Por qué las nuevas sanciones a Rusia y Turquía no cambiarán nada

Por qué las nuevas sanciones a Rusia y Turquía no cambiarán nada

Una de las lecturas veraniegas que sin duda me ha resultado muy brillante tiene por título Creating the Second Cold War. Su autor es un profesor británico, Simon Dalby, que escribió este libro no hace dos o tres años sino en 1990, justo cuando el sistema soviético se había venido abajo y el Muro de Berlín estaba hecho añicos. La tesis de este autor es que, pase lo que pase, el discurso estratégico estadounidense está basado en la confrontación fruto de las presiones de lobbies, think-tanks y partidos políticos en Washington. Tanto la Cámara de Representantes como el Senado norteamericano tratan de influir la política exterior repitiendo los mismos clichés una y otra vez, entonces y ahora. Esto es lo que explica la profunda división entre lo que pasa por la cabeza del presidente Trump, por las mentes de los burócratas del departamento de Estado y de los distintos congresistas que apoyan una nueva ronda de sanciones a Rusia a partir de la semana que viene. Trump prometió en la campaña electoral intentar restablecer las relaciones políticas con Putin. Eso es lo que ha intentado y es absolutamente legítimo.

Pero por detrás hay grupos de interés y de presión que se llenan la boca de criticar la falta de democracia en lugares como China o la propia Rusia, pero luego no dejan que el presidente de Estados Unidos lleve a cabo el programa electoral que presentó a sus votantes y contó con el apoyo mayoritario de ellos. Esa es una de las grandes paradojas de nuestros tiempos actuales. Tanto hablar del avance del populismo, pero sin caer en la cuenta de que las zancadillas que se ponen desde fuera del sistema a quienes compiten democráticamente son las que acentúan el malestar popular contra un sistema que mantiene la democracia desde la formalidad. Es ese deep state o estado profundo el que efectivamente trata de diseñar la agenda de la política exterior del país ignorando al propio presidente y a los diferentes contrapesos que existen en el sistema político estadounidense.

La semana pasada se anunciaron, como decía, sanciones a Rusia, Turquía e Irán. En el caso de Rusia, pretenden aplicarse nuevas medidas de castigo por el caso Skrypal ocurrido en marzo. A fecha de hoy, no existe ninguna evidencia que haya sido presentada a la opinión pública internacional que muestre la conexión entre Rusia y el envenenamiento del exespía. Lo único que existe es un relato que alimenta ese discurso de la confrontación básico para buena parte de Occidente en la idea de incrementar la diferencia entre el “nosotros” y “ellos” o “los demás”. Los demás son precisamente aquellos países que Occidente no ha querido nunca acoger en su seno, como son los ejemplos de Rusia y Turquía. Las sanciones a Turquía por la detención de un religioso protestante de origen estadounidense han provocado la última crisis en el seno de la OTAN.

Desde las sanciones a Francia y a Reino Unido por la Crisis de Suez de 1956, un estado aliado no había sancionado a otro estado miembro de la OTAN. Todo ello lo único que va a hacer es seguir distorsionando el equilibrio de poder en Oriente Medio y una Turquía colaboradora habitual y necesaria de EEUU que recomponga su sistema de alianzas como ya ha dejado entrever. Un viraje hacia Rusia podría ser una reacción lógica y un nuevo regalo desde Washington para que EE. UU. siga perdiendo influencia en Oriente Medio. El resultado previsible será que Putin y Erdogan salgan reforzados en sus respectivos países y que nada cambie como así ha sido hasta ahora.

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