Los discursos de Felipe VI dan un giro radical con respecto a los de su padre

Rey Juan Carlos
Felipe VI y su padre, el Rey emérito Juan Carlos.

Desde que el Rey Felipe alcanzó la Jefatura del Estado, hace ya casi cuatro años, han cambiado muchas cosas en su manera de ejercer el cargo, algo que es normal cuando se ha producido un relevo generacional y quien ocupa el trono ahora es una persona 30 años más joven que su antecesor. A la hora de señalar uno de los cambios más notorios, es imprescindible poner el foco en sus discursos, en las palabras que pronuncia en público cuando preside un acto oficial y que cumplen con la misión de dar a conocer la postura, el punto de vista de la institución monárquica sobre asuntos de gran relevancia. Sus alocuciones, sin duda alguna, han dado un giro espectacular. Y no sólo lo han hecho en el contenido, en el léxico utilizado, en la forma de pronunciar el texto o en eso que ahora llaman expresión corporal, que denota tantos matices inadvertidos.

Es obvio decir que los discursos del Rey no los escribe usualmente el monarca y que siempre ha habido una persona en el Palacio de la Zarzuela que se dedicaba a redactar las intervenciones que iban a pronunciar los distintos integrantes de la Familia Real. Era el escribidor, un puesto que normalmente era ocupado por algún miembro del equipo del gabinete de prensa, alguien con una cultura amplia e incluso erudita, que sabía juntar letras con soltura y habilidad. La única pega es que en algunas ocasiones, el encargado de redactar los textos pecaba de abusar de la retórica, que es el arte del bien decir pero sin caer en excesos; de usar términos de escaso uso en la actualidad e inadecuado para el público al que iba dirigido que no los entendía; de elaborar larguísimos párrafos imposibles de leer en voz alta sin equivocarse sobre todo si contenían palabras difíciles en sí de pronunciar; y, por último, parte del discurso estaba dedicado a contarle a los ciudadanos del lugar la historia de su localidad que, se suponía, ellos conocían ya de sobra.

A veces, los informadores habituales acreditados ante la Casa del Rey hacíamos bromas acerca de en qué momento del discurso del Rey o del Príncipe aparecían términos como «acerbo», «crisol de las culturas» o «sin parangón». Pues bien, afortunadamente, todo lo anteriormente descrito ha pasado a mejor vida y ha desaparecido de las alocuciones de don Felipe. Es como si hubieran detectado todos esos términos que impedían que el mensaje llegara de forma directa y clara a las personas a las que iban dirigidos y se hubieran borrado para siempre jamás. El resultado ha sido de una enorme efectividad ya que el mensaje se expresa ahora de forma sencilla y asequible, sin términos en desuso y sin toque alguno rancio o, aún peor, de pedantería. A ello se ha unido una forma de pronunciar por parte del Rey en la que se marcan las pausas, se enfatiza lo que es medular, se incluyen gestos que apoyan con las manos el contenido del discurso y el cuerpo acompaña con movimientos muy medidos lo que está tratando de hacer llegar a los que asisten al acto.

Dicen los que están próximos al interior del Palacio de la Zarzuela que a esa sensible mejora en los discursos del Rey se debe, en gran parte, a la Reina Letizia. No sería extraño que así fuera porque ella siempre ha tenido, desde su época de periodista, una forma de comunicar muy directa además de una dicción perfecta. Es muy posible que haya ayudado al monarca a descartar la paja del grano y a mostrarle los pequeños trucos que han convertido a don Felipe en un buen orador cuando tiene que dirigirse en público a la ciudadanía.

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