Iguales de verdad

Iguales de verdad

Mi madre me dio la vida. Mi madre y mi padre me cuidaron cuando lo precisé. Mis padres me enseñaron a valorar el esfuerzo, a respetar a todo el mundo y a ser humilde como basamentos de mi desarrollo personal y a ellos les debo lo poco o mucho que soy, a ambos por igual, en un tándem perfecto de trabajo, de gestión familiar y de relación, a ambos les debo mi sentimiento de respeto y consideración de igualdad de la mujer, pues iguales eran ellos con un reparto de roles aceptado, querido, buscado y organizado por ellos, en una sociedad en la que se nos transmitía que el que no respetaba a una niña era alguien despreciable. Esa sociedad gañana, a la par que nos transmitían esos valores, era mentirosa e infame y no se ocultaba en exigir a la mujer el sometimiento al marido, en la que ella no podía actuar sin el plácet y aquiescencia de su varón, ante el que capitulaba y entregaba su vida.

No sin paciencia, esfuerzo y gracias a esos valores de igualdad y respeto que nos comunicaban de críos, los avances sociales, la libertad y la lucha de las mujeres y de los hombres, hoy la igualdad, por más que algunos se empeñen en otra cosa, es una realidad. Toda obsesión por inferir o reclamar una diferencia, lo que hace es dañar el trabajo realizado. El argüir una huelga, política, absurda, reclamando la feminidad, lo que hace es mantener la diferencia, ahondar en la misma y dañar más a la mujer, a lo logrado, pues una vez alcanzada esa igualdad, por más que deba apuntalarse, la lucha o “guerra de sexos” no beneficia a nadie, no ayuda a nadie y no hace más que conceder un rédito cruel, ladino y espurio a los intereses lucrativos o políticos de quienes no saben, no pueden, no son capaces de obtenerlo con su esfuerzo, trabajo y seriedad.

Yo ya estudié, en derecho, que todos éramos iguales ante la ley y, en políticas, que el desarrollo social busca y anhela la igualdad; pero, esto se fractura cuando aplicamos una legislación ineficaz, carísima y sin sentido, cuando actuamos diferente si el violento soy yo o mi compañera, convirtiéndome en un sujeto inferior en derechos en pos, o al albur, de una discriminación positiva considerándome culpable de los hechos y actuares de mis ancestros. Estamos hipervalorando el sexo y algo que debe de quedar en la esfera de lo íntimo, que no tengo que ocultar, pero de lo que no he de alardear, hoy se hace referente, y me veo en la obligación de conocer qué hace mi compañero por la noche, si lo hace sólo, con un amigo, con su mujer o con un bicho, da igual. Ya me veo obligado, primero, a enterarme y luego, a compartir la información, para así reafirmar mi comprensión y apoyo.

Si realmente somos, nos sentimos y nos tratamos como iguales, me importa un comino el tipo de sexo que tiene mi amigo, mi relación con él no depende de ello y lo mismo me ocurre con mis amigas, mis compañeros, los jueces ante los que actúo o las fiscales con las que comparto estrados, con el señor del bar o la mujer que me atiende en la tienda. ¡Pero qué coño me importa a mí lo que tengan entre las piernas!  Yo me relaciono con ellos sobre una base personal, profesional o de amistad que no se altera por sus gustos o actuaciones sexuales. La igualdad debe de ser de contenidos con independencia del continente y el uso que des al mismo.

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