Albert: ¿por qué haces manitas con Pablemos?

Albert Rivera y Pablo Iglesias
Albert Rivera y Pablo Iglesias. (Foto: EFE)

De mi selectiva memoria no se ha borrado el día en que conocí a Albert Rivera. Fue escasas semanas después de que entrara en el Parlament de Cataluña con mucha más fuerza cualitativa que cuantitativa. Sus tres escaños en las autonómicas del Día de todos los santos de 2006 fueron la gran sensación, un inesperado aldabonazo de la mayoría silenciosa de Cataluña. Un partido que destrozaba el discurso nacionalista se abría camino en el coto privado del corrupto régimen pujolista. Porque aunque ya no mandaba de iure, el PSC dominaba la Generalitat, Convergència lo continuaba haciendo de facto.

Mi primer cara a cara con Albert fue concretamente en el Foro de El Mundo/El Día de Baleares, el periódico que a la sazón dirigía. Las sillas sobre las que asentábamos nuestras posaderas eran las mismas que habían acogido días antes el 1,98 del real delincuente Iñaki Urdangarin y su Illes Balears Forum en el mismito lugar: el salón de convenciones del Hotel Meliá Victoria de Palma. El personaje me pareció simpático a rabiar, un orador prodigioso y con unas dosis de madurez impropias de los 27 años que por aquel entonces acumulaba en su DNI. Otro detalle me llamó la atención: le acompañaba un mosso a modo de guardaespaldas. Lo cual me hizo pensar que las cosas en Cataluña se asemejaban, guardando las obvias distancias, al País Vasco. Toser al nacionalismo te ponía en la diana. En la tierra de Pla no te asesinan  físicamente pero sí civilmente. Pero las amenazas, los intentos de agresión física (consumados o frustrados) y los insultos estaban y están a la orden del día.

No soy, pues, sospechoso de antirriverismo. Pero nuestro protagonista tiene dos problemas. El primero es estructural: no hay nadie a su lado que le recuerde a todas horas, al modo de los emperadores romanos, que es mortal. El segundo inequívocamente coyuntural: después de las generales de junio se quedó en tierra de nadie por su incomprensible negativa a entrar en el Gobierno de España. Y encima suscribió un acuerdo de gobernabilidad con el PP tras haber hecho lo propio con Sánchez, lo cual ahondó su imagen de mero partido bisagra que lo mismo sirve para un roto con los socialdemócratas que para un descosido con el centroderecha liberal.

Los subsiguientes meses fueron un calvario al certificar que el PP les ponía los cuernos y se largaba con el PSOE de Susana Díaz. Los chuleos, los desplantes y el incumplimiento de varios de los 150 puntos de la entente que fraguó con Rajoy han constituido más la regla que la excepción. Ésa es la verdad de un compromiso en el que había muchas medidas desgraciadamente imposibles de cumplir, como la retroactividad de la maldita amnistía fiscal, y otras absolutamente factibles que nos invitaron a soñar en una España mejor desde el punto de vista ético. Me refiero a la separación inmediata de los cargos públicos que hayan sido «imputados formalmente [sic]» por corrupción hasta la resolución definitiva del proceso judicial. O la «eliminación [sic]» de los aforamientos de los cargos políticos o representantes públicos. O al compromiso para que quien haya ostentado ocho años el cargo de presidente del Gobierno no opte a la reelección.

El diablo sabe más por viejo que por diablo. Y el virtuoso, cuando es joven, es más pardillo que listillo. Ciudadanos no tomó la precaución de limar, matizar y apostillar lingüísticamente ese Bloque III del acuerdo en el que se habla de «Transparencia, Regeneración Democrática y Lucha contra la corrupción». Dejaron más lagunas que en Ruidera que han sido convenientemente aprovechadas por el PP para decir «Diego» donde antaño soltaron un tan claro como diáfano «digo». Y ni separación inmediata de imputados, ni supresión de aforamientos, ni limitación de mandatos, ni Cristo que lo fundó. Ese «formalmente» en la imputación sobraba porque abría la puerta a la interpretación, la supresión de aforamientos no contenía el matiz «total» ni situaba la medida en el tiempo y los ocho años de mandato al estilo estadounidense era tan ambigua que ponía puertas al campo sin olvidar que es dudosa la retroactividad de la medida.

Albert Rivera tiene todo el derecho del mundo al cabreo, a sentirse ninguneado o a pensar que le toman el pelo. Y bastante razón. Lo tiene muy fácil: denuncia el contrato, retira su sostén a los populares y a elecciones por tercera vez en año y medio. Y aquí paz y después gloria. Pero lo que no puede hacer es negociar con el único partido que le faltaba en su colección de cromos: la extrema izquierda podemita. Aunque sea por Juan Carlos Villegas interpuesto. Una formación de centro, impecablemente democrática, regeneradora y constitucionalista no puede sentarse a dialogar con unos comunistas, con unos tipos que detestan la libertad ajena, que tienen las manos manchadas con el dinero sangriento de dos dictaduras y que desean volver a ese 1936 que deberíamos recordar pero para no repetirlo.

-¿Qué narices pintas tú Albert con unos tipos a los que financian dos dictaduras: una (la venezolana) que mantiene presos a 100 líderes de la oposición y otra (Irán) que es una teocracia que vulnera todos y cada uno de los 30 artículos de la Declaración de Derechos Humanos de 1948?

-¿Qué coño haces con una banda que amenaza y coacciona a periodistas?

-¿Qué diantres se te ha perdido con unos indeseables que quieren la independencia de Cataluña?

-¿Te parece bonito sentarte a la mesa con unos politicastros que loan a ETA y suscriben pactos en Navarra con los proetarras?

-¿Qué se te ha perdido con un partido que miente más que habla?

-¿Ahora vas de colega con el marxista-machista devenido en psicópata que asegura que «azotaría a Mariló Montero hasta que sangrase»?

-¿Acaso olvidas lo que le gritaban las hordas de Carmena a tu compañera Villacís el día de su toma de posesión: «¡Puta, te mereces la horca y la guillotina!»?

Podría continuar así, con interrogantes, hasta mañana al amanecer. Porque esta castuza son récord Guinness en golfería, embustes e incompetencia. Pero tampoco es cuestión de aburrir a nuestros 800.000 lectores diarios. Pongo punto y final pidiéndote un favor: si te sientes chuleado por el PP, da un puñetazo encima de la mesa, rompe en mil pedazos las 44 páginas del compromiso y dile a Mariano «¡se acabó!». Porque no puede haber mayor traición a los 3.123.769 ciudadanos de verdad que te entregaron su confianza que acostarte con tu enemigo. Con el mayor enemigo de España. Con el mayor enemigo de la verdad. Con el mayor enemigo de la ética. Con alguien que cree en la libertad lo mismo que yo en los Testigos de Jehová. Así, no, Albert, así acabarás convertido en una estrella fugaz.

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