Peor que Lehman y el Brexit juntos

Trump-EEUU-Corea
Donald Trump en una reciente imagen (Foto: AFP).

El primer martes después del primer lunes de noviembre de 2016 se puede montar la mundial. Y nunca mejor dicho porque se elige al presidente de los Estados Unidos de América, la democracia es siempre la noticia buena. Pero ese tan alto honor puede acabar recayendo en Donald Trump, aquí está la mala porque hablamos de un personaje cuyo nivel de demencia es similar al de otros que arribaron al poder también por obra y gracia de los electores. Mismamente, un Hitler o un Maduro, un Chávez o un Erdogan por poner a tres contemporáneos. Vencer en unos comicios con todas las garantías no te confiere el título vitalicio de demócrata. Eso es algo que hay que ganarse todos los días, partido a partido que diría el gran Cholo. No son pocos, cierta y desgraciadamente, los dictadores elegidos democráticamente. He puesto cuatro ejemplos pero podríamos estar aquí hasta mañana desgranando el elenco de pájaros de semejante plumaje. Hay para dar y tomar. Ya lo advierte uno de los mayores expertos en la materia, el historiador y politólogo liberal Jim Powell, una de las mentes contemporáneas más lúcidas: «Las dictaduras son a menudo inesperadas. Han surgido en pueblos prósperos, educados y sofisticados que parecían lejos de llegar a una satrapía». El mal llamado populismo, que no es sino totalitarismo, se está yendo de Iberoamérica pero ha podido llegar en España, tiene el Despacho Oval a tiro de piedra y puede conquistar El Elíseo en siete meses.

Nada de malo tendría que un empresario gobernase la Casa Blanca. Lo que hoy en día los cursis llaman «emprendedor»,  porque la palabra «empresario» está demonizada por los imbéciles de la corrección política, es un oficio que te forja en el liderazgo de equipos, en la ponderación de alternativas a la hora de tomar decisiones y que te enseña que en esta vida nada es fácil, nada te regalan y que hay que ir con pies de plomo para triunfar. Y que, salvo que seas un mafiosi, el éxito es sinónimo de trabajo bien hecho y apego a la legalidad. Empresario era George H. Bush y no fue un mal presidente. Ganó una guerra justa, que no es exactamente la injusta que empató su hijo (lo preciso por mis fieles lectores Monedero, Iglesias, Bescansa y demás politólogos de medio pelo que confunden a Churchill con Chamberlain y a Napoleón con Alejandro Magno). Desde ese ángulo, pues, el presidenciable de origen escocés sería un tan recomendable candidato como seguramente a la larga excelente presidente.

Pero hay un problema. Mejor dicho, un porrón de problemas. Y no precisamente que este sujeto sea un bufón, que esté acomplejado por el pequeño tamaño de sus manos en relación con su uno noventa y tantos, que sus casoplones sean lo más hortera que ha parido madre, que sus aviones privados dispongan de grifos de oro, que su imperio empresarial haya borrado cinco veces más correos electrónicos que Hillary, que su contabilidad sea pasto del fuego de tanto en cuando o que tuviera tratos con el jefe de la mafia neoyorquina en los 80, Paul Castellano, cuya vida acabó a balazos en medio de Manhattan en 1985. Tampoco que como todo new yorker que se precie, proverbialmente apoyase a los demócratas. De hecho, financió la campaña al Senado de una tal Hillary Rodham en el año 2000.

No. El problema es que hablamos de un individuo cuyo machismo deja reducido el de Pablo Iglesias a la condición de juego de niños. Como un cencerro está un ADN que está encantado de ser famoso «porque eso te permite coger del coño a las mujeres sin que te rechisten». Un ADN que asegura que no sale con su espectacular e inteligentísima hija Ivanka precisamente por eso, porque es su hija, «si no, sería mi novia». Un ADN que soltó a una niña de 10 años que visitaba su Torre en la Quinta Avenida un locoide «dentro de 10 años tú serás mi amante». Un ADN que sostiene que «la leche materna está repugnante». A las maracas de Machín me recuerda un tipo que quiere levantar un muro que abarque toda la frontera de México «para que no entren gángsters y narcotraficantes», «¡y que lo pague México!», que quiere prohibir la entrada en EEUU a todos los musulmanes y que al más puro estilo Maduro o Putin ha anunciado que enchironará a su oponente si le gana el pulso el martes. Un macarra de tres al cuarto que cualquier día nos enteramos que ordenó meter «encofrar y tirar al Hudson» a algún rival empresarial o a alguien que simplemente le caía mal.

Todas estas circunstancias serían solubles si estuviéramos hablando de un ciudadano normal. Incluso de un poderosísimo empresario que se ha hecho rico con prácticas más allá de la legalidad. Con calzarle una camisa de fuerza y remitirlo al frenopático más próximo, arreglado. El drama es que nuestro odioso protagonista tendrá el maletín con el botón nuclear si vence en una remontada que recuerda a las del Real Madrid de La Quinta del Buitre. A todos los presidentes les acompaña un coronel con un aparato que contiene las claves para desatar una guerra que devastaría el planeta tierra. A pesar de todas las reducciones del arsenal nuclear pactadas con su histórico enemigo de la Guerra Fría, la mayor superpotencia de todos los tiempos esconde un potencial destructivo jamás conocido en 2 millones de años de historia. ¡No quiero ni imaginar la que se puede montar si le da uno de sus frecuentes ataques de ira!

Hasta aquí jugamos en el terreno de las hipótesis. El de las realidades lo veremos en los mercados, es decir, en la economía mundial, si este republicano que tiene de republicano lo que su amigo Putin de demócrata da definitivamente la vuelta a las encuestas en el lugar en el que hay que hacerlo: las urnas. La Reserva Federal lleva un par de meses comprando acciones de Wall Street a saco, dándole a la manguera, para evitar precisamente la llegada de este pirado a la Casa Blanca. Lo cual no ha evitado en los últimos 10 días una caída de 500 puntos. Un 3% que podría ser un 15% si, como digo, Yenet Yellen no se estuviera dejando los cuartos en engordar el pavo del SP, del Nasdaq y del DJ.

Los más reputados traders coinciden en vaticinar un desastre sideral si se produce lo que no quieren ni los tres Bush (George H., George W., ni Jeb), ni el gran McCain, ni el anterior challenger Mitt Romney, ni seguramente desde el más allá el mejor presidente del siglo XX: Ronald W. Reagan. Tal vez sería infinitamente peor que los días después de Lehman o del Brexit. El fin del banco de inversión fundado por dos hermanos alemanes provocó un desplome en Wall Street del 38% en los tres meses posteriores al septiembre negro de 2008. El tonto-referéndum de David Cameron causó un hundimiento del Ibex del 12% y del 3,5% de los índices estadounidenses. Pues bien, todo eso puede ser el chocolate del loro el miércoles 9. Si usted practica el maravilloso capitalismo popular, agárrese que vienen curvas. Ídem de ídem hay que vaticinar para la economía española si este perturbado consuma sus propósitos. Ojo porque este desastroso escenario no es un imposible físico y metafísico: los sondeos no telefónicos, es decir, los anónimos, esto es, los que no identifican al encuestado, hablan de voto oculto y de una diferencia de siete puntos a favor del autodenominado «pussy graber [agarracoños]».

Hillary no es seguramente la mejor candidata. Ni siquiera una regular aspirante. Entre otras cosas, porque tiene demasiados muertos en el armario, porque su salud está dentro de toda duda y porque ya está bien de tanto nepotismo. Los Adams se repartían el poder entre ellos, los Harrison más o menos igual, lo de los Roosevelt era un «yo me lo guiso, yo me lo como» en versión yanqui, con los Kennedy sucedió lo mismo (el asesinado Robert fue fiscal general y luego candidato a candidato), lo de los Bush (George H., W. y Jeb) huele y ahora se repite con unos Clinton que el día menos pensado nos obsequiarán con la foto de su hija Chelsea en los carteles. Pero hay que optar entre lo regular y una tómbola en la que el viaje al infierno cuenta con todos los boletos. Los politólogos clásicos afirmaban que a los presidentes estadounidenses deberíamos elegirlos todos los ciudadanos del mundo porque sus decisiones afectan no a los 320 millones de habitantes de ese gran país sino a los 6.000 que pacemos en esta bolita que da vueltas por el universo. En ese caso, este artículo afortunadamente sobraría.

PD: no escribo hoy sobre Espiblack por razones obvias. El tra-ca-trá del jeta podemita es un átomo al lado de lo que estamos hablando. Lo dejamos para otro día, Ramoncito, que yo no me pienso olvidar de ti.   

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