Cuando actúas (eso sí, sin matar) como los alemanes de 1930 y como los chavistas de 2017

Carles Puigdemont
Carme Forcadell, Carles Puigdemont y Jordi Sánchez. (Foto: EFE)

Felipe González, tal vez el mayor talento político que ha parido España de 1975 a esta parte, montó un pollo de tres pares de narices hace dos otoños cuando sentenció textualmente en una columna en el diario El País que “el independentismo catalán es lo más parecido a las aventuras alemana e italiana de los años 30 del siglo pasado”. Le llamaron de todo menos guapo. De todo y por su orden. El presidente sevillano sólo cometió una (gran) equivocación: no matizar, dejando la puerta abierta al victimismo llorica de los independentistas. Porque identificar sin más un proyecto sátrapa y fascistoide, pero hasta la fecha sin un solo muerto encima de la mesa, con dos que se llevaron por delante la vida de más de 15 millones de personas es pasarse veintisiete pueblos.

Lo que es indiscutible es que en las formas las similitudes entre el golpismo independentista catalán y cualquier régimen totalitario que tengamos a mano en los libros de historia son numerosísimas.  Incontables, apostillaría. A Teresa Freixes, catedrática de  Constitucional que pasa por ser la mente más preclara y valiente de Cataluña, también la han lapidado en la plaza del pueblo por osar comparar en ODKIARIO la Ley de Transitoriedad (menudo “conceto”, que diría Pepiño) con la Ley Habilitante alemana que permitió el ascenso de los matones nazis al poder en ese 1933 que ojalá nunca hubiera figurado en negrita en los libros de Historia.

Este menda, con permiso de ese ser superior que es intelectualmente Freixes, cree que no es preciso irse tan lejos. Que 84 años es un mundo. Basta con hacer un viaje en el tiempo sustancialmente más corto y plantarse hace seis domingos. Y no en Berlín sino en Caracas. Humildemente sostengo que lo que se ha visto en el Parlament de Cataluña esta semana y lo que (si Mariano no lo impide) nos tocará vivir el 1 de octubre es lo más parecido a unas imágenes que dieron la vuelta al mundo el 30 de julio. Aquel domingo presenciamos horrorizados en la distancia cómo el autobusero asesino acababa definitivamente con el único resquicio de legalidad que había en el país: la Asamblea Nacional democráticamente elegida (pese a las trampas de los jefes del machaca Pablo Iglesias). La sustituyó por la Asamblea Nacional Constituyente, en la cual obviamente ni está ni se le espera a esa indomable oposición que tiene a 450 de sus líderes en la cárcel por orden de Nicolás Maduro. Se consumaba la sustitución de la legalidad democrática por una legalidad tiránica.

La indestructible estructura bolivariana es un calco de la coyuntura que estamos padeciendo los españoles en general y los catalanes en particular. Los diputados de las fuerzas de la libertad en Venezuela padecieron en sus entrañas y en su dignidad el mismo mal que sus colegas catalanes esta semana en el Parlament: el de la impotencia. El de no poder frenar a quienes quieren imponer por sus gónadas y por sus ovarios una decisión que se salta todas y cada una de las normas que los españoles nos regalamos en las urnas desde el final de la dictadura. Es de alguna manera volver al 19 de noviembre de 1975, cuando unos pocos nos decían a casi todos lo que teníamos que hacer. El sí o sí de Puigdemont recuerda peligrosamente al sí o sí de un Maduro que ha abolido definitivamente la fuerza de la razón para dar paso a un tiempo en el que la razón de la fuerza es el principio de todas las cosas.

Tampoco está mal tirado el paralelismo trazado por Freixes con lo sucedido en el Reichstag alemán el 23 de marzo de 1933 cuando, tras encerrar a los diputados del Partido Comunista en campos de concentración, se aprobó la Ley Habilitante. Un instrumento pseudojurídico mediante el cual los nacionalsocialistas se invistieron de poderes totalitarios bajo una apariencia de legalidad. La oposición pasó a mejor vida y la República de Weimar, que con sus aciertos y con sus errores era una democracia homologable a las de la época, también.

La libertad es una ilusión del pasado en la hermana Venezuela. El que quiera moverse en el angosto espacio que dejan las normas bolivarianas, podrá ser un ciudadano de pleno derecho. El que no pase por el aro se tendrá que resignar a vivir como los judíos en la Alemania de 1933. Cual apestados. El mismito escenario que se está gestando en una Cataluña en la que si no quieres detentar la condición de paria, de ciudadano de segunda, ya sabes cómo has de conducirte. O eres “indepe” o lo tendrás muy difícil en la vida por no decir imposible. De momento hay una gran diferencia entre los dos primeros ejemplos y el tercero: en este último no hay violencia explícita aunque sí implícita. Lo demuestra esa mayoría silenciosa que desde hace tres décadas no se atreve a decir esta boca es mía por miedo a que le amarguen la existencia.

El problema es que no hay nada nuevo bajo el sol. La culpa de lo que padece ese 60% de catalanes que quiere seguir siendo españoles y que detesta que se den golpes de Estado en su tierra es de los políticos de la Transición. De quienes dejaron la Educación en manos de los nacionalistas olvidando que el que maneja a los niños en las aulas manejará a su antojo el futuro. El modus operandi es similar al que aplicaban los totalitarios alemanes y al que emplean los bolivarianos en las escuelas: un lavado de cerebro que convierte a los seres humanos en marionetas al servicio del dictadorzuelo de turno. En robots en lugar de hombres o mujeres libres. Cuando muchos se preguntan por qué hoy día hay un 40% de independentistas en Cataluña no es preciso que se devanen los sesos. Porque cuando el profe te repite mañana, tarde y noche desde que tienes uso de razón que España es mala y nos roba y que Cataluña arrostra el título de nación oprimida y colonizada no hay dios que te haga pensar lo contrario. Porque tú, mente programada, seguirás erre que erre negando contra toda evidencia que España te trata mejor que a Valencia, Madrid y Baleares, que Cataluña nunca fue una nación, ni siquiera un reino, y que la Guerra de principios del XVIII no fue de Secesión sino de Sucesión. Porque, sí, falsear la historia es junto al lavado de cerebro de las nuevas generaciones el cóctel infalible de una dictadura ganadora y longeva.

Miedo me da también que se marque metafóricamente y se persiga no tan metafóricamente a los comercios que no rotulan en catalán. Porque hace 80 años se hacía lo propio con los de los judíos. Como hoy en Venezuela se marcan, se persiguen y se asaltan los domicilios de quienes no bailan al son que marca el psicópata del Palacio de Miraflores. Los acongojantes paralelismos no terminan ahí. Continúan con ese Anschluss que a partir de 1934 empezó a engullir al modo y manera de una ballena asesina todos los países del entorno, empezando por Austria y los checos Sudetes. Un calco de esos Païssos Catalans que amplían el territorio de la gran Cataluña a Baleares, Comunidad Valenciana, Aragón e incluso ¡¡¡Francia!!! Los matices vuelven a ser importantes: el pujolismo y el postpujolismo son mucho más listos porque han terminado imponiendo el pancatalanismo sin pegar un tiro, colándose lenta pero implacablemente en el tejido cultural, educativo, social y deportivo de las sociedades que sueñan anexionar.

Que nadie se equivoque. Son explícitamente pacíficos. Sí. La gran pregunta es por cuánto tiempo. Lo sean hasta la eternidad, dejen de serlo pasado mañana, lo único cierto es que el segundo 23-F de nuestra democracia pretende instaurar un régimen totalitario en el que se pisotean los derechos de la mayoría, se vulnera la legalidad, se prostituye la historia y se está provocando el éxodo de miles de ciudadanos. Y cuidado porque estas armas las carga el diablo. La historia es demasiado terca en ejemplos.

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