Puigdemont es un buen hombre

Puigdemont es un buen hombre
Joan Guirado

Carles Puigdemont es un buen hombre. Esta mañana hablaba con una compañera de él, y le decía que era un caso atípico en política, pero claro, él no es político ni nunca había pretendido serlo. Le convencieron para dejar el periodismo e intentar ser alcalde de Gerona con un encargo muy directo: revitalizar la ciudad, ponerla en el mapa y despertar el «Orgull gironí». Aceptó pero por tiempo limitado, a Puigdemont eso no le llamaba y quería volver a su vida tranquila, en la que ayudaba a sus hijas Magalí y Maria cada día a hacer los deberes de la escuela. Y cumplió con el encargo, con bastante rapidez, rompiendo un muro infranqueable para CiU que era Gerona, siempre gobernada por el PSC.

A falta de tres años para volver a esa vida normal, recibe una llamada de Artur Mas que le cambia la vida. Y él no supo decir que no. Le cuesta decir que no cuando alguien le pide algo. Por responsabilidad, dijo en su día, volvió a aceptar con otro encargo claro: hacer la República Catalana en dieciocho meses. Quién se lo propuso, Mas, no se creía eso de la independencia. A quien se lo propuso, Puigdemont, había soñado en ella desde la adolescencia. Y con la misma diligencia, tal vez sin controlar bien quién tenía alrededor -muchos de ellos impuestos- y a quién delegaba la construcción de esa República, poco después de esos dieciocho meses volvió a entregar el proyecto acabado. O eso le decían a él sus socios, que estaba todo listo. Y procedió a llevar esa República a votación, aunque quien dos años antes le suplicó que se quedara con el cargo de President y los que le apretaban con llegar hasta al final, a última hora le quisieran frenar. Como dice Santi Vila -que le fue más leal de lo que los hiper ventilados creen- en el título de su último libro, la cosa iba de héroes y traidores.

Si intento comparar a Puigdemont con cualquier otro político español me tendría que remontar a Adolfo Suárez. Y sí, ya me podéis empezar a insultar. Los dos eran hombres de Estado -a su manera- y los dos aceptaron regalos envenenados que aceptaron por responsabilidad. Los dos eran buenos hombres que pasaban por ahí y se pusieron ante un reto importante, cada uno a su manera. Para muchos similar.

Puigdemont no es un loco, ni imprevisible, ni un inconsciente… él, que vio la muerte de cerca tras dejarle tirado un camión en la N-141, la conocida «Carretera de la Vergonya» que el Estado nunca se ha dignado a arreglar -la dejadez por la que muchos se han hecho independentistas-, es una persona más reflexiva que impulsiva. Una persona muy difícil de influenciar y muy suyo en la toma de decisiones, de ideas fijas. Una persona que convirtió una bronca profesional en su inseparable y mejor amigo, hasta en Bruselas. Un independentista de pro que enfadaba a los radicales de joven rechazando la violencia para conseguir el fin, persiguiendo el pactismo desde el pacifismo. Un hombre de ideas e ideales fijos, al que un día le prometieron que podía ser protagonista de su sueño de niño y dar vida a una nueva República, sin calcular bien las consecuencias que aquel sueño de niño podía tener. Él, que había rechazado siempre la violencia para lograr ese sueño, continuaba creyendo que el pacto era la esencia de la democracia. Hasta que chocó con la Constitución. Y hoy, lejos de Ítaca, aquel buen hombre enamorado de Gerona planifica una vida a ochocientos quilómetros de los suyos y una amenaza de treinta años de prisión.

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