La vileza antitaurina

La vileza antitaurina

El estercolero vuelve tristemente a ser rellenado. Por los mismos. Una minoría gritona, envilecida y desalmada cuyo hedor aún sentimos, consecuencia del vómito y los espumarajos que han vertido con sucia procacidad sobre la persona y la memoria de Iván Fandiño. Un torero de faenas preñadas de temple, entrega y solidez y, por encima de todo, una persona, uno de nuestros semejantes. Pero no hay límite para estos villanos, como pusieron de manifiesto en aquella otra tarde de luto que se llevó al cielo a Víctor Barrio.

Los taurinos no obligamos a nadie a sentir el color y la alegría, la emoción y el riesgo, el ingenio y la brutalidad, la fuerza y la gracia que reúne un espectáculo genuinamente español. No le ponemos una pistola en la sien a nadie para que algún día permanezca absorto y enamorado al contemplar una forma de arte sin parangón. Tampoco nos dejamos la piel en persuadir a los barras bravas del hooliganismo animalista para que intenten escrutar la tauromaquia a partir de las observaciones de Charles Chaplin, de las reflexiones de Ortega y Gasset, de la poesía de Joaquín Sabina o de la sensibilidad de García Lorca, que la consideraba “nuestra mayor riqueza poética y vital”.

Al contrario. Soportamos de unos años a esta parte —acelerada de golpe y porrazo, y azuzada por grupos radicales— una campaña de desprestigio y difamación. Se busca una y otra vez el arrinconamiento de la fiesta, o su delirante limitación, o el travestismo de sus esencias o, en no pocos casos y bajo atolondradas órdenes municipales, directamente su prohibición desde planteamientos estridentes y absolutistas. Eso es lo peor: la presencia de políticos miopes que han abierto la veda y encontrado una oportunidad rancia para fastidiar, en su pequeñez ideológica, a quienes disfrutan de eventos archipopulares que se asocian —de forma interesada y en un ejercicio barato de manipulación— a sectores sociales conservadores (¡Cuánta ignorancia!).

Desde aquellos polvos se entienden estos lodos. Entre esos cargos públicos —muchos luciendo camiseta morada, fanáticos antisistema y paladines del sectarismo— ha arraigado como la mala hierba una retórica incendiaria y zarrapastrosa que ha pretendido inundar de veneno el toreo y, con ello, humillar a quienes ponen su dedicación y su tesón y su talento para mantener bien viva una llama —mediterránea, ibérica— colmada de magia, encanto y magnetismo. Decía Iván Fandiño que cada cual es tan pequeño como el miedo que siente y tan grande como el enemigo que elige. Hoy vemos cómo su figura se levanta con luz y se instituye ya en la memoria colectiva de España como la de un valiente. Y observamos —rectos y serenos— cómo esa grandeza contrasta con el enanismo moral de quienes banalizan el Mal, segregan bilis, esparcen la mugre y se esfuerzan desde las alcantarillas en mancillar el honor, la fama, la reputación y la imagen de un torero. En balde, fracasando. Porque él ya está en la gloria, donde tantos mortales sueñan con estar… y jamás podrán.

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