La mirada de Anone

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Un refugiado alimenta a su hijo, Anone, en un campo de refugiados en El Pireo. (AMC)

El día en el que el mundo dejó de merecer la pena llegué, un atardecer de primavera, al puerto de El Pireo.

El alma se me hizo pedazos al contemplar aquel improvisado campamento para refugiados. No pude por más, sin embargo, que esbozar una sonrisa cuando decenas de niños me rodearon mientras trataban de encontrar mi mano.

A lo lejos, un padre con sus dedos se esforzaba en alimentar a su hijo. Anone se llama, me dijo, entendiendo como podía el inglés con el que le preguntaba.

El niño, Anone, me observaba con la mirada despierta, manantial de unos ojos negros imperturbables, ajenos a la tragedia, de espaldas a la esperanza.

En mi primera visita a El Pireo, hace ya algunos años, recuerdo cerrar los ojos y recordar aquella batalla de los exiliados de Atenas, vencedores de los Treinta Tiranos, derrotados en sus muelles por Esparta.

¡Qué distinto ahora El Pireo al de entonces! Qué diferente ver la deshonra de Europa en la mirada de Anone.

Al borde del Egeo hoy he visto cinco mil seres humanos, mil niños indefensos que vagan por los muelles y se esconden en las tiendas de campaña. Sirios, iraquíes, afganos, caminan con la lentitud del agotamiento y el sufrimiento en sus miradas.

Europa, nido de políticos inútiles, mira para otro lado y cierra sus fronteras para resguardar calientes los asientos de la indignidad y la cobardía.

Grecia, la de Sócrates y la de Platón, ha abierto treinta y seis campamentos de forma urgente para poder alimentar a cuarenta mil almas cuyo futuro depende de la mayor de las estulticias.

Hambre y desesperanza, tristeza y enfermedad, suciedad y agotamiento, se hacinan sobre los escombros del continente.

Contemplo entonces una larga cola de hombres dispuestos a recoger la cena mientras sus familias esperan hambrientas en las tiendas de campaña.

Ya es de noche. El viento fresco de la capital del Egeo me hiela aún más el alma. Un escalofrío recorre mi cuerpo mientras alguien, un sirio con una sonrisa inmensa, me regala una manta para que la ponga sobre mis hombros.

Anone ya estará dormido en una de aquellas tiendas de campaña empapadas por la escarcha.

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