Gira Coldplay

Coldplay llena Barcelona de sueños

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Ignacio L. Albero

El tumultuoso ambiente se abría paso en cada apéndice de Barcelona. La metropolí fantasma de ‘coldplayers’ acudía insaciable, fugaz e ilusionada hacia un territorio deseado desde que se apagaron las luces del Vicente Calderón al último acorde de Every Teardrop is a Waterfall. Un desierto certificado en la no gira de Ghost Stories para volver al color y la luz de A Head Full of Dreams. Coldplay había llegado a Barcelona para dos días y, seguramente, otras 500 noches de recuerdos. La épica de entre 70 y 150 euros estaba a unas horas de cola interminable. Sarna con gusto, que diría mi padre, no pica. Aunque el calor empezaba a doler…

La fila avanzaba lenta, como el inicio de Fix You, pero prometía el paraíso de los acordes tardíos de la canción por excelencia de Coldplay. Una vez dentro, el recinto se apoderó de la ilusión de una noche de Reyes Magos. Ese cosquilleo y nerviosismo que puede acompañar a un enamorado o a un forofo en un partido de Champions. El reloj del Lluis Companys  avanzaba más rápido gracias al habilidoso trabajo de las teloneras: dos registros de voz distintos que, pese al desconocimiento, si la industria premia el talento, sonarán por las radios de todo el planeta.

Los teloneros abrieron un cielo que mientras se cernía en la tibia oscuridad, se nublaba tímidamente. Era el momento de Coldplay y su explosión colorida de irrealidad. Mataron el cliché de la puntualidad británica y se adaptaron a la española: 15 minutos de cortesía. Tras un coro de ópera, fueron apareciendo en el escenario a golpe de los primeros compases de A Head Full of Dreams, el tema que da nombre a su nuevo álbum. El éxtasis se apodero de un estadio necesitado de su magia en directo como de un beso un domingo lluvioso. La lluvia de confeti, fuegos artificiales, xylobands que colorearon el Olímpico y el poderoso coro del tema establecieron las bases del viaje por el sueño de Coldplay. 

Lo iban a hacer realidad cuando Chris Martin, alto como un NBA, se colgó la guitarra que tanto le hizo falta en sus primeros años de músico e hizo galopar Yellow, ese clásico inextinguible. Luego aterrizó Every Teardrop is a Waterfall evidenciando que la setlist iba a ser excesivamente potente para cualquier corazón sano. Una sobredosis de locura que se apaciguó con The Scientist, esa balada triste sin trompeta y con Chris sentado al piano por primera vez en la noche. Nos declaró por primera vez su amor diciendo que no hay mejores fans que nosotros. No iba a ser la última.

Unos pájaros blancos aparecieron en la pantalla de la flor de la vida para hacernos volar con Birds, una melodía pegadiza, del rollito, que calmaba a los menos forofos y hacía las delicias de los más habituales. El concierto parecía estar estudiado al milímetro: llegaba Paradise, por si alguien se había despistado. Las pulseras uniformando la masa y creando una homogeneidad con el estribillo tan sencillo y pegadizo: para, para, paradise. 

La liaron y, curiosamente, no se liaron, con un remix de la propia Paradise añadiendo un registro equívoco para los chicos de Londres. La sensación nunca fue de extrañeza, sino de estar en Tomorrowland con un grupo de estilo indefinible. Aprovecharon para marcharse al b-stage o, mejor dicho, segundo escenario al final de la pasarela que rompía el césped de Montjuic en dos partes. Everglow, Ink y Magic para poner la calma y, sobre todo, verles en acción de cerca. Se arrancó con el castellano para presentar a la banda: la roca, el batería Will Champion, el chico sonriente de pantalones verdes,Johnny Buckland y su guitarra; y el bajista más guapo del mundo, Guy Berryman.

Clocks nos devolvió al Coldplay del pasado, el de principio de siglo con una melodía peligrosamente adictiva. Un brillante tono de llamada, una sintonía que puede acompañar el storyline de cualquier persona. Un canto a una relación que, como sus compases, no se pueden terminar. Se apagaron, como no podía ser de otra manera, y se trasladaron a la experimental Midnight de Ghost Stories. Sin pena ni gloria pero lo suficientemente tranquila para acabar con Charlie Brownese dibujo animado hecho canción.

En Charlie Brown usaron la configuración de un motor Mercedes de Fórmula 1, y parece que las pulseras alumbraban con más fuerza. La energía estaba cargada, como en un V6 Turbo, y se descargó como un tormenta eléctrica a base de saltos, gritos, sonidos guturales y cualquier homónimo de enajenación física. Se acabó aquello con Chris calmando a las masas en el piano, y con la voz de Beyoncé encabalgada para dar paso Hymn for the weekend. Era otra de las esperadas para emborracharnos y volar alto como canta su estribillo: drunk and high. 

Coldplay y un final apoteósico

Fix You, Viva la Vida y Adventure of a Lifetime conformaron el tridente que convirtió Barcelona en Coldplay Land. Jugaron sus cartas a la perfección y se iban a llevar todas las fichas sin problemas. No les falló ninguna melodía y en la última de las tres nombrada volaron balones por el cielo, aparte de los colores que dominaron el estadio. Chris Martin mandó al público agacharse para saltar con mayor fuerza buscando el cielo surrealista de Coldplay.

Hubo tiempo para marcharse al tercer escenario y cantar Don´t Panic See You Soon, canción pedida por un barcelonés. El líder se arrancó con un espectacular punteo para marcharse al escenario con Amazing Day en sus inicios y del brazo de Johnny Buckland, su mejor amigo, como dos recién casados. A Sky Full of Stars nos hizo asomarnos al final de la velada con un inmejorable sabor de boca. Nos convirtieron en estrellas a pesar de que eran ellos. Ambiente discotequero, confeti final y los wooo finales completaron la ecuación de la diversión.

Up&Up puso el final con su magnífico videoclip en las pantallas del escenario. Nadie quería claudicar ante la realidad y pensar, que, realmente, esto se acababa. Mamá estaba a punto de entrar en el cuarto para despertar a 50.000 personas. Los fuegos artificiales y dos frases inspiradoras hicieron desvelarse al estadio. No te rindas jamás, cree en el amor. Como para irse a la cama tranquilo… Se despidieron entre una amalgama de aplausos, silbidos y alguna lágrima. El reloj del Lluis Companys marcaba las 23:20 cuando Barcelona se despertó con la sensación de haber echado unos sueñecitos maravillosos y nada tranquilos a costa de un Coldplay que, a pesar de seguir creciendo físicamente, no les ganan las arrugas musicales.

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