España: la vida de los otros

España: la vida de los otros

Somos el resultado de los fracasos ajenos, dijo alguien una vez. Seguramente un pesimista. O un optimista con experiencia, que repite siempre el spinozista Albiac. Andamos por el mundo bajo esos patrones que marcan una convención social determinada. Vivir como dice la religión, sobrevivir como quiere el Gobierno, fracasar como solo sabe un español. Si miramos en derredor, todo lo que nos merece admiración tiene ese punto de mundanidad que nos avergüenza reconocer. Admiramos lo ordinario por costumbre, con una desatada pasión que pone en duda nuestra oposición a enterradores del éxito. Lo extraordinario, en España, siempre fue sospechoso. Nos hemos vuelto tan amigos de lo mediocre que soportamos que dirija nuestras vidas, incluso con la censura de una moción de conveniencia. De ahí que nos guste vivir las vidas ajenas —o imaginar que las vivimos—, porque así es más fácil explicar los vacíos propios, que solo rellenan los huecos destinados a esos pecados que llamamos capitales pero que siempre fueron naturales.

Por eso extrañamos los abrazos que no dimos, más que aquellos que pudieron ser. Olvidamos los para cuando mientras esperamos el mismo porqué. La vida de los otros empezó cuando nacimos en la cultura de la envidia y la desidia. Abrir ese melón no es sino el reconocimiento de que fracasar es la mejor forma de saber que vives en el deseo constante de tener éxito. Porque, cuando dejamos de vivir la propia vida, empezamos a construir metafísica, agujeros negros de la realidad que nos alivian de las miserias que el mundo ofrece. El pesimismo siempre fue el mejor café de la creación. Fiel aliado del éxito, ha llegado a inspirar la mejor literatura, el arte más sublime, la historia más perfecta. El pesimismo es bueno incluso tras los fogones. Las mejores recetas de cocina siempre partieron de intentonas con platos que nunca llegaron a probarse. Por eso, el mundo está repleto de optimistas fracasados. Siempre creen que hay motivos para sonreír tras cada derrota. Asumen que fracasar se ha convertido en la constante más perfecta de su existencia.

Aquí, en el Reino de la Utopía, gobierna Mr. Wonderful, un tipo que siempre quiso llevar la vida que llevaban otros. En concreto, anhelaba la de un tal Mariano. La deseaba con tanta fruición, que se abrazaba a todo quisqui útil para su propósito. Vendió su alma a centro y siniestra, besando la mano de otros aliados despóticos que reinan por tierras del norte, llamadas por los exitosos rebeldes Tractoria. Atrapado por su pasado, el vividor de sueños, como aquel falsificador de conciencias que un día llegó a gobernar bajo la vara del talante, sólo quiere que le dejen disfrutar de su utopía consentida. No admite que su vida es un fracaso antes de asaltar por los cielos del Congreso una legitimidad que nadie le concedió, más allá de la compraventa de estómagos que, desde su fraudulento escaño, venden el futuro como mercancía de costo.

Mr. Wonderful vive una vida que no merece, para la que no fue elegido pero que siempre soñó disfrutar. La diferencia entre llegar y usurpar parte de la confusión entre legitimación y legitimidad. Lo que la sociedad no te da, que el pacto no te lo quite. Por eso, mientras su sonrisa fracasada pasea por la Quinta Avenida, en su reino, los fracasados de otra utopía, atropellan la convivencia de quienes nunca se rendirán ante la farsa. ¡Fuera fascistas! gritan los fascistas de ahora en Cataluña. En su papilla de bilis, arrojan el dolor por la mentira permanente bajo salivazos de odio. La masa adulterada siempre fue más peligrosa que un tonto con bastón de mando. Mr. Wonderful habita en palacio, cuya puerta deja abierta para que la plebe lo visite, mientras él se dedica a conocer mundo. Hasta que descubra qué hay en su vida real, se dedica a vivir la de los demás. Una triste impostura que esconde el relato de un fracasado que un día supo ganar unas primarias.

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