La solución menos mala pero May no es Churchill

La solución menos mala pero May no es Churchill

Entre el primer mandato de Winston Churchill y la primera victoria electoral de Theresa May —llevaba desde el pasado verano como interina tras la dimisión de Cameron— hay 77 años y 14 primeros ministros de diferencia. Entre aquella Gran Bretaña y la actual, un abismo. Algunas elecciones generales cuentan con candidatos tan mejorables que el principal problema para el país es que debe ganar uno. Ha sido el caso de estos comicios dominados por la división y el escepticismo. Los 47 millones de ciudadanos con derecho a voto podían elegir entre el purgatorio conservador de May o el infierno populista de Corbyn. Ambos caminos conducían al Brexit, ese yugo aislacionista y provinciano que los deja al margen de Europa y pone en entredicho su porvenir económico —la zona euro ha crecido el triple que Reino Unido en el primer trimestre del año—. Al final, se han decantado por la menos mala de las dos opciones para conformar la nueva Cámara de los Comunes. No obstante, el margen de la victoria conservadora ha sido tan corto que parece una derrota.    

Ha ganado May, cierto… pero sin mayoría absoluta. En algunos momentos de la noche, incluso, parecía que Corbyn podía dar la sorpresa. Tras estos guarismos, el futuro político de la dirigente tory queda sumido en la incertidumbre de los pactos y su imagen muy tocada tanto a nivel estatal como dentro de su propio partido. La premier adelantó los comicios a golpe de encuesta. Hace sólo un par de meses, contaba con 20 puntos de ventaja sobre el laborista. Su apuesta por un Brexit duro ha dilapidado la mayoría absoluta que le daban todos los barómetros hasta dejar la distancia con su adversario en apenas una rendija. Sobre el debe de su trayectoria caen varios temas esenciales y una estrategia totalmente fallida. En primer lugar, la calamitosa gestión de los ataques terroristas. La imagen dada al mundo es impropia de la quinta potencia económica. A día de hoy, los familiares de Ignacio Echeverría, por poner el ejemplo más cercano, aún no han podido repatriar el cuerpo bajo la sospecha de que el Ejecutivo británico lo ha pospuesto todo de manera interesada para pagar el menor peaje electoral posible. Una falta de diligencia generalizada que ha sido uno de los motivos de esta pírrica victoria. Hasta las empresas se pusieron en contra de May tras penalizar la contratación de inmigrantes. 

El «impuesto de la demencia» ha sido otra de sus cruces: una tasa que obliga a los jubilados a pagar su propia asistencia social si poseen bienes inmuebles por un valor superior a 120.000 euros. Su historial al frente del Ministerio del Interior tampoco ha ayudado: recortó 20.000 agentes que hubieran contribuido de manera decisiva en la lucha contra los yihadistas. De hecho, los tres asesinos de Londres estaban fichados por la Policía y, a pesar de ello, campaban a sus anchas por la ciudad. Estos resultados no son más que el reflejo de un país que ahora mismo carece de un rumbo claro en su trayectoria política. El Brexit ha dejado a Gran Bretaña como un gigantesco espectro sin dirección. Al menos, los británicos dejan un buen síntoma, ya que la amenaza terrorista y la política del miedo no han cambiado totalmente la voluntad de sus votos. Y eso que Corbyn, en una clara demostración de hasta dónde puede llegar, utilizó a los 22 muertos de Mánchester y a los ocho de Londres para tratar de mejorar sus resultados. El futuro de Gran Bretaña es tan incierto como el nivel de sus políticos. Lo mejor que pueden hacer los ciudadanos es agarrarse a la máxima del Churchill: «Soy optimista. No parece muy útil ser otra cosa». Lo que pase en los próximos días, al igual que las consecuencias del Brexit, es del todo impredecible. 

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