El 23-F de Felipe VI

El 23-F de Felipe VI

Veintitrés de febrero de 1981. Lunes. Seis y poco de la tarde. El Príncipe de Asturias acaba de regresar del Colegio Santa María de Los Rosales, Los Rosales para el común de los mortales. Merienda cuando, de repente, como quien no quiere la cosa, se desencadena la madre de todos los revuelos en Palacio. Él sigue a lo suyo echando de reojo una mirada al televisor: haciendo los deberes con sus preceptores y recibiendo las clases de ese inglés que le metieron en vena para conseguir el bilingüismo casi perfecto con el que nos deleita cada vez que habla en público.

Un bigotudo con tricornio acaba de asaltar el Congreso de los Diputados pistola en mano. Pronto, en Zarzuela alguien cae en la cuenta de que se trata de Antonio Tejero Molina, teniente coronel de la Guardia Civil que se hizo famoso a finales de los 70 en el País Vasco por tributar sonoros homenajes a los agentes asesinados por ETA en territorio comanche. Recorría los pueblos donde se perpetraba cada crimen con el ataúd de la víctima cubierto por una enorme bandera de España.

La oscuridad se abate sobre Zarzuela. El ambiente se corta con cuchillo. Reina un profundo silencio en el antiguo pabellón de caza reconvertido en morada real. A los ciervos apenas se les escucha porque hace casi cuatro meses que el celo y la berrea son historia. Don Juan Carlos sabe que en el envite se juega el ser o no ser de una institución que entronca directamente con los Reyes Católicos y que es el símbolo por antonomasia de la unidad y pervivencia de una de las naciones más antiguas del mundo.

El lío es de aurora boreal porque los poderes ejecutivo y legislativo están secuestrados por una panda de zumbados que acaban de ametrallar el decimonónico techo y amenaza con llevarse por delante a todo aquel que ose llevarles la contraria. Entrada la noche, llama a su hijo y se lo lleva al despacho para que aprenda el oficio. Horas después, en el ecuador de una madrugada que pasó en duermevela, le traslada un  mensaje que no olvidará jamás y que recojo directamente del apasionante libro El Rey de José Luis de Vilallonga:

—Felipe, no te duermas. ¡Mira lo que hay que hacer cuando se es Rey!—.

El destinatario de un recado para la historia ve, oye y calla. Son cosas de mayores. Mientras, su padre habla repetidamente con la cúpula de las Fuerzas Armadas para frenar en seco y sin contemplaciones un golpe que no sólo acabaría con la democracia sino que convertiría la imberbe monarquía parlamentaria en una monarquía vigilada. Esto último, en el mejor de los casos. No olvidaba lo que tantas y tantas veces le había confesado su cuñado, Tino, hermano de la Reina Sofía: lo peligroso que es pactar con el diablo. ¡Que se lo digan a él que terminó en el exilio tras compadrear con los protagonistas del Golpe de los Coroneles de 1967 y luego intentar un contragolpe!

Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, le da la vuelta al entuerto. Cinco personas resultan clave para lograr el gatillazo golpista: el inmenso Sabino, el jefe del Gobierno en funciones, Francisco Laína, el director de los Servicios Informativos de TVE, Iñaki Gabilondo, ese genio catódico que era Joaquín Arozamena y el a la sazón director del ente, Fernando Castedo. Le echaron un par de narices y de razones y vencieron.

Tengan razón los maledicentes que sostienen que Don Juan Carlos estaba inicialmente en el ajo, esté del lado de los que han cantado y contado su inequívoca determinación desde el minuto 1 en favor de la democracia, acudamos a las evidencias: él paró la salvajada que hubiera supuesto volver a la oscuridad cuando llevábamos seis años de esperazandora luminosidad. Don Felipe extrajo de aquella noche una lección que nunca olvidará: cuando estás del lado de la razón, de la ley, del Estado de Derecho, siempre ganas.

Él es quien ha impartido esta vez el máster acelerado de monarquía constitucional y su hija, la Princesa Leonor, la que lo ha recibido. El Rey de España ha querido tener cerca a la heredera en los días más enrevesados de este segundo 23-F protagonizado por el nuevo Tejero, un Carles Puigdemont tan chusco ética y estéticamente como su legítimo antecesor a título de golpista. La mujer que, a pesar de una Constitución que urge reformar aunque sólo sea para jubilar su maldito machismo, será algún día Reina de España ha aprendido y aprehendido de qué va esto de la monarquía parlamentaria.

Y, entre tanto, Don Felipe ha dado una lección de firmeza con esa alocución a la nación del 3 de octubre que recuerda a la que desde el mismo lugar (aunque cuatro horas más tarde), su despacho en Zarzuela, nos dirigió su padre en la madrugada del 24 de febrero de 1981. El Rey se atuvo a los principios que guiaron el discurso de Don Juan Carlos en aquel entonces: contundencia, defensa inquebrantable de la legalidad y ni una sola concesión al tiránico enemigo. Y eso que este desafío era más duro, infinitamente más duro que el anterior, porque ahora los golpistas contaban con 17.000 hombres armados, una estructura de Estado o casi y decenas de miles de millones para montar la mundial. Tejero hubiera tenido muchas más posibilidades de devolvernos al infierno si hubiera tenido a su disposición todos los aviones de la Fuerza Aérea, todos los tanques y desde el primero hasta el último barco de la Marina, amén de medio Ejército de Tierra y parte del otro.

Especialmente emocionante fue el pasaje dedicado a los catalanes que viven en su tierra como las personas de color en la Sudáfrica del apartheid o como los judíos en la Alemania de los años 30 del siglo pasado: como ciudadanos de segunda o directamente como seres humanos sin derechos. Nunca nadie se había acordado tanto de esa mayoría natural de Cataluña que parece como si no existiera, proverbialmente dejada de la mano de Dios por parte de un Estado que hace dos décadas puso pies en polvorosa en Cataluña. Esos más de cuatro millones de catalanes nunca olvidarán este pasaje:

—Sé muy bien que en Cataluña también hay mucha preocupación y gran inquietud con la conducta de las autoridades autonómicas. A quienes así lo sienten, les digo que no están solos, ni lo estarán. Que tienen todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles, y la garantía absoluta de nuestro Estado de Derecho en la defensa de su libertad y de sus derechos—.

Las palabras de ánimo de Don Felipe insuflaron ánimos a esa mayoría silenciosa de catalanes que no contaba ni para la Generalitat ni para los diferentes gobiernos de España, que no querían molestar al golfo de Pujol o al hijo de su testaferro, Artur Mas. Animados por las reales palabras reales, ellos hicieron el resto con una de las manifestaciones más grandes jamás contadas: la que el 8 – O atestó de banderas de España y senyeras la antaño ciudad más cosmopolita de Europa.

Haciendo un enorme viaje en el tiempo recordaban a esa marcha por la Constitución que, todas a una, como en Fuenteovejuna, las fuerzas democráticas llevaron a cabo por las calles del centro de Madrid el 27 de febrero de 1981. Allí estaban todos los que eran y eran todos los que estaban en la incipiente democracia: los que ganaron la guerra, los que la perdieron y los representantes de esa maravillosa Tercera España que es la mía. El segundo domingo de este mes fueron los partidos constitucionalistas los que unívocamente, sin egoísmos, pensando en el bien superior más que en el propio, dieron una lección democrática a los golpistas que quieren convertir la tierra de mis dos abuelas en una república tan bananera como despótica.

Don Felipe volvió a salirse del mapa el 20-O con una jugada maestra: traerse a los Premios Princesa de Asturias a los tres personajes que mandan en la Unión Europea (eso sí, por delegación de una Angela Merkel que está a muerte con España). A saber: Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, Donald Tusk, jefe del Consejo Europeo, y el inconmensurable Tajani, baranda del Europarlamento. Un tres en uno en forma de símbolo: el del respaldo total de los países de nuestro entorno a la España del 78, respaldo que deja como unos parias a nivel internacional a los paletos secesionistas. Un éxito sin paliativos ni apostillas de nuestro Rey, de nuestra impecable democracia, en definitiva, el triunfo del imperio de la ley. Claro que, cuando tienes a tu vera a Jaime Alfonsín, todo es más fácil. Pensar y poner en práctica.

Ya me lo anticipó hace un lustro Alberto Ruiz-Gallardón cuando le expresé mi preocupación por esta demente deriva. El dialéctico más brillante que he conocido en mi vida casi no me dejó terminar la frase y me espetó:

—Tranquilo, Eduardo, nunca se saldrán con la suya porque el 90% de la solución a este problema reside en Europa y sólo el 10% en nosotros. Y la Unión Europea jamás lo permitirá. Sin reconocimiento internacional, no hay nación ni Estado catalán que valgan—.

Y así ha sido.

Felipe VI ha encontrado, sin buscarlo, la crisis que necesitaba para consolidar su reinado convenciendo a los escépticos y demostrando que la institución que encarna tiene más sentido que nunca. Que no está de más. Que no es un simple y bonito decorado. Que se gana el sueldo. Que, como auguró a los veintitantos años, se tiene que “buscar la vida todos los días”. Que, al contrario que su padre, al que le vino todo dado, él tiene que ir partido a partido convenciendo al respetable de que es el mejor entrenador posible. De la necesidad de afrontar el 23-F su padre hizo virtud. Aquella madrugada sombría comprendió que ser Rey era mucho más que presidir recepciones, aguantar impertérrito y con una sonrisa interminables besamanos o viajar a los países más insospechados y deseados. Treinta y seis años después comprobó que aquel máster no había sido a beneficio de inventario.

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