España hacia la dictadura fiscal

España hacia la dictadura fiscal

La gente naturalmente inocente y bien pensada cree que el salario que percibe, si tiene la suerte de trabajar, va directamente a su bolsillo y que esto le permite vivir mal que bien. Pero no es del todo cierto. Está ligeramente equivocada. Siguiendo una tradición anglosajona inveterada, la Fundación Civismo, que preside mi amigo Julio Pomés, y que hace una labor encomiable en defensa de la libertad y de la sociedad civil, publica hace años un estudio en el que se concreta el llamado Día de la Liberación Fiscal.

Este es el día crítico a partir del cual todos nuestros ingresos nos pertenecen por completo, desde el que somos soberanos y podemos hacer con ellos lo que nos venga en gana: consumir, invertir o ahorrar. Hasta entonces no. Hasta entonces, todo ha sido un espejismo. Nuestras rentas salariales o del capital o patrimoniales han ido a satisfacer las onerosas obligaciones de la Hacienda Pública, que es insaciable.

Este año que nos ocupa el estudio de la Fundación Civismo trae una mala noticia. La liberación fiscal se ha producido el pasado 13 de julio, 193 días después de empezado 2021. Hasta ese día, la recompensa por nuestro desempeño laboral e inversor se ha dedicado a satisfacer los impuestos establecidos por el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Durante el actual ejercicio, la presión tributaria sobre las familias se ha incrementado en 3,8 puntos porcentuales a pesar de que sus rentas han disminuido un 7,3% como consecuencia de la crisis pandémica. Y la expectativa de cara al futuro es que todo empeore en 2022, donde el número de días necesarios de renta familiar para pagar impuestos puede oscilar entre 196 y 201.

La explicación es simple. El Gobierno de Sánchez está conjurado para apretar aún más la tuerca. Aunque para las rentas altas ya se han incrementado los tipos este año, la intención es hacer una revisión al alza más profunda de la progresividad para los que ganen más 130.000 euros y tengan unas rentas de capital de más de 140.000. También está sobre la mesa la eliminación de la bonificación por la tributación conjunta de los matrimonios en el Impuesto de la Renta -que castigará a los menos favorecidos-, Podemos presiona para establecer un tipo mínimo del 15% a las grandes compañías y de un 18% para la banca, y el horizonte está amenazado por un aumento de la fiscalidad sobre los combustibles a fin de combatir el cambio climático supuestamente causado por el comportamiento criminal del género humano.

El argumento que se baraja para cometer esta serie encadenada de tropelías es que nuestra presión fiscal es todavía inferior a la de Europa, pero el sentido común aconsejaría seguir manteniendo la distancia -por otra parte, tan discutible estadísticamente- hasta que nuestra economía, nivel de riqueza, renta per cápita y productividad sean similares. Entonces sería el momento de gravar adicionalmente el excedente, y lo menos posible.

No hay sin embargo esperanza de que este escenario se vaya a hacer presente. Todo indica que los fondos procedentes de Bruselas, que van a llegar mucho más escalonadamente de lo previsto, se van a emplear en una nueva reedición del infausto plan E de Zapatero: una apuesta fantasiosa por el coche eléctrico, la construcción correspondiente de electrolineras, la implantación generalizada de carriles bici en las ciudades, el saneamiento de los edificios de viviendas con vistas al ahorro energético y demás iniciativas sin duda saludables, que satisfarán las ambiciones de las empresas implicadas, pero que jamás serán capaces de aumentar el crecimiento potencial del PIB.

De las reformas que podrían lograr tal empeño, como la de las pensiones, o la del mercado laboral, o la del fomento de la unidad de mercado, o la de una educación enfocada hacia la excelencia y ausente de sectarismo no hay nada a la vista. La evidencia empírica demuestra que los países que más prosperan son los que tienen menos impuestos, y que un aumento de la presión fiscal es un freno para la inversión, el empleo y finalmente el crecimiento. Esta combinación fatal en la que se mueve la economía española desde hace décadas es la que hace que necesitemos ritmos de crecimiento del PIB superiores al 3% para generar nuevos puestos de trabajo, mientras el resto de nuestros socios más ricos, más sólidos, más estables y productivos lo hacen con tasas de aumento de la actividad menores.

El ejemplo más claro de los beneficios de la contención fiscal es la Comunidad de Madrid, que proporcionando un ahorro de 50.000 millones a los contribuyentes desde 2003 ha logrado crecer más que el resto de las autonomías, ha promovido la creación de empresas más que nadie y ha atraído inversiones en mayor número que el resto. Es la mejor prueba de que la famosa curva de Laffer es cierta: bajando impuestos se dinamiza la economía, se aumenta la recaudación de modo suficiente como para incrementar el nivel de prestaciones públicas e incluso se es capaz de contribuir al bienestar común del resto de las autonomías en una cuantía mayor.

¿Por qué, contra toda la experiencia acreditada, la izquierda sigue empeñada en subir la presión fiscal en igual proporción a su radicalidad? Desde luego porque detesta a los llamados ricos, cuyo nivel de bienestar siempre considera sospechoso y no el resultado de su pericia, solvencia profesional y tino. Pero aún por encima de este sentimiento banal, producto del resentimiento y de una inclinación letal hacia el igualitarismo, la izquierda defiende siempre más impuestos porque venera el Estado.

Según la izquierda, el Estado es ese gran cerebro capaz de encontrar el destino más eficiente para los ingresos que extrae mediante la coacción. Es el ogro filantrópico persuadido de las inversiones necesarias, del modelo de país más conveniente y del rumbo más propicio para la nación. Digamos que como en Cuba, por poner el ejemplo más lacerante de actualidad. Los liberales en cambio pensamos que esta clase de sabiduría, que es la base de la eficiencia, se encuentra en el mercado, donde los individuos buscando su propio interés, y de manera espontánea, proporcionan una información de calidad superior para procurar más satisfactoriamente el bien común.

Los únicos que saben a ciencia cierta cómo rentabilizar su grado de utilidad general son los empresarios, el consumidor, los individuos. Es falso que el Gobierno, o que los lobbies de turno que se le acercan en estos momentos en busca de canonjías, sepan más lo que conviene al país que el consejo de administración de una empresa o que el simple dueño de un bar. Lo contrario es comunismo puro, y por eso desde el presidente Sánchez a Nadia Calviño se niegan a declarar que Cuba es una dictadura. Porque en lugar de aprovechar la ocasión que nos ha abierto la crisis para liberalizar la economía española y dejar que las fuerzas del mercado actúen en favor del provecho común han decidido elevar la presión fiscal hasta extremos lacerantes y edificar una economía con pilares a medio plazo insostenibles.

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