Con Pedremos volvemos al espíritu del 36

Pedro Sánchez
Pablo Iglesias y Pedro Sánchez en el Congreso. (Foto: EFE)

Imagínese que a usted le gusta un piso determinado. Que llega a un acuerdo con el propietario sobre el precio, las condiciones de pago y la fecha de entrega. Que incluso quedan con el notario el día D a la hora H. Pero resulta que el Ayuntamiento impide de golpe y porrazo la transacción porque hay una serie de cargas que nada ni nadie le habían comentado. Y se queda usted con un palmo de narices.

Cosas de la vida, el Ayuntamiento cambia de manos siete meses después y donde antaño decían “digo” apostillan ahora “Diego”. Usted no se lo piensa un segundo porque es el hogar de sus sueños. La cosa será coser y cantar porque el contrato está hecho, el notario sabe de qué va la vaina y las dos partes están de acuerdo en el precio porque no ha habido tiempo para que el inmueble se inflacione más de la cuenta por mucho que el mercado inmobiliario se esté poniendo por las nubes en una España, la de Rajoy, que, sí, les cuenten lo que les cuenten, va muy bien.

Las metáforas son, la mayor parte de las veces, reales como la vida misma. Y ésta no constituye la excepción. Esto es exactamente lo que puede pasar en España tras la victoria contra todos y contra todo de un Pedro Sánchez, alias Rocky, que la semana previa a las elecciones gallegas y vascas cerró un acuerdo de Gobierno con Podemos e independentistas varios (incluidos los asquerosos proetarras de Bildu). Un destacado miembro de la sociedad civil que se sabe de memoria lo que ocurrió gracias a los largones de turno lo ilustra muy gráficamente: “Las balas pasaron muy cerca”.

Tan cerca como que estaba todo listo y dispuesto, reparto de carteras y presupuesto incluidos, para entrar en La Moncloa reeditando ese Frente Popular que llevó a España a la Guerra Civil y a la mayor de las tragedias de nuestra historia con 250.000 vidas perdidas fruto del rencor y la maldad mutuas. Porque como subraya ese gran amigo de mi familia que es el superlativo Stanley G. Payne, “no fue una guerra de buenos contra malos o de malos contra buenos sino de malos contra malos”.

Pedro y Pablo, que tras la espectacular victoria del primero componen un dúo que ya ha sido bautizado como “Pedremos”, se pasaron el verano conspirando para echar del carril a Mariano Rajoy. Un Mariano Rajoy que les había metido una tunda de campeonato: 52 escaños al primero y 66 (que se dice pronto) al tipo de los piños color carbón cuyo sorpasso se había quedado en gatillazo. Sabían que cualquier filtración echaría por tierra el Frente Popular del siglo XXI. La psicosis llegó a tal punto que ambas partes llegaron a reunirse al modo Watergate: en los parkings públicos. No decían ni pío por teléfono porque no son tan tontos como el multimillonario delincuente Ignacio González.

La semana previa a las gallegas y vascas del 25 de septiembre la entente estaba lista. Se habló con Esquerra Republicana de Catalunya para que diera su OK y a los Tardà y Rufián les faltó tiempo para decir “sí”. Claro que su odio a Rajoy no fue motivo suficiente para convencerles. Hubo que aceptar la convocatoria de un referéndum independentista en Cataluña para que pasaran por el aro. Se les soltó el “arre” que anhelaban y ellos respondieron con un inmediato “amén”. Tres cuartos de lo mismo sucedió con el partido más chorizo de Europa: Convergència Democràtica de Catalunya. El plebiscito ilegal fue motivo más que suficiente para que ellos también se subieran al carro. Tenían ya 173 escaños a favor y 169 en contra (los de Partido Popular y Ciudadanos).

Aunque con tal de ser presidente le daba igual quién apretase el botón verde en la Cámara Baja, fuera proetarra, discípulo del Estado Islámico o monje cartujo, alguien advirtió a Pedro Sánchez que se conformase con la mera abstención de Bildu. Y así fue. Sus dos diputados se comprometieron a no posicionarse en el lado del “no” y a apoyar pasivamente al secretario general socialista. Con el PNV todo fue muy rápido: el pragmático Urkullu sólo quería transferencias y dinero y se le prometió las dos cosas. Tres cuartos de lo mismo sucedió con Ana Oramas.

El apaño estaba hecho. Pedro Sánchez no se había visto en otra igual en su vida. De concejal del montón en Madrid pasaría a inquilino de La Moncloa pese a haber batido los dos peores récords históricos del PSOE en democracia. Batido a la baja, claro: sus 85 diputados contrastan con los 169 de Zapatero ocho años antes. España abandonaba el 78, el mejor año de nuestra historia, el año en que sellamos el Pacto de la Transición y concluyó de verdad la Guerra Civil, y hacía un viaje en el tiempo al 36. Ese 36 en el que se pusieron en marcha una ristra de gobiernos a cual más extremista. Gobiernos tan cortos en el tiempo como amalgamados por un enemigo común: la derecha en general y la CEDA en particular, a la que por cierto le robaron 700.000 votos (lean 1936: Fraude y Violencia de Álvarez Tardío y Villa) y consecuentemente las elecciones de febrero.

Primero gobernó la Izquierda Republicana de Azaña. Pero pronto se los quitaron de en medio. El PSOE de El Lenin español, Largo Caballero, coló en su Ejecutivo a PCE, ERC, PNV e incluso a los anarquistas de la CNT (con Federica Montseny) a la cabeza. En fin, más o menos lo mismito que pensaba hacer Sánchez. El resultado fue el peor posible: un país controlado por los soviéticos (concretamente, por el mayor asesino de la historia, Josif Stalin) en el que las checas, las sacas, los paseíllos y los Paracuellos estaban a la orden del día. En el otro bando no eran mejores: eran igual de malos. Se pasaban a cuchillo a todo aquél que no comulgaba (ideológica y espiritualmente) con ellos.

De los polvos del cúmulo de errores cometidos por Susana Díaz (el vengo-no vengo, el putsch del 1 de octubre y la abstención a Rajoy) vienen los lodos de una victoria en la que nadie creía hace un mes y de una paliza que nadie contemplaba siquiera a las ocho de la tarde del domingo pasado. El Waterloo de la Besteiro andaluza deja el futuro del partido que más años ha gobernado España en manos de un individuo antaño genuinamente socialdemócrata, hoy izquierdista filopodemita por mor de un rencor que ha cambiado su mente y seguramente su alma. Nunca más volverá González, ese hombre que se anotó el mejor resultado de un partido en democracia (202 asientos en San Jerónimo) gracias a su transversalidad. Fue el más grande porque le votaron gente muy liberal y nada socialdemócrata a la que aquel sevillano seductor como pocos y ganador como ninguno no daba miedo sino todo lo contrario. Cambió España sin necesidad de dejar muertos por el camino.

Lo tienen hecho y requetehecho. Sólo les queda rescatar el documento de la caja fuerte. Un documento que, por cierto, no acumula una sola mota de polvo toda vez que apenas han transcurrido siete meses desde que se cerraron sus líneas maestras. Lo que nos faltaba. Los que votaron más Sánchez, votaron menos PSOE y menos España. Con éstos, que parecen los maquinistas de La General, a España no la va a reconocer ni la madre que la parió, que apostillaría el Guerra. La recuperación se irá a tomar por todos los vientos. Como en el 36. La integridad territorial saltará por los aires. Como en el 36. Y las libertades se encorsetarán porque en un contexto así los extremos doblan siempre el pulso al centro. Como en el 36. No habrá Guerra Civil porque estamos en Europa y en el siglo XXI pero el lío será monumental. Sería bueno que los más de 11 millones de españoles que componen el centroderecha dejen de jugar a aprendices de brujo y de experimentar con champán. 1936 o 1978, ésa esa la cuestión.

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