En el nombre del Fútbol

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El Real Madrid celebra sobre el césped la Undécima. (Getty)

Entre el ‘on fire’ de Alicia Keys y el penalti de Cristiano, Real Madrid y Atlético convirtieron San Siro en la Scala de Milán. Ambos equipos representaron una epopeya que podría haber protagonizado cualquier velada en la catedral del bel canto. 28 tenores en pantalón corto se dejaron lágrimas, aliento y gemelos sobre la sacrosanta hierba italiana en un partido donde el esfuerzo fue la mayor demostración de talento. Ganó el Madrid y conste que podría haber ganado el Atleti. Pero ganó el Madrid. Un hábito que han repetido en 11 de sus 14 finales. No es casualidad. Aunque los blancos jueguen lejos del Bernabéu, cuando disputan una final de Champions siempre lo hacen con la confianza de quienes pisan el salón de su casa.

Si el partido perfecto es aquel donde dos equipos están dispuestos a llegar sordos, ciegos y mudos hasta el final con el único objetivo de aguantar erguidos más tiempo que su rival, Atlético y Real Madrid han disputado este sábado la madre de todos los encuentros. No hubo derrotados, sólo un penalti de diferencia para encumbrar al vencedor, un matiz que separa el todo de la nada. Si la memoria es el consuelo de los justos, los protagonistas de esta noche podrán recordar orgullosos lo acaecido en Milán, por mucho que tras el gol de Cristiano se hayan decretado varios días de luto oficial entre los colchoneros.

Los dos equipos empezaron el partido con el freno de mano echado. Cuando el miedo a perder se adueña de una final, el gol siempre llega de manera extraña. El tanto de Ramos en el minuto 14 —discusiones posicionales al margen— hizo que Lisboa y Milán parecieran más cercanas que nunca a pesar de los 2 años y los 2.132 kilómetros de distancia. Una reminiscencia inevitable en la previa y que al hacerse real heló la sangre rojiblanca que corría por la mitad del estadio.

El Madrid jugaba como el MADRID. Desperezado, con profusión de llegadas y monopolio esférico. Sin embargo, cuando el Atlético parecía un convidado de piedra en la fiesta blanca, Zidane hizo un Rajoy y, a base de fiarlo todo al desgaste del adversario, los blancos acabaron creyendo que el partido estaba ganado antes incluso de disputarlo.

Tanto llegó el Atlético al área de Keylor en la segunda parte que, finalmente, Carrasco emergió para castigar ese 2-0 que primero Benzema y después Cristiano habían enviado al limbo. El partido volvía a empezar a 12 minutos de su conclusión. Todo lo sufrido no había servido de nada salvo para dejar exhaustos a unos futbolistas que corrían más con la cabeza y el escudo que con las piernas.

A las 22.45 horas, Madrid era ya una reverberación de desfibriladores a pleno rendimiento.

La prórroga fue un trámite donde ambos conjuntos jugaron a retrasar el desenlace. Una eternidad efímera que duró lo que tardaron en llegar los penaltis y que tuvo como única consecuencia el deterioro de los deficientes cardiacos.

Entre los 70.000 españoles que habían llegado a ese barrio a las afueras de Madrid llamado Milán no había más saliva ni más batería en los móviles y el estadio enmudeció. Tenso desde los cimientos hasta el último asiento de las gradas mientras en el césped elegían a los lanzadores. El momento de la verdad, en teoría, quedaba reservado para los dos mejores porteros del mundo.

Entre la perfección de los lanzadores y la petrificación de Keylor Navas y Jan Oblak, el partido parecía un pacto por llegar hasta las puertas de la eternidad. Fue entonces cuando brotaron los imponderables que hacen del Real Madrid la mayor leyenda del fútbol.

Juanfran se aproximó a la pelota con la gravedad de quien tiene ante sí la gran oportunidad de su vida. Entonces, como en un cuento de García Márquez, la portería encogió y el lateral derecho se topó con un STOP dibujado en el palo. Puro realismo mágico.

Después, marcó Ronaldo —ausente salvo en el desenlace— y el campo se partió en dos mitades donde se mezclaban las ojeras de un velatorio y las sonrisas de una fiesta de fin de curso. El jolgorio madridista contrastaba con un Fernando Torres que lloraba mientras se sostenía con dificultad sobre el hombro de un compañero. Eran el resumen de todas las lágrimas atléticas.

El Cholo y su batallón de hoplitas tuvieron la Copa más cerca incluso que en Lisboa. Más que nunca en la toda la historia atlética. A tan sólo 11 metros. Partido a partido, escudo junto a escudo… y otra vez fueron incapaces. Neptuno vuelve a ser el vecino deprimido de doña Cibeles, y ellos vuelven al Manzanares portando sobre sus conciencias la cruz de dos penaltis.

Quizás el Madrid tiene a alguien ahí arriba que cuida de sus vitrinas. Quizás el dios del fútbol esté de su parte. Quizás, incluso, tuvieron algo que ver los rezos de Casemiro y la genuflexión de Keylor Navas. Figuras indiscutibles de la competición y del partido. Sea como fuere, volvió a ocurrir. Y tras una temporada difícil, en el Bernabéu guardan ya sitio en los estantes para su trofeo fetiche. La Undécima versión.

Se apagan las luces en San Siro y, al tiempo, se encienden las calles de Madrid. Noche de blanco satén.

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