propio Gobierno el que lamenta la bajísima recaudación, apuntando directamente hacia los grandes conglomerados empresariales, conminándoles a que tributen más en aras de la cohesión o paz social, reprochándoles su poco esfuerzo tributario. Chocante y paradójico cuando fue ese mismo Gobierno el que impulsó, motu proprio, el cambio del impuesto sin que nadie, que nos conste, lo pidiera.

Miopía reformadora

La reforma del impuesto adolece de una miopía tremenda: no saber distinguir entre la gran empresa y los grandes grupos empresariales, con su posicionamiento internacional y conglomerados que tributan por doquier, con unos balances de guarismos respetables, con unos resultados majestuosos, y las pequeñas y medianas empresas con finanzas más humanas y terrenales, con patrimonios más modestos y con resultados así así.

El planteamiento legal del impuesto tendría que hacerse en sistema dual: uno formato y un cuerpo regulador para los grandes, y otro modelo para los medianos y pequeños. De ese modo, el traje sería a la medida de las posibilidades económicas de cada cual y no se produciría esa discrepancia tan enorme entre la tributación efectiva de unos y otros.

Lo malo del asunto es que son las PYMES, que conforman el 99,9% del tejido empresarial, las que más sufren las embestidas impositivas. Y para ellas cualquier cantidad, por modesta que sea, duele mucho más en sus cuentas que una cuota tributaria más o menos respetable que impacte sobre los resultados de compañías de gran envergadura.

Hecho este preámbulo destaquemos un matiz determinante. Se están comparando las cifras de 2015 y 2016 con las de 2007. ¡Cómo han cambiado las cosas entre aquel eufórico año en que el PIB alcanzó 1.080.807 millones de euros y el pasado 2015 cuando nuestra economía se situó en 1.075.639 millones! Momentos empresariales muy distintos. El ladrillo pisaba fuerte, las ganancias eran excelsas, las plusvalías inmensas, todo el mundo trabajaba, el crédito bancario campaba a sus anchas, tonto era el españolito de a pie que no invertía en lo inmobiliario, el tocho se revalorizaba de día en día a velocidad espectacular y en sumas inimaginables, los balances de las empresas acumulaban activos y más activos adquiridos a precios celestiales, las deudas invadían los pasivos al son que marcaba la bonanza de los tiempos, y España era el máximo exponente de un milagro económico sin parangón.

Me sitúo un año después, en 2008. El conjunto de empresas no financieras del Ibex 35, por consiguiente excluyendo bancos y aseguradoras, lucía un resultado de explotación de 51.270 millones de euros, sus costes financieros netos ascendían a 12.945 millones y el beneficio neto después de impuestos fue de 37.548 millones. Con esa referencia, que afecta solo a 28 empresas, es fácil deducir que los beneficios empresariales de 2007 y 2008 fueron simplemente apoteósicos si tenemos en cuenta que por aquel entonces en nuestro país había 3.422.239 empresas vivas.

Un año decisivo

Vayamos a 2015, con un tejido empresarial formado por 3.186.876 empresas, con predominio, hoy como ayer, de las pymes – son menos de 4.000 las empresas en España con más de 250 trabajadores -. Por el camino se quedaron 235.363 empresas, unas grandes, otras medianas y unas terceras pequeñas. Grandes, medianas y pequeñas constructoras, promotoras inmobiliarias, industrias, servicios, entidades financieras engullidas en raros esquemas protectores de cuestionable planteamiento… El duro peaje de una fuerte recesión que ha hecho mella. Los balances de nuestras empresas se han recortado o dimensionado, apenas quedan florituras de activos boyantes, los endeudamientos se han moderado, los fondos propios han crecido, las cuentas de resultados se observan con lupa de aumento… ¡Ya nada es igual!

Volvamos a las empresas no financieras del Ibex 35. En 2015, las 27 empresas que conformaban el selectivo de la bolsa española, obtenían un resultado de explotación de 25.706 millones de euros – la mitad que en 2008, con muchas empresas que estaban entonces y ahora en Ibex y por tanto encuadradas en ambos años -, sus costes financieros netos sumaban 11.857 millones y el beneficio neto final después de impuestos se constreñía a 10.937 millones de euros.

Comparemos superávit de explotación de esas empresas: 51.270 millones de euros en 2008 versus 25.706 millones en 2015. Hagamos lo mismo con el beneficio neto final: 32.548 millones de euros en 2008 frente a 10.937 millones en 2015. Esta muestra es suficiente para interpretar el porqué de la caída de la recaudación del impuesto sobre sociedades. Antaño, en 2007 y 2008, las cosas pintaban no bien sino requetebién; hogaño, pintan bastos… aunque algo se haya recuperado el panorama.

Cuando todo iba estupendamente, en 2007, Papá Estado generó unos ingresos públicos de 442.300 millones de euros, con protagonismo esencial de los impuestos, y un gasto público total de 420.680 millones de euros, obteniéndose un superávit de 21.620 millones. Desde entonces acá, nunca más se han repetido, ni por asomo, unas cifras tan magníficas de nuestras cuentas públicas. Claro que en 2007 el tirón del tocho simbolizaba una fina lluvia de oro puro para las arcas municipales – y los ayuntamientos, en general, gastaban a lo grande – para las finanzas autonómicas – euro recaudado por acá y más euros por allá, dando pábulo a un dispendio abrumador y a la postre arrollador por parte de las comunidades que presentan deudas descomunales – y, cómo no, todo eso empujaba a cotas nunca pensadas a los ingresos de la Administración central así como aquella firme ocupación laboral hacía que los ingresos de la Seguridad Social galoparan.

Todo eso forma parte del pasado, de un tiempo pretérito que, de momento, nunca volverá. 2007 representó el año cumbre en la recaudación del impuesto sobre sociedades: 44.823 millones de euros. Desde entonces se inició la caída. En 2008, 27.301 millones recaudados, en 2009 fueron 20.188 millones, en 2010 cuando la tragedia económica ofrecía sus compases más dolorosos la recaudación alcanzó los 16.198 millones y en 2011, momento clave y punto de inflexión tanto en lo económico como en lo político, 16.611 millones ingresados.

En 2012, con los arreglos tributarios pertinentes, subió la recaudación por el susodicho impuesto a 21.435 millones de euros, reduciéndose en los años siguientes a causa de la contracción, para en 2015 repuntar a 20.649 millones. Tras los imponentes retoques brutales habidos en el impuesto, con efectos para el pasado ejercicio 2016, la recaudación por sociedades se situará entre los 25.000 y 26.000 millones de euros según explicaba Montoro a principios de diciembre de 2016.

Cambios cabales

El problema de fondo no está en que haya empresas que se portan mal, en que existan, como a veces se da a entender, tremendas bolsas de fraude, a que haya malos contribuyentes… Las cuentas de pérdidas y ganancias de nuestras empresas no lucen hoy con el lustre de ayer, los resultados se han contraído y en consecuencia el impuesto sobre sociedades, que grava los excedentes de las personas jurídicas, ha caído. Hasta aquí no hay más cera de la que arde.

La otra cara del problema es que de verdad se afronte una reforma cabal, comme il faut, del impuesto sobre sociedades en la que se considere, de un lado, la forma de tributar de las grandes empresas, de los grupos consolidados y de los enormes conglomerados, se revise a fondo el intríngulis de singularidad fiscal y, de otro lado, se encaje la tributación de las pequeñas y medianas empresas a tenor de su idiosincrasia fiscal, de sus peculiaridades y a tenor de su casuística.

La equidad tributaria exige con frecuencia discriminar para su consecución. Y se adecue el modus operandi en la tributación de las grandes compañías, de esos grupos consolidados españoles que, aun cuando alguno haga alguna que otra maniobra, seamos conscientes de que la mayor parte de su negocio no está en España sino expandido por el vasto mapamundi.

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