¿Para cuándo una ley antipitadas?

¿Para cuándo una ley antipitadas?
El Rey Felipe VI en la final de la Copa del Rey (Foto: EFE)

Sólo un imbécil redomado puede defender la teoría de que pitar un himno nacional forma parte del perímetro de la libertad de expresión. Los derechos no son absolutos, ni mucho menos; es más, terminan cuando se conculcan otros. Como tampoco las libertades son infinitas. Uno no puede hacer algo que limite la libertad del prójimo porque se corre el riesgo de entrar en un estadio incluso delictivo. La frontera entre la libertad y el libertinaje no es precisamente difusa. De la libertad podemos pasar al acoso, al odio o a las amenazas en menos de lo que canta un gallo si no respetamos la del prójimo, si la anulamos por obra y gracia de nuestro real capricho, en resumidas cuentas, si nos da por echar mano del “yo-mí-me-conmigo”, en definitiva, si nos pasamos los derechos ajenos por el arco del triunfo.

Cuando se abuchea el himno se están ofendiendo los sentimientos de millones de personas. Esas armas las carga el diablo porque inevitablemente suelen ser el germen de males mayores. La violencia verbal y gestual es siempre, absolutamente siempre, la antesala de la física. Hay que impedir por las buenas o por las malas que se chufle la Marcha Real por elementales razones de justicia pero también por una cuestión práctica. Por eso también se tipificó la ofensa a los sentimientos religiosos: porque establecer la barra libre en estas cuestiones es el camino más corto al enfrentamiento civil. Arremeter contra lo más íntimo del ser humano que es la creencia en el más allá o contra su patriotismo es prender una mecha que puede acabar en una explosión social.

Esta fascistoide costumbre que se implementó ayer por quinta vez comenzó en 2009 en Valencia en los prolegómenos de la final de Copa que disputaron el Barça y el Athletic de Bilbao. El cristo fue morrocotudo. Pero no porque se silenciase tan abrumadora como totalitariamente el himno sino porque en el Pirulí decidieron meter anuncios para que en las televisiones del resto del orbe no se viera el lamentable espectáculo. La decisión obviamente venía de arriba pero, como siempre y para variar, se buscó una cabeza de turco que no fue otra que la de ese gran periodista que es Julián Reyes, jefe de Deportes de TVE.

La barbarie se repitió en 2011, 2014 y 2015 provocando que España dé a escala internacional sensación de país de pandereta. Más que nada, porque este menda no conoce un solo país (con anecdóticas excepciones en Francia) en el que se pite el himno o se quemen sus banderas. Hasta los nacionales de los estados más pobres e incultos del África subsahariana defienden con uñas y dientes sus emblemas patrios. En la gran Argentina, que no es pobre ni mucho menos inculta, pero sí tiene una historia reciente para olvidar, el himno une a ricos, pobres, izquierdistas, derechistas, norteños, sureños, hombres, mujeres, morochos, blancos y mulatos. A nadie se le ocurriría jamás pitar el “Oíd mortales” o quemar la albiceleste, más que nada, porque en el mejor de los casos lo correrían a gorrazos y en el peor no viviría para contarlo.

En Brasil ocurre tres cuartos de lo mismo. Y no digamos en esos Estados Unidos en los que estas anormalidades son sencillamente inconcebibles. Hace tres semanas estuve en el torneo de tenis de Key Biscayne y presencié cómo en la final todo quisqui se ponía en pie con la mano en el pecho para escuchar el celebérrimo Star and Stripes y cómo se montaba un pollo al que osaba hablar mientras tanto. Por cierto: el impactante God save the Queen británico no sólo es la gran canción de Reino Unido sino que, además, es el himno oficial o cooficial de Nueva Zelanda, Australia y Canadá.

¿Por qué se repite casi año tras año este australopithecus acto que consiste, básicamente, en no respetar al prójimo? Porque nuestros gobernantes son unos calzonazos que no se atreven a hincar el diente al asunto por miedo a que les llamen fascistas. De coña porque fascista no es aquél que pone el remedio a esta enfermedad sino los que provocan esta enfermedad. Los malos no son precisamente los que ponen remedio a la maldad. Los clásicos lo dijeron mucho mejor antes que yo: con los intolerantes hay que ser intolerantes.

En Francia sucedió lo mismo una vez. Una y no más porque el gran Sarko ordenó legislar tras el bochornoso espectáculo protagonizado por jóvenes franceses de origen tunecino, segunda y tercera generación de inmigrantes norteafricanos, que silenciaron con saña La Marsellesa en un match Francia-Túnez en ParísEl presidente de la República se puso manos a la obra y en un periquete se estableció por ley la obligación de suspender un partido, amén de obligar al Gobierno a abandonar el estadio de inmediato, si se abucheaba la marcha más sugerente del mundo, parida en tiempos revolucionarios, allá por 1795. ¿A que no adivinan cuántas veces se ha humillado el  himno galo desde entonces? Pues sí, cero. Cero Zapatero… o patatero.

Ya está bien de practicar el gran deporte nacional: el gilipollismo. Que se quema una bandera, a la trena. Que se veja la Marcha Real, pues se para el partido y todos a casita. El que quiera silbar que lo haga pero en casa de su madre si es que la conoce. La intolerancia sólo se resuelve legislando, entre otras cosas, porque el ser humano continúa siendo, dos millones de años después, bastante irracional. El homo homini lupus de Plauto, desarrollado magistralmente por Hobbes en Leviatán, no ha perdido vigencia desde que éramos poco más que un mono ilustrado.  

Estoy literalmente hasta las pelotas (y nunca mejor dicho) de que se repita la movida todos los años. O, para ser rigurosos, cada vez que el Barça alcanza la final. A mí jamás se me ocurriría chuflar Els Segadors o quemar una senyera (que no son siquiera símbolos nacionales sino regionales) ni tampoco la estelada. Todo lo más proclamaría a los cuatro vientos, como he hecho en más de una ocasión, que la bandera plagiada de la cubana es un trapo. No me gusta ofender sentimientos colectivos. Puedo criticarlos pero jamás humillarlos o menospreciarlos y no digamos ya eliminarlos físicamente. Pero ya está bien de que se rían de nosotros en nuestra jeta. A ver si el Gobierno tiene lo que hay que tener. Y, de paso, que le pongan letra de una puñetera vez. La de Marta Sánchez o la del lucero del alba pero que se la pongan. Que ya va siendo hora. Lleva mudito 258 años. Nada más.

Lo último en Opinión

Últimas noticias