Nacional-populismo: la peste del siglo XXI

Nacional-populismo: la peste del siglo XXI

Atorados en el bucle discursivo entre Generalitat y Moncloa, olvidamos el debate real que parte de la ciudadanía española no interioriza por omisión mediática o vacío educativo, inducida por la misma ósmosis totalitaria que lleva permeando las capas de la sociedad catalana desde el advenimiento del pujolismo. Un debate político sobre el buen hacer del Estado de Derecho sustituido por ese constante aquelarre de sentimientos en el que ha convertido el independentismo su feria de las vanidades. Discutía ayer con un colega al que aprecio sobre la cárcel en vida al que somete todo nacionalismo a su población. Uno de los reflejos que acredita la creación y mantenimiento de dicha prisión es el permanente adoctrinamiento en las aulas, que en el caso de Cataluña se lleva manifestando décadas y cuyos resultados observamos hoy. Niños que ni saben, ni conocen, ni mucho menos entienden, sometidos al agit-prop del maestro de turno, que les muestra el simbolismo de un libro estelado mientras les alecciona con palabras de manual nacionalista, creando una cantera borroka que luego la CUP utiliza en las universidades para intimidar, violentar y amenazar a quien piensa diferente y se manifiesta con sentimiento contrario a la causa lliure. 

En un momento de la discusión, como prueba de mi afirmación anterior, mi colega espetó un “Cataluña no adoctrina” antes de soltar los típicos mantras que el nacional-populismo independentista proclama a poco que tiene ocasión: “No vives aquí”, “no entiendes la realidad catalana” y sobre todo, “no seas anticatalán”. Me afané en explicarle que lo que soy es antinacionalista y que el uso del lenguaje falaz del nacionalismo, tomando la parte por el todo, hablando en nombre de toda Cataluña cuando yo me refería a un hecho político concreto, es una de sus armas más convincentes. Tanto, que mi interlocutor, que no es nacionalista, termina por usar los marcos mentales y mensajes propios de aquel altavoz. Eso es lo que ha conseguido esta enfermedad que vuelve a enfrentar a las sociedades libres frente a su mayor némesis: la adhesión de la población no nacionalista a sus esquemas retóricos perversos, junto a la comprensión de algunos de los autodenominados demócratas hacia una causa totalitaria que pone en igualdad de condiciones a verdugos y perseguidos. Frente a esa enfermedad, es preciso actuar con determinación. Mientras al Gobierno de Rajoy el relato se lo está construyendo la sociedad civil, más activa que bloqueada sobre lo que hay que hacer, la Justicia legitima su buen nombre encausando a los delincuentes que están destrozando con (des)propósito una parte del país.

El nacional-populismo siempre ha necesitado de referentes que guíen en el camino y de una nación que soporte los golpes del mismo. Necesita una herida y una tirita, para justificar su victimismo y tapar sus miserias mientras apelan a un falso diálogo en el que no creen ni tampoco practican. Porque victimizar el delito forma parte del proceso de falseamiento mental de este independentismo posmoderno, que viste de progreso lo que no es sino el reflejo carca de una peste medieval. Activa su propaganda desde la hedionda convicción de que exponer la falsaria queja de la opresión provocará la consideración internacional a su perpetuo llanto.

La lucha contra esta nueva lacra política del siglo XXI consiste en desmontar con fina precisión y constante información el perverso “hecho diferencial”. En hablar claro frente a la sucesión de mentiras que el nacional-populismo catalán construye. Y hablar claro significa responder, ante ellos y ante el mundo, que los Jordis no son presos políticos. Ni en España se persigue la discrepancia. Son delincuentes que durante mucho tiempo se han creído por encima de las leyes porque nadie les ha parado los pies. Hasta que el mismo Estado de Derecho ha dicho basta: y cuando eso ocurre, la Ley actúa. A los Jordis no le enchironan por opinar, ni por incitar, sino por ser parte activa en un delito. Atracar conciencias también tiene su castigo en democracia.

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