Apuntes incorrectos

La humillación a la Justicia y al Rey

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La semana pasada Bertín Osborne entrevistó en Telecinco a Isabel Díaz Ayuso. La presidenta de Madrid estuvo genial. Como siempre. Sencilla, directa, fresca, sin complejos. La pregunta más comprometida que podía hacérsele fue esta: ¿Cree que Vox es un partido de extrema derecha? Y respondió como una persona normal: “No. Lo que me parece es que la extrema izquierda es Podemos”. Punto final. Aquí deberían acabarse todos los devaneos canallas de los populares contra los partidarios de la formación de Abascal. No sucederá, porque en el PP, el número de melifluos y de acomplejados es incontable.

El pasado 13 de junio, el día de la manifestación en Colón, Ayuso hizo el ‘prietas las filas’ que parecía inevitable y compareció con Casado y las huestes de su partido en los aledaños del campus. Conociéndola un poco, imagino que estaba deseando ir al centro de la plaza y hacerse fotografías con Abascal, con Olona, con Monasterio y con toda la gente de bien que tanto ayudó a que la reunión tuviera éxito. Igual que hicieron personas tan honorables como Marcos de Quinto y Juan Carlos Girauta -apóstatas de Ciudadano-, Cayetana Álvarez de Toledo, defenestrada por su partido, el premio Nobel Mario Vargas Llosa y muchas otras que no han salido en los papeles. Porque el PP no hizo nada relevante para arrastrar a sus militantes a esta manifestación. Y los barones tuvieron el comportamiento irritante que ya es consustancial a su condición pastueña.

Me refiero a su santidad Alberto Núñez Feijóo, siempre a resguardo de cualquier conflicto, siempre complicando la vida a Casado, y de los más inocuos Juan Manuel Bonilla, el andaluz, y Alfonso Fernández Mañueco, el castellano, que son dos peones menores cuyo apetito por el riesgo es equivalente a cero. Todos adujeron, para no concurrir, problemas de agenda, pero cualquier periodista en prácticas sabe qué significa esto: que no quieres estar porque te incomoda o porque temes que te perjudique. Ayuso, en cambio, fue acompañada de su plana mayor, y como es un ave libre que no aguanta el sometimiento a los dictados de la corrección política dijo lo más saludable del conjunto de las declaraciones políticas del día: “¿Va a obligar el Gobierno al Rey a ser cómplice de los indultos?” con los que tantos presumimos que no está de acuerdo.

Esta declaración desacomplejada e imprevista ha dado naturalmente mucho que hablar. Ha incomodado a Casado y ha concitado el prime time de toda la acorazada televisiva mediática de la izquierda, que ahora parece sentir un repentino sentimiento falsario de conservación y de cuidado por la Corona, a la que cuestiona a diario. El apunte de Ayuso fue oportuno -muchos pensamos lo mismo- porque el Rey demostró hace tres años estar muy determinado en apagar el incendio catalán con un discurso épico que alentó la aplicación del artículo 155 de la Constitución que el entonces líder socialista Sánchez sólo apoyó arrastrando los pies, ya que jamás estuvo de acuerdo con la iniciativa.

De manera que el Gobierno actual, que ha hecho de la mentira una forma corriente de comportamiento bajo la égida de su presidente -que hace un par de años se mostraba en contra de acostarse con Podemos, con Bildu y con los separatistas, y que declaró paladinamente su rechazo a cualquier clase de indultos- está a punto de poner al Rey ante una situación trascendentalmente contradictoria. Desdecirse, con su firma, de aquellas palabras memorables que fueron decisivas para que Rajoy diera un paso al frente. Plegarse a la inevitable legalidad que le obliga a firmar algo con lo que presiento que no está conforme.

Lo hará porque Sánchez y sus secuaces han debilitado tanto la Monarquía que Felipe VI no está en condiciones de aguantar pulso alguno, y porque nuestra Constitución no alberga la posibilidad que utilizó el rey de los belgas Balduino para abdicar por unas horas antes de firmar la ley del aborto que perturbaba de manera inexorable sus convicciones morales. Por eso me gusta aún más la ligereza corrosiva y pertinente de Ayuso al resaltar el enorme contencioso que representan los indultos ignorando el informe contrario del Tribunal Supremo. Estos son el enésimo desafío socialista a la división de poderes y a la imparcialidad de la Justicia.

El pasado domingo en Colón estuvieron todos los que tenían que estar, muchos a los que me temo que no representa todavía el señor Casado, y menos Arrimadas, que va directa al desolladero. Una inoportuna prescripción médica impidió la presencia de uno de los promotores de la iniciativa, el filósofo Fernando Savater, pero este ya escribió en su columna del pasado 12 de junio en el diario El País lo que animaba a todos los que nos reunimos allí: estar en contra de la moderación, el oxígeno que alienta a diario a la señora Ayuso. Dijo Savater: “No me gusta la moderación cuando consiste en no formar escándalo en favor de las libertades de todos y de la unidad del país en que se fundan. He vivido la moderación en el franquismo, en el País Vasco separatista, entre moderados que no quieren buscarse líos con el nacionalismo catalán, etcétera. He llegado a la conclusión de que aborrezco a los moderados de las buenas causas porque, de hecho, fomentan las malas”.

También por cierto, Savater se ha negado siempre a demonizar a Vox en pos de la moderación porque este debate es una trampa saducea: personalmente pienso que Vox, si es verdad que según dicen las encuestas será imprescindible para que el PP alcance el Gobierno en las próximas elecciones, será al mismo tiempo clave contra las políticas de la izquierda; será crucial para librar la guerra cultural y desmontar los mantras al uso sobre la memoria histórica o democrática, sobre la identidad de género, sobre la inmigración ilegal o sobre un estado autonómico elefantiásico, una clase de políticas en muchos casos venales que proporcionan cuantiosos ingresos a los colectivos que viven exclusivamente de la explotación de la ideología dominante.

Quizá soy un ingenuo, pero quiero pensar que la multitudinaria manifestación del pasado domingo en Colón no fue sólo para protestar contra los indultos, ni para poner en evidencia el desprecio fatídico que este Gobierno siente por la Justicia, sino para enmendar globalmente todo lo que representa el ‘sanchismo’, esa dictadura mafiosa para la que cualquiera que disiente es un fascista. La que impone el canon de lo que es aceptable y lo que debe ser irremisiblemente condenado, de manera que si eres crítico con la religión del cambio climático, si piensas que la brecha salarial entre los hombres y las mujeres es una patraña que no resiste el menor análisis contable, que el feminismo se ha convertido en una ideología totalitaria, que el igualitarismo educativo es la sentencia de muerte contra los más desfavorecidos, que la ley de la eutanasia es inmoral o que el aborto es un crimen, en lugar de representar un signo irrefutable de progreso y de avance social, mereces la hoguera eterna.

Aunque aquí todavía está muy poco popularizado el término, en América a este conjunto de nuevos mandamientos sectarios se le llama el ‘pensamiento woke’, es decir, el aparentemente concernido por todas las iniquidades de la vida que por supuesto perpetra el capitalismo dirigido por hombres blancos sin escrúpulos que explotan a todas las minorías e identidades, aunque jamás todas ellas hayan vivido mejor y más copiosamente gracias a los recursos públicos.

El señor Sánchez -ese cuyo mejor aliado son los complejos que todavía alberga la derecha socialdemócrata llamada moderada y que él exprime con pasión-, ha decidido que para ir cociendo a fuego lento los indultos procedía sugerir que la Justicia quizá se haya comportado de manera vengativa o jugado a la revancha con la identidad catalana, y así nos pide en este trance fatal un ejercicio heroico de magnanimidad en favor de la concordia nacional con los delincuentes y sus prosélitos. Pero los políticos y la sociedad española en general ya dieron una muestra insuperable de magnanimidad durante la Transición y la aprobación de la Constitución española de 1978. Justo lo contrario, lo que nos demanda el señor Sánchez en estos momentos es que participemos en una felación política de gran alcance, que participemos alegres y confiados en una ‘magnamamada’ obscena, sólo destinada a fortalecerlo en La Moncloa. Y, como es natural, somos todavía muchos los españoles que no estamos por la labor.

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