Mariano: reformas o muerte

Mariano Rajoy
Mariano Rajoy, presidente del PP y del Gobierno. (Foto: EFE)

¿Tiene lo del PP solución o ha entrado ya en fase terminal a la que no queda más que fijar la hora del sepelio? Éste y no otro es el interrogante que sobrevuela los cocos de los 750.000 militantes del partido más vertebrado e implantado de España, amén del más numeroso de Europa en afiliados. Los partidos políticos españoles pusieron de moda, imitando a Obama, eso de situar a militantes jóvenes y a ser posibles guapos a espaldas del líder de turno. Un truquillo como otro cualquiera que la primera vez, cuela, pero que cuando lo ejecutas mil veces no sólo mosquea sino que aburre. Vamos, que tiene retroceso.

Un poema era el rostro de los muchachos y muchachas, de jóvenes y no tan jóvenes, que pusieron a guarecer las espaldas de Mariano Rajoy el fin de semana pasado en la ciudad más bonita de España con permiso de San Sebastián y Córdoba: Sevilla. El careto de todos ellos ante el sorpasso de Ciudadanos en las encuestas lo decía todo. Sólo les faltó echarse a llorar. Parecía que estaban en un funeral y no en un acto con el presidente de su partido que, además de los ademases, es el presidente del Gobierno. Se mascaba un bajonazo moral de ésos que hacen época. Una depre de las que te dejan baldao durante semanas.

Cierto es que las encuestas fallan más que una escopeta de feria a la hora de afinar el disparo en el centro de la diana pero no lo es menos que dibujan a la perfección las tendencias. Vaya si las dibujan. Como igualmente verdad es que enero es demoscópicamente el peor mes para el partido en el poder por múltiples razones: el tiempo, el fin de las vacaciones y un largo etcétera. He de recordar que en enero de 2015 el partido número uno en intención de voto y en voto directo era Podemos y apenas 11 meses más tarde fue el tercero de la fila.

Que nadie mate a los genoveses. Y que nadie asesine civilmente ya a Rajoy. Sucede lo mismo en el fútbol: dar por finiquitado a un grande, sea el Madrid o el Barça, es un ejercicio de una audacia y una osadía impresionantes. Ahora bien, de ahí a deducir que todo dependerá de la proverbial baraka de Mariano media un abismo. El PP tiene que espabilar. Lo de dejar que el tiempo arregle las cosas me temo que ya no vale. Como tampoco hay que fiarlo todo al “manejo excepcional de los tiempos del presidente”, que diría un marianista irredento.

Rivera viaja metafóricamente en estos momentos en un Concorde y Rajoy y los suyos en el Airbus 310 de la Fuerza Aérea Española. Son 1.000 kilómetros por hora de diferencia. De ahí que tengan que meter presión extra a las turbinas, encomendarse a todo el santoral y cruzar los dedos para que los aviadores de Ciudadanos, a los que la vida les sonríe, a los que les sale todo, no cojan y le hagan una butifarra a los viajeros populares.

Dentro de un mes y poco, el 5 de marzo concretamente, se cumplirán 58 años del celebérrimo discurso del dictador cubano Fidel Castro tras el sabotaje al barco francés La Coubre, que saltó por los aires cuando llegaba a La Habana atestado de armas y explosivos para los comunistas. Veinticuatro horas después, el megamillonario sátrapa pronunció un discurso que concluyó con la celebérrima frase: “Patria o muerte, ¡venceremos!”. Sería bueno que Mariano Rajoy ponga en su despacho un cartel con tres simples palabras: “Reformar o morir” o, ya puestos, “reformas o muerte”. Y perdón por elaborar la paráfrasis sobre la base del speech de un repugnante asesino que tiene bajo la bota a los 12 millones de cubanos desde hace seis décadas (hablo en presente porque, como el Cid, continúa en el machito después de muerto).

Los grandes políticos, los políticos con madera de estadista, son aquéllos que se ponen a la cabeza de la manifestación cada vez que hay un problema. Y funciona: donde antes la opinión pública pensaba que eran el problema de pronto somatiza que son la solución. Los mejores líderes son, por tanto, los que cada vez que hay una demanda popular se suman a ella y la resuelven. Por decirlo más pedestremente los que tienen rotundamente claro que en todo bautizo han de ser el niño, en toda boda el novio o la novia y en cada entierro el muerto.

Los españoles demandan grandes reformas que acaben con las prebendas de los barandas, que reduzcan la sima existente entre gobernantes y gobernados. No es ni medio normal que en España haya, por poner un ejemplo que hace subirse por las paredes a Juan Español, 17.000 aforados. Un privilegio de origen feudal que provoca que los políticos no sean sometidos al juez predeterminado por la ley, a lo que los sabios del Derecho denominan “juez natural”. Gozan del privilegio de un tribunal especial que, en el caso de las autonomías, muchas veces digitaron ellos. En Alemania no hay un solo aforado, ni siquiera la canciller Merkel o el presidente Steinmeier. En Reino Unido y Estados Unidos ocurre tres cuartos de lo mismo, ¡que se lo digan a Nixon o a Clinton! Italia y Portugal, por ilustrar la cosa con dos ejemplos más próximos aún si cabe, sólo privilegian procesalmente hablando al presidente de la República. Francia es más laxa pero mil veces menos que España: el fuero está reservado única y exclusivamente al presidente, el primer ministro y los miembros de su Gobierno. Fíjense si será chusca la cosa por estos lares que en Andalucía está blindado judicialmente hasta ¡¡¡el adjunto al Defensor del Pueblo Andaluz!!!… que manda huevos.

Más reformas, Mariano. La del indulto. Es un insulto a los ciudadanos, a esos contribuyentes que sostienen un entramado público inflado hasta las cachas por esa manía de meter en la Administración al primo, al hermano, al militante o, como puntualizaría José María García, al lametraserillos más eficiente. No puede ser que los políticos otorguen perdones penales a políticos en una suerte de “yo me lo guiso, yo me lo como” más propio de repúblicas bananeras que de países europeos democráticos. En honor a la verdad y la justicia, hay que subrayar que Catalá ha reducido a la nada el número de indultos a gerifaltes de partido. Pero no basta con la buena voluntad del Notario Mayor del Reino, es menester imposibilitarlo legalmente.

Insoslayable es también, querido presidente, la limitación temporal de mandatos. No sólo el tuyo sino el de todo bicho viviente en parlamentos, senados, alcaldías y demás órganos representantivos. Ocho años son toda una vida para demostrar si uno vale o no vale para servir a los demás. Y, como quiera que no se puede aplicar la norma con efectos retroactivos, el contador debería empezar a funcionar en el momento en que se aplique la ley, no aprobar como pretendían algunos una ley ad hominen para tumbar con un penalti inexistente a un Rajoy al que desde hace seis años nadie ha podido derrotar donde toca, las urnas.

Mucho más grave si cabe es la vomitiva politización de la Justicia, instaurada por Alfonso Guerra cuando le dio por enterrar a Montesquieu en 1985. Se trata, lisa y llanamente, de volver a la letra de la Constitución. ¿Qué es eso de que los políticos designen al 100% de los miembros del Gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)? El artículo 122 de la Carta Magna se redactó de forma ambigua, seguramente para permitir a Moncloa hacer lo que le viniera en gana en función de las circunstancias. Consecuencia: casi siempre se ha designado desde Moncloa y la Carrera de San Jerónimo a 20 de los 20 miembros del CGPJ. Eso sí: el texto constitucional no admite lugar a la duda si se analiza friamente, sin caradurismo: “El Consejo estará integrado por 20 miembros nombrados por cinco años. De éstos, 12 entre jueces y magistrados, cuatro a propuesta del Congreso y cuatro por decisión del Senado”. A pesar del fárrago, no hace falta ser un lince para determinar que 12 nombres deben decidirlos jueces y magistrados, cuatro han de ser fruto de la realísima gana de los diputados y los cuatro restantes de la santa voluntad de la Cámara Alta. Se trata, seguramente, de la reforma más perentoria y de calado de todas. Entre otras razones, porque el CGPJ es el que decide quién asciende y quién no, los traslados, la política retributiva e incluso las reformas de los en general tercermundistas juzgados patrios. Casi nada. El juez brillante pero incómodo llegará al Supremo más tarde que los obedientes. Eso en el caso de que llegue.

Hay que acabar también con los medios de comunicación públicos. ¿Por qué nuestros impuestos han de sufragar la babosa propaganda del que manda? Transformar RTVE en un canal exclusivamente destinado a culturizar a los españoles es un deber cívico; mantener el ente con su actual estructura, un delito de lesa humanidad. Y las televisiones autonómicas, algunas de las cuales tienen el triple de personal que Antena 3 o Telecinco, hay que clausurarlas por el bien de nuestros bolsillos y de la alternancia en el poder. No digamos ya TV3, que es un medio fascista estructuralmente al servicio de la mentira y coyunturalmente de un golpe de Estado. El mismo destino, es decir, los libros de historia, debe darse a la preferencia del hombre sobre la mujer en la sucesión al trono. Entre otras cosas, por pragmatismo: si la Reina se queda embarazada de un varón, el follón está servido.

El PP se resiste con la excusa de regular pagador de que varias de las asignaturas pendientes en forma de reformas obligan a tocar la Constitución. Lo que no cuentan es que también hay atajos perfectamente legales para sacar adelante varias de ellas. Lo que no debe permitirse bajo ningún concepto es que se enmiende la Carta Magna para satisfacer por enésima vez a los independentistas. Las leyes se reforman para favorecer a los ciudadanos que cumplen la ley y para revisar situaciones anacrónicas, no para contentar un rato a golpistas y demás gentuza. Que bastante les contentamos hace 40 años con la mayor y a la vez más kafkiana descentralización del mundo y por eso estamos como estamos. Que se pongan de acuerdo PP, Ciudadanos y PSOE. Que los demás (Podemos, proetarras e independentistas) sobran a la hora de hacer el bien porque lo suyo es el mal. Es una obligación moral y en el caso del PP una necesidad electoral, además. En el caso de Mariano Rajoy es un win-win: hacer de la necesidad virtud.

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