Elogio de España, elogio de Rajoy

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Mariano Rajoy. (Foto: AFP)

Veinte de enero del año en que todo era una elección. Uséase, 2016. Miércoles por la tarde en ese desangelado y no muy bonito Palacio que es La Moncloa. Mariano Rajoy recibe a uno de sus consejeros áulicos. Uno de esos vips españoles a los que pide opinión de cuando en cuando y que solos, y no digamos ya juntos, tienen más nivel que toda la clase política patria junta. Tras escuchar pros y contras en voz ajena, el presidente le corta amablemente en seco. «No sigas», le apunta con su nada impostado tono humilde, «ya he tomado una decisión». «¿Y cuál es, presidente?», inquiere víctima de una infinita curiosidad su interlocutor. «No voy a ir a la investidura porque lo que buscan es mi linchamiento, nada más. No les voy a dar facilidades para que lo visualicen ante la opinión pública, para que dé la sensación de que el PP y yo en particular estamos solos», comienza su argumento el hombre que gobierna España desde diciembre de 2011. «Pero entonces el PSOE se unirá con Podemos, todo lo que habéis hecho estos años se irá al carajo y tendremos a los comunistas en el Gobierno», vuelve a razonar este integrante de su sanedrín particular. «Eso no ocurrirá, Sánchez no sacará adelante la investidura y morirá políticamente en el intento», zanja el asunto el a la sazón presidente del Gobierno en funciones.

La experiencia, que es la madre de la ciencia, forjó el diagnóstico acertado en Rajoy. Sánchez no fue investido ni en marzo ni en otoño. Aunque, como decía aquél, «las balas pasaron muy cerca». El pacto socialcomunista estuvo en un tris de triunfar. Pero el destino, la suerte o a la tomadura de pelo con la que le obsequió Podemos hicieron imposible el sueño de Pedro y Begoña. A un servidor no le da ningún miedo que gobierne el PSOE ni tampoco que el presidente sea Sánchez en solitario, la alternancia es la esencia de los regímenes democráticos, pero sí que lo haga de la mano de un partido comunista, amigo de los proetarras y que busca la muerte civil de los que no piensan como ellos (Inda o Marhuenda, por poner dos sencillos ejemplos). Y que son a la política española lo que Trump a la estadounidense. La consecuencia del gatillazo pedrista fue un proceso que ha desembocado en el cumplimiento de ese sentido común que desgraciadamente suele ser el menos común de los sentidos: gobierna el que de lejos tuvo más votos y escaños (137 frente a los 85 de los socialistas y 71 de los podemitas).

Y lo cierto es que nos va maravillosamente bien económicamente. Crecemos al 3,2%, casi el doble que el PIB alemán (1,7%), el triple que Francia e Italia (1%) e infinitamente más que la media de la zona euro (1,8%). Las cifras de paro van como un tiro por mucho que la podemización de los medios y, consecuentemente, de la opinión pública, se esfuerce en instalar el mantra de que son empleos de baja calidad. El 75% de los contratos de trabajo en vigor en nuestro país es fijo y que yo sepa nadie salió nunca de una crisis con salarios de primer nivel. Eso sucederá conforme se consolide la recuperación y la demanda de personal inflacione los sueldos. No hay ninguna nación en el mundo occidental, y muy pocas en absolutos, que esté generando en términos relativos tanto empleo ni de lejos. Desde 2014 hemos creado 2 millones de puestos de trabajo y el paro ha pasado de 6 millones a 4,2.

La receta de este indiscutible éxito que el podemismo intenta emborronar contiene tres ingredientes: reforma laboral, «no» al rescate y estabilidad política. Para acometer la Ley Báñez había que tener un par de narices. Mucho más cómodo hubiese sido hacer un Zapatero: trucar las cuentas y decir a todo que «sí» provocando un déficit del 10%, 6 millones de desempleados y una recesión sólo comparable a la de la crisis del petróleo de los 70 que se llevó por delante haciendas, proyectos y vidas. Es la consecuencia del trabajo bien hecho y abjurar de las bofetadas que se propinaron a los principios esenciales en materia fiscal allá por la primavera de 2012.

En Europa nos miran con una sutil mezcla de sana envidia y admiración. La crisis en la Unión es de las que hacen época, de las que pueden hacer saltar por los aires el proyecto de Monnet, De Gasperi y Adenauer cuando parecía que se consolidaba tras más de medio siglo arrastrando los pies. Las políticas imbéciles de la Merkel con los refugiados dejando entrar a todo hijo de vecino pensando que el Estado de Bienestar es infinito, los atentados yihadistas y el austericidio impuesto por Berlín tienen tres cuartas partes de la culpa del pollo que se avecina. La consecuencia se llama extrema derecha. Es la reacción popular al buenismo, la corrección política y la tontuna de los mandamases comunitarios.

El caso más sangrante es tal vez el de Holanda, el país tolerante y moderno por antonomasia. La meca del libre consumo de drogas blandas, la igualdad hombre-mujer y de la regulación de la prostitución. La nación que dio tantas lecciones de progresismo de verdad (no el que nos venden los fascioprogresistas españoles) corre el riesgo cierto de que el próximo 15 de marzo la extrema derecha venza en las elecciones legislativas. Geert Wilders, el muy xenófobo y no menos locoide líder del Partido de la Libertad, arrasa en todas las encuestas. Le otorgan el 25% de los votos y cerca de 40 escaños frente al derrumbe de liberales y socialdemócratas que pasarían de 41 y 28 escaños a 22 y 10 respectivamente. El lema del probable primer ministro neerlandés se resume en una frase para echarse a temblar: «El problema de Holanda se llama marroquíes».

Lo de Francia no es mucho más alentador. El consuelo es que allí hay doble vuelta (ballotage) y las posibilidades de que Marine Le Pen termine en El Elíseo a partir del 7 de mayo oscilan entre cero y ninguna. Al menos, eso quiero pensar. Sea como fuere, a día de hoy la repugnante ultra francesa ganaría de calle el primer round del ballotage frente a los tres grandes rivales en liza: el corrupto líder de Los Republicanos François Fillon, el brillante ex ministro de Economía socialista Emmanuel Macron y el más filocomunista que socialista Benoit Hamon. Las trapacerías del primero son siderales: su mujer e hijos robaron un millón de euros con empleos públicos ficticios, una de las grandes aficiones de la derecha más allá de los Pirineos. Resulta increíblemente alucinante que el partido más importante de Francia en términos de poder real no efectuase un elemental análisis de riesgos previo a las primarias. Ahora las opciones demócratas más realistas pasan por que el centroderecha apoye en la segunda vuelta a Macron, el treintañero que saltó a la fama más por haberse casado con su profesora 22 años mayor que por sus éxitos en la gestión de una gran nación anquilosada en el terreno económico.

El panorama no es mucho mejor en Alemania, donde la torpeza enciclopédica de la canciller con su política de puertas abiertas de par en par a la inmigración ha dado alas a Alternativa para Alemania, una formación comandada por Frauke Petry cuyos rasgos se resumen en tres noes: «no» a la inmigración, «no» a la Unión Europea y «no» al austericidio. Tranquilos porque tras las legislativas de septiembre seguirá habiendo una gran coalición CDU-SPD pero que nadie se duerma porque los ultras suben como la espuma. Y Alemania son palabras mayores… En Italia el populismo 5 Estrellas o el nacionalfascismo de la Liga Norte no sube pero tampoco baja y en los países escandinavos la ultraderecha va a más, especialmente por los problemas sociales y de convivencia causados por la inmigración musulmana y la falta de respuesta oficial. Por cierto: en el país transalpino ninguno de los últimos cuatro primeros ministros ha salido de las urnas. Mario Monti, Enrico Letta, Matteo Renzi y Paolo Gentiloni son resultado de la dedocracia. En unos casos de la de Berlín; en otros de la del Quirinal. Por no hablar de Estados Unidos, que está en mano de un chalado, Donald Trump, o del Reino Unido, que deambula confuso y sin rumbo como el fantasma del padre de Hamlet. Por algo hace unos días la Biblia del capitalismo mundial, The Financial Times, nos lanzaba flores: “La recuperación de España brilla en un mundo en tinieblas”.

Dicho todo lo cual sobra colegir que España es en este momento procesal de la historia una isla, en lo económico y en lo político. Hace no tanto, cuatro años y medio, éramos unos parias, los apestados de ese club bruselense que no sirve para mucho puesto que las órdenes las imparte Berlín. Ahora crecemos más que nadie, se crean 1.800 puestos de trabajo diarios cuando hace no tanto se destruían 3.000, el peligro del populismo se aleja y la gran coalición encubierta ha logrado avances en materia social que se antojaban impensables (salario mínimo, cláusulas suelo y cortes de luz). El fantasma del populismo bolivariano se aleja. Al menos, a corto plazo. Porque la gente no es gilipollas y porque el estalinismo de la cúpula podemita les lleva a sacarse los ojos entre ellos. Cosa bien distinta es el medio y el largo plazo teniendo en cuenta que la opinión publicada, que es la que cincela la opinión pública, está podemizada en un 70%. Ganan por goleada. Pero de momento Mariano Rajoy está más seguro en su puesto quizá que cuando gozaba de mayoría absoluta y eso aparece en el diccionario de los inversores con la palabra dorada: estabilidad. A más estabilidad, más prosperidad. Y a más prosperidad, menos populismo. España ya no es lo que era. ¡Menos mal!

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