¿Una sociedad enferma?

¿Una sociedad enferma?

Varios acontecimientos nos deben hacer reflexionar sobre si una gran parte de nuestra sociedad está claramente diagnosticada de una grave enfermedad, de una preocupante desorientación psicológica, de una pérdida absoluta de los más elementales valores donde cimentar el presente, el futuro de nuestros hijos, el progreso y la libertad individual. Los grandes modelos de convivencia y de respeto se han roto. El necesario orden social, moral y jurídico, con el que el ser humano se dotó desde el siglo XVIII queda ensombrecido frente a una presunta “libertad” utilizada según su antojo por esa progresía vacía que tiene frente a sí el desdén, la dejadez y la indiferencia de quienes no piensan como ellos. Y uno de los síntomas más visibles de todo esto se refleja en cómo nos hemos convertido en simples espectadores de la realidad, concurrentes sin capacidad de asombro y asistentes sin mueca de malestar o agobio.

Observamos, tan circunspectos como impávidos, como se homenajea a dos etarras en un pueblo vasco y frente a los afrentadores, nuevamente fratricidas ahora de la memoria y dignidad de las víctimas, tan solo seis valientes ciudadanos manifestando su asco y su nausea. Se levanta polémica por la retirada de una “obra de arte” en la feria de ARCO de este año. Semejante creación refiere a supuestos “presos políticos del Estado español” donde figuran, a modo de escarnio y de barata y grosera protesta, dignatarios de la talla de Junqueras, el infame Bódalo, activistas del 15-M, miembros de Egin o los acusados de explosionar una bomba en la Basílica del Pilar en Zaragoza. Los prebostes de la “libertad de expresión”, aplicable solo a ellos, jalonan el protagonismo con airadas y retorcidas protestas. Poca libertad la cajera del supermercado golpeada por el tal Bódalo. Nula condena de las beatíficas protagonistas del falso feminismo ideologizado.

Se llega a la impudicia de discutir y negar el derecho de millones de ciudadanos españoles a recibir educación e instrucción en su lengua, en la lengua de todos. Que sociedad tan real y a la vez tan desquiciante. Y su relación con la dramática y a la vez bufa comedia, esperpéntica y extravagante actuación de aquellos que provocaron una de las mayores crisis que ha sufrido España en los últimos 50 años. Aquellos que se rebelaron contra el Estado, amenazaron sus instituciones y enfrentaron a todo un pueblo. Unos, regurgitando su bilis desde un presunto exilio y amparados desde la mentira por una parte de esa Europa cicatera y mercantilista, vacía e inculta y tantas veces antiespañola. Mientras, otros comparecen ante nuestros tribunales con el discurso milonguero, básicamente cobarde y pusilánime, como si sus hechos fueran fruto de un desatinado juego de rol. Pero mayoritariamente votados en las últimas elecciones catalanas.

Nos enajenamos con el necesario progreso material y nos emocionamos con los buenos —pero tan fríos como inteligible— datos macroeconómicos de las grandes suprainstituciones internacionales. Pero no nos damos cuenta, y no sería la primera vez en la historia, que una sociedad culta y moderna se despeña sin freno impelida por la frivolidad y ligereza de sus conciudadanos. Estamos ante el mal de la indiferencia donde la enfermedad de esta sociedad reside en su apatía y en su indolencia. Y mientras, cuántos versados se atreven a dar consejos, antídotos y panaceas. Cuánta teoría vana y nimia. Quizá debamos confiar en el despertar del letargo producto de la gran riqueza humana que acapara España. Nunca es tarde y el calambre que encienda la indignación se hace cada vez más necesario. Audaces ciudadanos catalanes, y por catalanes españoles, nos abrieron el camino hace meses. Que dicho camino no se enfangue. Como dijo Séneca: “No quiere el enfermo médico elocuente, sino que le sane”.

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