La España felipista

La España felipista

En España no somos monárquicos, somos juancarlistas, solía decirse en las tabarras de bar patrias, mientras se apuraba el café a sorbos hirviendo. Una frase que resumía el sentir de un país que vivió entre las cortinas de la dictadura sus ansias de libertad. La Transición, edificada sobre el soporte de la monarquía parlamentaria, consolidó una institución que hoy sólo niegan los nacionalismos más pervertidos y la izquierda radical más obcecada, sometida a sus perpetuos prejuicios, más anacrónicos que la propia magistratura a la que, sin razón ni peso, destinan toda su retórica de ataque. Si la República es sacar la bandera y gritar ¡muera el Rey! para eso no me levanto, repite con insistencia Anguita. La monarquía está hoy en su mejor valoración en dos décadas. Aunque el CIS lleve tres años haciendo mutis por el sondeo sobre las preferencias ciudadanas hacia la forma de Estado, de los últimos informes y estudios realizados obtenemos que el 60% de los españoles aprueba la labor de la Corona como institución, y más del 70% el trabajo que Felipe VI desarrolla desde la abdicación de su padre.

Datos que desmontan al populismo de izquierdas que viene a apalearnos, en su habitual demagogia costumbrista, sobre la inminente venida de la tricolor. Llevan anunciándola tanto tiempo que el día que llegue ya no habrá republicanos que la disfruten, aburridos de que la historia les mire por la espalda. Porque, en su proceloso devenir, y zarandeada por los hunos de la mentira y los apóstoles de la posverdad, Clío necesita más que nunca que alguien la cuide. Hasta los historiadores —no todos— han sucumbido al clima político de hostigamiento ideológico que tiene en su cúspide azotada a la monarquía. Hoy, en ciertos ámbitos de la sociedad nutriente como la Universidad, la historia no se enseña, se sacude a golpe de doctrina, se balancea en la pizarra de buenos y malos y se acude al despropósito irracional de criticar una Corona que ha fundamentado su pervivencia en garantizar la tranquilidad de un país demasiado atado a los golpes de corneta y revoluciones de polvorín. Decía Maritain que la gran “tragedia de las modernas democracias es que no han sido capaces aún de realizar la democracia”.

Dada nuestra habitual inclinación a las bayonetas restauradoras y a las banderas de coz y martillo pilón, sería pertinente que reflexionáramos sobre el papel que la monarquía desempeña en el correcto y moderado funcionamiento de la democracia. En el día que cumplía años, Felipe VI garantiza su papel de auctoritas vigilante, firme ante desafíos que vienen a mermar el estatus inviolable que la Constitución proclama, como la de la unidad indisoluble de la nación española. Así, su alocución del tres de octubre quedará en el recuerdo como el mejor discurso contemporáneo proclamado por un jefe de Estado. No por su oratoria excelsa, sino por la inquebrantable firmeza de su gesto. Volvió a situar la Corona en la aprobación que antaño tenía, devolviéndole el prestigió arrebatado por escándalos familiares, cacerías africanas y demás ribetes excesivos del tardo juancarlismo.

Aquella noche, el jefe del Estado no apeló al diálogo, tradicional concepto que ahormaba de eufemismos la relación política con el independentismo, sino a la lealtad, palabra con más padrinos que padres. La monarquía es la natural decantación de la historia, manifestada en la perseverancia de los pueblos en conciliar tradición y modernidad. Felipe VI representa la normalidad ciudadana bajo palio secular, la de una corona no real, propia de un monarca de altura circunscrito a los tiempos, que ha sabido otorgarle el plus de utilidad positiva a la institución. En las fronteras de su esencia resiste su necesario papel de moderado notario que asiste a los conflictos con voluntad equidistante, que no pasota. La España felipista de hoy se resume en las buenas palabras de Chesterton: «Un buen rey no sólo es algo bueno, sino que probablemente sea lo mejor».

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