20 años del sanguinario secuestro de ETA

Un maldito secuestro que liberó a los españoles: cuando la democracia tomó las calles

Miguel Ángel Blanco
Los jóvenes con las manos blancas lideraron el movimiento social contra ETA. (FMAB)

Se le llamó el ‘espíritu de Ermua’, y aglutinó varias expresiones externas que supusieron un cambio en las costumbres con las que distintas capas de la sociedad enfrentaban lo que hasta entonces se había llevado en silencio: el hastío, la indignación y el sentimiento de injusticia ante lo que no era sino una extorsión vital a todo un pueblo, el español.

Cuando ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco, concejal del Partido Popular en el pueblo vizcaíno de Ermua, el 10 de julio de 1997, en realidad cavó su propia fosa social. Los terroristas habían sembrado de ataúdes las cuatro esquinas de España desde hacía más de tres décadas, en una cerrazón sin sentido por imponer sus postulados radicales a todos: supuestamente querían la independencia del País Vasco para fundar una república socialista basada en los modelos de la Europa del Este.

Si bien, en realidad, ya nadie sabía cuál era el verdadero objetivo de una banda que vivía de la extorsión. Desalmados y sin otro camino que la huida hacia delante, las nuevas generaciones de españoles llevaban 30 años soportando sus asesinatos y secuestros y, una creciente parte de ellos había germinado a la edad adulta asistiendo, diez años atrás, a la masacre brutal de Hipercor.

Así, cuando ETA trató de vengar el fracaso de su chantaje de 532 días en el cuerpo de José Antonio Ortega Lara —a quien la Guardia Civil había liberado nueve días atrás— raptando a Blanco y utilizándolo como bomba de relojería contra el Estado, la explosión los reventó a ellos.

José María Aznar presidía el Gobierno desde un año atrás. Su Ejecutivo había heredado el trabajo de solucionar el secuestro más canalla de todos los perpetrados por los terroristas vascos: Ortega Lara, un simple funcionario de prisiones —ésa era su única culpa— purgaba en un zulo podrido de poco más de dos metros cuadrados jornadas eternas de tortura y soledad.

Sus despreciables carceleros no pedían un rescate, sino el traslado de los presos etarras a las cárceles vascas. Así que cuando, apolillado en un rinconcito de su agujero, el reo se convirtió de nuevo en ciudadano liberado por la Benemérita —»¡matadme de una vez!», dijo harto; «somos guardias civiles, es usted un hombre libre», le contestaron—, la dirección etarra ideó un plan que finalmente llevó al suicidio social de la banda.

La idea de capturar a un concejal cualquiera del PP, en este caso uno de Ermua señalado como víctima propiciatoria por Ibon Muñoa, edil batasuno del vecino pueblo de Eibar, y ponerle públicamente un reloj en cuenta atrás con resultado de muerte anunciada —ejecutada por ‘Txapote’ — fue la penúltima gran estupidez de ETA. Cruel y asesina, pero estupidez al fin y al cabo.

Voces quedas dentro del mundo abertzale comentaban a escondidas que la operación era una barbaridad. La clase política se unió en un mismo discurso: no se negociaría, no se cedería a la barbarie. Todos entonces eran conscientes de que Miguel Ángel moriría si en 48 horas los cientos, si no miles, de guardias civiles, policías nacionales y ertzainas que lo buscaron en batidas por todo el País Vasco no lo hallaban antes. Pero la dignidad de la democracia era el precio que no se pagaría.

Y, terriblemente, la democracia se confirmó aquellos días. Muchos vascos que hasta entonces habían permanecido callados, asustados, cómplices por omisión, dejaron de aguantar. Algunas herriko tabernas, hasta entonces reductos inexpugnables e inexpugnados jamás por los demócratas, fueron asaltadas a gritos por ciudadanos indignados. Agentes de la Ertzaintza las escoltaban, defendiendo la integridad física de los amigos de los asesinos, quienes hasta entonces habían mirado por encima del hombro a sus vecinos, impunemente.

«¡Basta ya!»

Una generación completa de españoles nacidos ya en democracia, sin memoria de la dictadura gris y cruel, ocupaba ya entonces los bancos de las universidades, había votado un año antes por primera vez en unas generales, las primeras que habían dado paso a la alternancia normal en la Moncloa.

Y esos jóvenes, que desde la infancia habían incomprendido que en un país libre hubiera unos esbirros de gatillo fácil exigiendo quedarse con un pedazo de su tierra, tomaron las riendas: hacía un año que se habían pintado las manos de blanco, tras el asesinato del catedrático Francisco Tomás y Valiente, y si hacía falta, este vez dijeron «¡Basta ya!».

Ese grito, repetido hasta la saciedad, alimentó el ánimo de los españoles, que se atrevieron a enfrentarse a sí mismos y a sus miedos. Ya no aguantaban más, y se miraron unos a otros, orgullosos de haber hallado las fuerzas para unir sus brazos y formar un muro de dignidad unido contra los malos.

Los campus se llenaron de concentraciones espontáneas de una muchachada que no estaba dispuesta a que eso durara más. ETA estaba deslegitimada de raíz, pero si alguna vez alguien estuvo dispuesto a soportarla, a aguantar, o incluso a comprender, esos ya no tenían ascendencia ideológica sobre los cientos de miles de nuevos españoles libres.

Bilbao misma, cuyas avenidas solían ser ríos de radicales exigiendo libertad para los presos, el regreso de los deportados, y celebrando asesinatos, fue escenario de la eclosión callejera de mareas de vascos de bien haciéndose dueños de las calles.

La lucha contra el terrorismo desde las cúpulas políticas empezó a dar un giro: se comprendió que la clave estaba en esa nueva sociedad con ansias de vivir en libertad y nació el Foro de Ermua, bautizado con un manifiesto firmado por profesores universitarios vascos que alentaba la unión de los grandes partidos en una misma acción. Los vientos de deslegitimación social del terrorismo soplaban a favor y en poco tiempo, los populares en el Gobierno y la oposición socialista firmaron el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.

Con él se empezó a trabajar modificaciones legales que permitieron ilegalizar a Herri Batasuna, hasta entonces un brazo político de una banda terrorista que operaba a cara descubierta —¿quién lo entendería hoy?—, y en cortar las vías de financiación de los asesinos.

Sí, los etarras mataron cobardemente a Miguel Ángel Blanco, que apareció maniatado en un bosque junto a Lasarte, maniatado a la espalda, agonizando de rodillas con dos tiros en la cabeza. ‘Txapote’ había sido quien apretó el gatillo contra la vida un hombre inocente.

Pero millones de españoles tomaron conciencia de su poder, y tomaron las calles expulsando de ellas cualquier atisbo de rencillas o de excusas. ETA ya nunca sería aceptada. Los presidentes de la democracia se unieron un día después entre ellos y con todos sus votantes, los a favor y los en contra, todos a una, tras una misma pancarta: ‘Paz, unidad y libertad’.

España ya no fue la misma.

Ni siquiera la tierra que reclamaban para sí los etarras. Agentes de la Ertzaintza, por primera vez, se quitaron el pasamontañas. El pueblo se había hecho con el poder social, y estaba con ellos, ya no se tenían que esconder. La imagen abrió los telediarios. España sufría una paradoja: mientras se había dolido por ver pasar el reloj que anunciaba el asesinato de un compatriota, se había consolidaba la democracia de verdad, la que no está hecha sólo de urnas, sino de un pueblo que se sabe dueño de su destino.

El maldito secuestro de Miguel Ángel Blanco fue la liberación de todos.

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