Fe de etarras

Fe de etarras

Pasillos de honor, luz, vítores y aplausos para los terroristas y sus cómplices. Silencios, vacío, tierra húmeda y tinieblas para sus muertos. No son recibimientos ni bienvenidas sin importancia. No son abrazos de familiares y amigos que bien podrían hacerse en privado. Es ostentación y risotada impune de los afines, ensalzamiento de los “mártires” de una causa perversa de la que no se arrepienten —los que lo hacen no reciben ni media palmadita en la espalda— humillación a las víctimas en la puerta de su casa. Homenajes a los hijos pródigos de la banda del terror y el miedo, permitidos —patrocinados de hecho— por quienes tienen la obligación de defender a las víctimas y no a sus asesinos. Las instituciones una vez más de perfil bajo frente al lado oscuro. Guante de seda democrático para quienes sólo merecerían destierro social eterno y lija política a perpetuidad. Soportar cómo los depredadores de vidas y libertades bailan sobre las tumbas de inocentes mientras la izquierda infecta —heredera del zapaterismo que reanimó a ETA en su agonía— coquetea con ellos bajo la premisa garantista del Estado de Derecho que tanto abominan.

Y más que el ruido atroz de los extraños, previsibles —Bildu, Sortu, PNV Bai, Podemos y Aranzadi que se niegan a condenarlos— hiere escuchar el silencio atronador de los que se presuponen propios. Contar con el PNV para estos temas es absurdo. Siempre han sido, son y seguirán siendo los que viven de hacerles el contrapunto amable a los violentos. Como si fuese posible una dimensión civilizada del terrorismo… Lo peor es la connivencia disimulada del resto desde los gobiernos centrales. La dejación histórica del PP y el espectáculo dantesco del PSOE en su ratificado buenismo abyecto. Colaboracionismo mal disimulado que a duras penas lamina la obligación mayúscula de cualquier partido serio a oponerse con contundencia frente a fechorías que son delitos tipificados. Decepción causada por quienes claudican de lo correcto para salvar unas siglas más tullidas que los amputados supervivientes de sus enemigos declarados, los que ejecutaban a compañeros de partido disparándoles a bocajarro, los que adornaban sus coches oficiales con bombas lapa por las mañanas.

Qué barata es la traición, pienso. Qué cómodo el olvido. Y rescato de la memoria la conmoción de la opinión pública por la chapuza jurídico-política de la doctrina Parot, la misma que ahora se agita convulsa por la presumible derogación de la prisión permanente revisable. Y veo los mismos actores, el mismo escenario y las mismas falacias electoralistas que les permitieron entonces —y lo harán de nuevo sin despeinarlos— que violadores en serie, despojos humanos y desalmados asesinos de ETA salgan de prisión, jaleados. Y vendrán luego, los unos y los otros a darnos lecciones de Derechos Humanos. Y pienso firmemente —y se lo digo a todos ellos— que si consienten la causa del mal, son causa del mal causado.

A los autores de aquella doctrina, interesada y precipitada. A los que entonces no legislaron como debían y quisieron buscar atajos. A los promotores de la deslegislación en caliente de ahora. A los que callan y consienten que los malditos bastardos caminen erguidos mientras a los buenos se los comen los gusanos. Nadie ha asumido responsabilidades de ninguna clase por claudicar a un chantaje que todos, en mayor o menor medida, han amortizado. Aquí nadie ha rectificado. Ni una sola fe de erratas. Intacta, eso sí,  la fe de los etarras que siguen profesando sus ponzoñosas creencias en plaza pública, que vuelven del destierro carcelario como si fuesen héroes y pontifican, blanqueados, desde los estrados parlamentarios.

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